Cuando al fraile hubo oído todo esto, echóse a reír, y dijo:
— ¡Vaya, señora, así tenga yo la felicidad o la gloria tan cierto como éste es largo preámbulo para un cuento! Mas apenas oyó gritar al fraile el alguaciclass="underline"
— ¡Mira! —dijo-, ¡por lo dos brazos de Dios! Siempre han de entremeterse los frailes. Aquí tenéis, buenas gentes, cómo las moscas y los frailes se meten en todos los platos y en todos los asuntos, ¡Cómo! ¿Qué hablas tú de preámbulos? Sigue andando, al trote o al paso, o baja y siéntate; porque estás estorbando así nuestra diversión.
— Está bien–dijo el fraile-. ¿Lo quieres tú así, señor alguacil? Perfectamente. Antes de irme he de contar, a fe mía, tal cuento (si no son dos), de un alguacil, que se ha de reír toda la gente que aquí va.
— Pues yo también, fraile–repuso el alguacil-, maldigo tu facha, y me maldigo a mí mismo, si no refiero dos o tres cuentos de frailes antes de llegar a Sidingborne, de tal modo, que lleven pesar a tu corazón; pues bien sé que tu paciencia se ha agotado.
Nuestro hostelero gritó:
— ¡Silencio ahora mismo! —Y añadió-: Dejad que esta mujer diga su cuento. Os estáis portando como gente borracha de cerveza. Ea, señora, cuente su cuento, y eso será lo mejor.
— Enseguida, señor–dijo ella-; como gustéis, y con licencia de este digno fraile.
— Sí, señora–respondió éste-; cuente, que estoy atento.
Aquí termina su prólogo la mujer de Bath
Cuento de la mujer de Bath
Aquí da comienzo el cuento de la mujer de Bath
En los antiguos tiempos del rey Arturo, de quien, los bretones hablan con gran reverencia, toda esta tierra estaba llena de ejércitos de hadas. La reina de ellas, con su alegre acompañamiento danzaba muy a menudo en las verdes praderas:
tal fue la creencia antigua, según he leído. Hablo de muchos cientos de años ha; mas ahora ya no puede ver nadie ningún hada, pues en estos tiempos la gran caridad y las oraciones de los limosneros y otros santos frailes que recorren todas las tierras y todos los ríos con tanta frecuencia como motas de polvo en el rayo de sol, bendiciendo salones, cámaras, cocinas, alcobas, ciudades, pueblos, castillos, altas torres, aldeas, granjas, establos y lecherías, son causa de que no haya hadas. Porque por allí por donde acostumbraba a pasear algún hada, va ahora el propio limosnero, mañana y tarde, rezando sus maitines y sus santas preces mientras visita su demarcación. Pueden las mujeres caminar con seguridad en todas direcciones, por todos los matorrales o bajo cualquier arboleda; allí no hay otro ser sino aquél, que no les hará deshonra ninguna.
Sucedió, pues, que este rey Arturo alojaba en su mansión a un alegre caballero, quien cierto día, volviendo a caballo desde el río, vio a una muchacha que caminaba delante de él tan sola como había nacido, a la cual doncella, inmediatamente, a pesar de todo cuanto hizo, la despojó de su virginidad a viva fuerza, por cuya violación levantóse tal clamor y tales instancias cerca del rey Arturo, que el caballero fue condenado a muerte, según las leyes. Y, en virtud de los estatutos de entonces, hubiera quizá perdido su cabeza; pero la reina y otras damas de tal modo pidieron gracia al rey, que en aquel punto le perdonó
la vida, sometiéndole por completo a la voluntad de la reina, para que ella eligiera si quería salvarle o hacerle perecer.
La reina dio las gracias al rey con todo su corazón, y luego de esto, cuando consideró que era tiempo oportuno, habló así al caballero cierto día: «Te encuentras aún de tal manera–le dijo-, que no tienes seguridad alguna de tu vida. Yo te la concedo si sabes decirme qué es lo que las mujeres más desean. Sé prudente, y libra tu cuello del hierro. Si no puedes contestarme de seguida, te daré licencia para que vayas, durante un año y un día, a inquirir y hallar respuesta conveniente en esta cuestión. Y antes que partas, yo quiero tener alguna garantía de que volverás a este lugar».
