«Piensa cuan noble, según dice Valerio, fue aquel Tulio Hostilio, que de la indigencia se elevó a la alta nobleza. Lee a Séneca, y lee también a Boecio: allí verás claramente, sin duda alguna, que es noble el que ejecuta acciones nobles. Por tanto, querido esposo, yo saco la conclusión de que, aunque mis antepasados fuesen de humilde cuna, puede, sin embargo, el Altísimo (y así lo espero) concederme la gracia de vivir virtuosamente. Cuando yo comience a vivir en la virtud y abandone el pecado, entonces seré noble.
«Y pues me reprochas mi pobreza, el Altísimo, en quien creemos, eligió pasar su vida en pobreza voluntaria. Y seguramente todos los hombres, doncellas o mujeres casadas comprenderán que Jesús, rey de los cielos, no había de escoger vida viciosa. La pobreza alegre es cosa honrada, en verdad: así lo afirman Séneca y otros sabios. Yo estimo por rico a cualquiera que se considere satisfecho con su pobreza, aunque no tenga camisa. El que ambiciona es un ser pobre, porque desea tener lo que en su poder no se halla; pero el que nada tiene, no codicia tener, es rico, aunque tú le consideres no más que como un rústico.
«La verdadera pobreza por naturaleza canta. Juvenal dice alegremente de la pobreza: 'El hombre pobre, cuando va por su camino delante de los ladrones, puede cantar y divertirse'. La pobreza es un bien aborrecible, y, a lo que yo
creo, desocupador muy grande de preocupaciones, y asimismo dispensador de sabiduría para el que la lleva con paciencia. La pobreza, aunque nos parezca desgraciada, es esto: posesión que nadie nos disputará. Muchas veces, cuando el hombre está abatido, la pobreza hace que conozca a su Dios, y aun a sí propio.. La pobreza es un antojo, según yo pienso, a través del cual puede ver aquél a sus verdaderos amigos. En consecuencia, señor, toda vez que yo no te he agraviado, no me censures más a causa de mi pobreza.
«También, señor, me echas en cara la vejez. Mas, verdaderamente, señor, aun cuando ninguna autoridad hubiera en libro alguno, vosotros, los bien nacidos y honrados, decís, merced a vuestra cortesía, que se debe favorecer al anciano y llamarle padre. Y autores he de encontrar, me parece.
«Ahora bien; dices que soy fea y vieja. En ese caso no temas ser cornudo, pues (¡así medre yo!) la fealdad y la vejez son grandes guardianes de la castidad. Pero, sin embargo, como sé lo que constituye tu deleite, yo satisfaré tu humano apetito.
«Elige ahora–continuó ella— una de estas dos cosas: o tenerme fea y vieja hasta que yo muera, siendo para ti humilde y fiel esposa, y no desagradando te jamás en toda mi vida, o, por lo contrario, tenerme joven y hermosa, y correr la aventura de la concurrencia que acudiría a tu casa, o tal vez a algún otro lugar. Escoge, pues, tú mismo lo que te plazca.
El caballero meditó, y suspiró dolorosamente; mas al cabo dijo de esta manera:
— Señora mía y amor mío y esposa queridísima: yo me pongo bajo tu discreta autoridad; elige tú misma lo que haya de ser más agradable y más honroso para ti y para mí. Yo no me preocupo de cuál de las cosas, pues la que tú quieras me satisfará.
— ¿Entonces he conseguido yo el dominio sobre ti–dijo ella-, toda vez que puedo elegir y mandar como me plazca?
— De verdad que sí, esposa–dijo él—; yo lo considero como lo mejor.
— Bésame–insistió ella—; no estemos más tiempo enojados, pues, a fe mía, yo seré para tí las dos cosas, es decir, hermosa y buena a la par, sin duda alguna. Pido a Dios que yo muera loca si no soy para tí tan buena y fiel como jamás fue ninguna mujer desde el principio del mundo. Y si yo no soy mañana tan hermosa de ver como dama alguna, emperatriz o reina, que exista desde el oriente al ocaso, dispón de mí vida y muerte enteramente a tu arbitrio. Levanta la cortina y mira.
Y cuando el caballero vio que era, en realidad, tan bella y tan joven, en su alegría la tomó en sus brazos, sumergido su corazón en un baño de felicidad, y la besó mil veces seguidas. Y ella le obedeció en todo lo que podía proporcionarle placer o deleite.
Así vivieron ambos en perfecto gozo hasta el fin de sus días. Y Jesucristo nos envíe maridos sumisos, jóvenes y vigorosos en el lecho, así como la gracia de sobrevivir a aquellos con quienes nos casamos. También ruego a Jesús abrevie la
vida de los que no quieren ser gobernados por sus mujeres; y a los viejos regañones, y tacaños en sus gastos. Dios les mande pronto una buena maldición.
Aquí termina el cuento de la mujer de Bath
Sobre el amor
ANTÓN CHÉJOV
En el desayuno del día siguiente sirvieron unas tortitas deliciosas, cangrejos de río y chuletas de carnero, y mientras nos desayunábamos subió Nikanor, el cocinero, a preguntar qué deseaban los visitantes para la comida. Era hombre de mediana estatura, rostro abotagado y ojos pequeños, totalmente rasurado, y parecía que su bigote no había sido afeitado sino arrancado de cuajo.
Aiyohin dijo que la bella Pelageya estaba enamorada de este cocinero. Como era un borrachín y de carácter violento, ella no quería casarse con él, pero estaba dispuesta a vivir con él así. Él, sin embargo, era muy devoto, y sus sentimientos religiosos no le permitían vivir «así»; insistía, pues, en el casamiento y no quería vivir de otro modo; y cuando estaba ebrio la regañaba y hasta le pegaba. Cuando estaba ebrio ella se escondía en el piso de arriba y rompía a llorar; entonces Aiyohin y la servidumbre se quedaban en la casa a fin de defender a la muchacha.
Se empezó a hablar del amor.
—Cómo nace el amor–dijo Aiyohin-, por qué Pelage–ya no se ha enamorado de alguien más semejante a ella en cualidades internas y externas, y por qué se ha enamorado precisamente de ese Nikanor, de esa jeta–aquí todos le llamamos «el Hocico»—, en qué medida entran en el amor factores importantes de felicidad personal… todo eso es desconocido y sobre ello se puede discutir todo lo que se quiera. Hasta ahora se ha dicho del amor sólo una verdad inconclusa, a saber, que es «el gran misterio»; todo lo demás que se ha dicho y escrito sobre el amor no es una solución sino sólo una formulación de problemas que quedan sin resolver. La explicación que podría aplicarse a un caso no es aplicable a una docena de otros; más valdría, a mi modo de ver, explicar cada caso por separado sin meterse en generalizaciones. Cada caso específico, como dicen los médicos, debe ser individualizado.
— Esa es la pura verdad–asintió Burkin.
— A nosotros, los rusos bien educados, nos atraen estas cuestiones irresolubles. De ordinario, el amor es poetizado, adornado de rosas, de ruiseñores; pero nosotros los rusos engalanamos nuestro amor con esas cuestiones funestas, escogiendo además las menos interesantes. En Moscú, cuando yo era todavía estudiante, estuve viviendo con una chica, muchacha encantadora, quien cada vez que la tomaba en mis brazos pensaba en cuánto le daría mensualmente para gastos de la casa y en cuánto costaría ahora la carne de vaca. Del mismo modo, cuando nosotros estamos enamorados no cesamos de preguntarnos si nuestro amor es honesto o deshonesto, inteligente o estúpido, a dónde nos llevará, etcétera, etcétera. SÍ tal cosa es buena o mala no lo sé, pero lo que sí sé es que eso es un obstáculo, un motivo de insatisfacción e irritación.
Por lo que decía daba la impresión de querer contar algo. Las personas que viven solas llevan por lo común en la mente algo de que de buena gana quisieran hablar. En la ciudad los solteros visitan casas de baños y restaurantes sólo para ver si encuentran a alguien con quien pegar la hebra, y a veces relatan historias sumamente interesantes a los empleados de las casas de baños o a los camareros. En el campo, por otra parte, se desahogan con sus visitantes. En ese momento se veía por la ventana un cielo gris y árboles empapados de lluvia; en tiempo así no se podía ir a sitio alguno y no quedaba otro remedio que contar y escuchar historias.
— Vivo en Sofino y soy agricultor desde hace largo tiempo–empezó diciendo Aiyohin-, o sea, desde que terminé mis estudios en la universidad. Por educación y poco apego al trabajo manual, diríase que por inclinación, soy hombre de estudio. Pero cuando vine aquí pesaba sobre la finca una enorme hipoteca, y como mi padre se había endeudado en parte por lo mucho que había gastado en mi educación, decidí no irme de aquí y ponerme a trabajar hasta pagar la deuda. Así lo hice y comencé a trabajar en la finca, confieso que no sin cierta repugnancia. El terreno este no produce mucho y para que su cultivo no resulte en pérdidas es menester utilizar el trabajo de siervos o jornaleros, lo que viene a ser igual, o convertirse uno mismo en campesino juntamente con su familia. No hay término medio. Pero por aquel entonces yo no me metía en tales sutilezas. No dejé intacta una sola pulgada de tierra; reuní a todos los campesinos, hombres y mujeres, de las aldeas circundantes, y el trabajo cundió de lo lindo. Yo mismo araba, sembraba, segaba, trabajo que me resultaba aburrido, me enfurruñaba del asco que sentía, como gato de aldea obligado por el hambre a comer pepinos en la huerta. Me dolía el cuerpo y dormía de pie.