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¿Qué diré yo sino que al final de aquel mes el alegre estudiante Juanito, que tan cortés era, se casó conmigo con gran solemnidad, y yo le cedí todas las tierras y posesiones que me fueron dadas hasta aquel entonces? Mas luego me arrepentí muy profundamente; él no satisfacía mi menor deseo. En cierta ocasión, ¡pardiez!, me pegó en una oreja porque yo rompí una hoja de su libro, y del golpe quedé completamente sorda de ese oído. Yo era indomable como una leona, y con mi lengua gran charlatana, y recorría, como antes había hecho, casa por casa, aunque él hubiese jurado lo contrario. Por esta razón me sermoneaba muy a menudo, y me instruía en las gestas de los antiguos romanos: cómo Simplicius

Gallus repudió a su mujer, abandonándola durante toda su vida, solamente porque la vio cierto día en la puerta con la cabeza descubierta mirando hacia fuera.

Otro romano me nombraba, el cual, porque su mujer fue a cierto juego de estío sin su conocimiento, la abandonó también. Y luego me enseñaba en su Biblia aquella sentencia del Eclesiástico, donde manda y ordena terminantemente no permita el hombre que su mujer vaya a rodar por una y otra parte. Después me decía esto mismo, ni más ni menos:

«Quien edifica toda su casa con mimbres, espolea a su caballo ciego por tierra de barbecho, y permite que su mujer vaya a visitar santuarios, ¡merece ser colgado en la horca!». Pero todo era en balde; yo no estimaba un escaramujo sus

sentencias ni sus viejos dichos, ni quería ser corregida po r él. Aborrezco al que me dice mis vicios, y lo mismo hacen otros que no son yo: ¡Dios lo sabe! Esto le ponía furioso conmigo por completo; yo en ningún caso le dejaba en paz.

Ahora, por Santo Tomás, voy a deciros la verdad de por qué rompí yo una hoja de su libro, razón por la cual me golpeó de tal modo que quedé sorda.

Tenía un libro, que leía siempre con delectación, noche y día, para entretenerse. Lo llamaba Valerio y Teofrasto, y con él se reía a todas horas estrepitosamente. Además, en otro tiempo hubo cierto clérigo en Roma, un cardenal, que se llamó San Jerónimo, el cual escribió un libro contra Joviniano; en ese libro estaban también Tertuliano, Crisipo, Trotula y Eloísa, que fue abadesa no lejos de París; y además los Proverbios de Salomón, el Arte de Ovidio, y otros muchos libros: todos encuadernados en un volumen. Y tenía por costumbre, durante el día y la noche, cuando encontraba oportunidad y se hallaba libre de toda otra ocupación mundana, leer en aquel libro acerca de las mujeres malas.

Sabía de ellas más historias y vidas que de mujeres buenas hay en la Biblia. Porque habéis de estar seguros que es imposible que escritor alguno hable bien de las mujeres casadas (a no ser en las vidas de la benditas Santas) ni de ninguna otra mujer tampoco. Decidme: ¿quién pintó al león, quién? ¡Por Dios, que si las mujeres hubiesen escrito historias, como los clérigos componen sus sermones, habrían escrito tantas maldades de los hombres, que toda la casta de Adán no podría repararlas! Los hijos de Mercurio y los de Venus son muy opuestos en sus acciones: Mercurio ama la sabiduría y la ciencia, y Venus gusta de la orgía y el dispendio. Por su diversa posición, cada uno de ellos experimenta depresión en la exaltación del otro; y así (¡Dios lo sabe!), Mercurio se ve desolado en Piscis, donde Venus es sublimada, y Venus cae donde Mercurio se levanta. Por lo cual ninguna mujer es alabada por sabio alguno. El sabio, cuando es viejo y no puede acometer los trabajos de Venus más de lo que valen sus viejos zapatos, se sienta y, en su chochera, escribe que las mujeres no pueden ser fieles en el matrimonio.

Pero ahora vamos al asunto: esto es, por qué he dicho que fui golpeada a causa de un libro, ¡pardiez! Cierta noche, nuestro Juanito leía en su libro, mientras estaba sentado junto al fuego, primero acerca de Eva, quien, por su maldad, trajo a todo el género humano a miserable condición, por lo cual fue muerto el mismo Jesucristo, que nos redimió con la sangre de su corazón. Ved: aquí expresamente hallaréis que la mujer fue la ruina de todo el linaje humano.

Después me leyó cómo Sansón perdió sus cabellos: su amante los cortó con sus tijeras mientras dormía, por cuya traición perdió aquél ambos ojos.

Luego me leyó, si no he de mentir, de Hércules y de su Deyaníra, la cual fue causa de que él mismo se arrojase al fuego.

No olvidó el tormento y el dolor que Sócrates padeció con sus dos mujeres, y cómo Xantipa le arrojó orines en su cabeza.' Este hombre bueno permaneció callado como un muerto, limpió su cabeza, y sólo hubo de decir: «Antes que el trueno se extinga, viene la lluvia».

Cosa exquisita le parecía la historia de Pasifae, reina de Creta, a causa de su perversidad. ¡Ufí No habléis de su deseo y su placer horribles; eso es cosa espantosa.

Con muy grande entusiasmo leía la historia de Clitemnestra, que, por su lascivia, mandó matar pérfidamente a su marido.

Me dijo también por qué motivo perdió Anfiarao su vida en Tebas. Mi marido tenía la historia de su esposa Enfila, quien, por un collar de oro, reveló secretamente a los griegos en qué sitio se ocultaba su esposo, por lo cual halló él en Tebas su desgracia.

Me hablaba de Livia y de Lucília, que hicieron morir a sus maridos: la una, por amor; la otra, por odio. Livia envenenó al suyo cierta tarde, porque ella era su enemiga. Lucilia, impúdica, amaba tanto a su marido, que, para que pensara continuamente en ella, le dio tal filtro amoroso, que murió antes que llegara la mañana. Así que los maridos siempre están en aflicción.

Luego él me contaba cómo un tal Laturnio se lamentaba con su amigo Arrio de que en su jardín crecía un árbol, en el cual, según decía, se habían ahorcado por celos sus tres mujeres. "¡Ah, querido hermano–le contestó Arrio—, dame un vástago de ese bendito árbol, para que lo plante en mi jardín!»

De fecha más reciente, me leía que algunas mujeres han matado a sus maridos en su lecho, permitiendo que sus amantes se acostaran con ellas toda la noche, mientras el cadáver yacía en el suelo. Y otras hincaban clavos en su cerebro al tiempo que ellos dormían, matándolos así. Algunas les daban veneno en su bebida. Él hablaba más males que imaginar puede el corazón. Y, además, sabía más proverbios que hierbas o césped brotan en este mundo. «Mejor es–añadía— vivir arriba en el desván, que abajo en la casa con mujer colérica: tan perversas y tan amigas de contradecir son ellas; aborrecen siempre lo que sus maridos aman.» Y seguía diciendo: «La mujer echa a un lado la vergüenza cuando se quita su camisa». Y también: «La mujer hermosa, que no es casta al mismo tiempo, es como anillo de oro en hocico de cerda». ¿Quién podrá imaginar o suponer el dolor y el tormento que en mi corazón sentía?

Y como vi que no llevaba trazas de terminar de leer en aquel maldito libro durante toda la noche, con movimiento rapidísimo arranqué tres hojas de él mientras leía, y al mismo tiempo le asesté en la cara tal puñetazo, que cayó de espaldas en la lumbre. Pero se levantó como león furioso, y me dio con el puño en

la cabeza, de manera que en el suelo quedé como muerta. Mas cuando vio que yo permanecía inmóvil, se asustó, y hubiera huido, hasta que, por último, salí de

mi desmayo. "¡Ah!, ¿me has matado, falso bandido–dije yo-, y me has asesinado de este modo por mis bienes? Sin embargo, antes de morir, quiero besarte.»

Y él se acercó, y se arrodilló cortésmente, diciendo: «Querida hermana Alison, así me valga Dios como jamás te he de pegar yo. Tú tienes la culpa de lo que te he hecho. Perdónamelo, te lo suplico». E inmediatamente le pegué en la cara, y le dije: "¡Ladrón, así quedo bien vengada! Ahora quiero morir: no puedo hablar más». Pero, al fin, con mucha aflicción y dolor, vinimos a un acuerdo por nosotros mismos. Él puso en mi mano las riendas del gobierno de la casa y de los bienes, así como también de su lengua y de sus manos; y entonces le hice quemar de seguida su libro. Y luego que hube adquirido, merced a mi habilidad, toda la soberanía, y diciendo éclass="underline" «Mi fiel esposa, haz tu gusto durante toda tu vida; guarda tu honor y guarda también mi dignidad», desde aquel día jamás tuvimos nosotros disputa alguna. Así me ayude Dios como yo fue para él tan buena y fiel cual esposa ninguna lo ha sido desde Dinamarca hasta la India; y lo mismo fue él para conmigo. ¡Pido a Dios, que se sienta en majestad, bendiga su alma, en su amorosa misericordia! Ahora voy a decir mi cuento, si queréis escuchar.