Afligido quedó el caballero, y suspiró tristemente; pero, ¡qué remedio!, él no podía hacer su voluntad. Al fin optó por marcharse y tornar de nuevo, al cumplirse exactamente el año, con la respuesta que Dios le procurara. Y tomando su permiso, emprendió el camino.
Practicó indagaciones por todas las casas y por todos los sitios en que esperaba hallar la gracia de aprender qué cosa desean más las mujeres; pero saber no pudo, a ninguna costa, dónde encontraría dos personas que estuviesen de acuerdo en esta materia.
Unos decían que las mujeres apreciaban más las riquezas; otros, que la honra; éstos, que las diversiones; aquéllos, lo s ricos vestidos; algunos decían que los placeres del lecho, y enviudar una y otra vez para volver a casarse.
Decían otros que nuestros corazones se deleitan más cuando nos adulan y contentan. Si no he de mentir, andaba muy cerca de la verdad: se nos gana mejor con la lisonja, y con obsequios y atenciones somos cogidas en la liga grandes y pequeñas.
Algunos dicen que a nosotras lo que más nos gusta es ser libres y obrar enteramente como nos plazca, y que ningún hombre nos censure por nuestros vicios, sino que digan que somos discretas y no necias. Porque, a buen seguro, no hay ninguna entre todas nosotras que no desee dar de puntapiés a cualquiera que nos ponga el dedo en la llaga, por decirnos la verdad. Haga la prueba, y verá que así es; por viciosas que seamos interiormente, queremos ser tenidas por juiciosas y limpias de pecado.
Otros afirman que recibimos gran placer en ser consideradas como constantes, y asimismo como capaces de guardar secretos y permanecer firmemente en un propósito, y no manifestar cosa alguna que se nos revele. Pero este dicho no tiene el valor del mango de un rastrillo; nosotras las mujeres no podemos ocultar nada, ¡pardíez! Testigo, Midas. ¿Queréis oír la historia?
Ovidio, entre otras anécdotas, cuenta que Midas tenía, bajo sus largos cabellos, dos orejas de asno, que le crecían en la cabeza: defecto que ocultaba muy cuidadosamente, lo mejor que podía, a las miradas de todos, de suerte que, salvo
su esposa, nadie más lo sabía. Él la amaba mucho y confiaba en ella, y le rogó que a ninguna persona hablara de su deformidad.
Ella le juró que aunque le diesen el mundo entero, no cometería semejante villanía o pecado, para hacer que su marido cayera en tan mala reputación; ella no lo diría por su propia dignidad. Pero, sin embargo, creyó morir por tener que ocultar tanto tiempo un secreto; parecióle que oprimía tan angustiosamente su corazón, que por necesidad habrá de escapársele alguna palabra. Y como no se atrevía a decírselo a nadie, fuese corriendo a un pantano de allí cerca. Hasta
tanto que llegó a él, su corazón estuvo en ascuas; y de igual modo que el alcaraván chilla en el fango, puso ella su boca junto al agua: «No me hagas traición, agua, con tu murmullo–dijo—. A ti lo digo, y a nadie más: ¡mi marido tiene dos largas orejas de burro! Ya está mi corazón completamente satisfecho ahora que ello ha salido fuera; yo no podía guardarlo más tiempo».
Por esto veréis que, aunque nosotras lo dilatemos cierto término, no obstante debe salir; no sabemos ocultar ningún secreto. Si queréis oír lo restante de la historieta, leed a Ovidio, y allí lo podréis ver.
El caballero, a quien mi cuento se refiere especialmente cuando se convenció de que no le era posible conseguirlo, es decir, indagar lo que más quieren las mujeres, quedó su espíritu en su pecho muy afligido, y dirigióse a su alojamiento, pues no podía permanecer allí. Llegó el día en que debía regresar a su país, y acontecióle en el camino, en medio de toda su ansiedad, que, mientras cabalgaba por la linde de un bosque, vio que se movían en danza veinticuatro mujeres, y aun más, hacia la cual danza se acercó con gran curiosidad, esperando aprender algún consejo. Mas, en verdad, antes que acabase de llegar allí, desapareció aquélla, no supo dónde. No vio ser alguno viviente, a excepción de una mujer sentada en el césped: criatura más fea no se puede imaginar. La vieja se levantó a la presencia del caballero, y dijo: