Al principio creí que podría conciliar fácilmente esta vida de trabajo físico con mis aficiones culturales; para ello–me decía–bastaba mantener en la vida un cierto orden externo. Me Ínstale en este piso de arriba, en las mejores habitaciones, dispuse que después del almuerzo y la comida me sirvieran café y licores, y leía en la cama El Heraldo de Europa todas las noches. Pero un día vino a visitarme nuestro sacerdote, el padre Iván, y de una sentada se bebió todos mis licores. El Heraldo de Europa también pasó a manos de las hijas del sacerdote, porque en el verano, sobre todo durante la siega del heno, yo no podía siquiera arrastrarme hasta la cama sino que me quedaba dormido en un trineo que había en el pajar o en cualquier cabaña del bosque. ¿De ese modo cómo iba a pensar en leer? Poco a poco me fui yendo al piso de abajo, empecé a comer en la cocina de la servidumbre, y del lujo anterior sólo quedan los criados que servían a mi padre y a quienes me da pena despedir.
En los primeros años me eligieron aquí juez de paz honorario. De vez en cuando tenía que ir a la ciudad y tomar parte en las sesiones del juzgado de paz y del tribunal del distrito; eso me entretenía. Cuando uno ha estado viviendo dos o tres meses sin salir de aquí, sobre todo en el invierno, acaba por echar de menos la levita negra. Y en el tribunal del distrito había levitas, y uniformes, y fracs que llevaban los juristas, todos ellos hombres cultos con quienes se podía hablar. Después de haber dormido en un trineo y comido en la cocina, el hecho de sentarse en un sillón, con ropa limpia, en zapatos blandos, con la cadena del cargo al pecho… ¡vaya lujo!
En la ciudad me recibían cordialmente e hice amistades con facilidad. Y de todas éstas la más íntima y, a decir verdad, la más agradable para mí fue la que entablé con Luganovich, ayudante del presidente del tribunal del distrito. Ustedes dos lo conocen: persona sumamente encantadora. Esto fue inmediatamente después de aquel caso famoso de incendio premeditado. La investigación preliminar había durado dos días y estábamos agotados. Luganovich me miró y dijo:
— ¿Sabe lo que le digo? Que se venga a comer conmigo.
Aquello era inesperado, ya que yo conocía poco a Luganovich; sólo oficialmente. Nunca había estado en su casa. Pasé un momento por la habitación del hotel para mudarme de ropa y fui a la comida. Y allí se me ofreció la ocasión de conocer a Anna Alekseyevna, esposa de Luganovich. Ella era entonces muy joven todavía, tendría no más de veintidós años, y hacía seis meses que había dado a luz a su primer niño. Esto es ya agua pasada; ahora me costaría trabajo puntualizar qué era exactamente lo que en ella había de extraordinario, lo que tanto me gustó; pero entonces, en la comida, todo ello me resultaba clarísimo: veía a una mujer joven, hermosa, bondadosa, inteligente, fascinante, una mujer como no había visto nunca antes. En ese momento tuve la sensación de que aquél era un ser muy allegado a mí y ya conocido, como si ya antes, largo tiempo atrás, en mi infancia, hubiese visto precisamente ese rostro, esos ojos inteligentes y atractivos en un álbum que tenía mi madre encima de la cómoda.
En el asunto del incendio intencionado los procesados eran cuatro judíos acusados de conjura, en mi opinión sin fundamento alguno. Durante la comida estuve muy agitado e incómodo. No recuerdo lo que dije, sólo que Anna Alekseyevna sacudía de continuo la cabeza y decía al marido:
—Dmitri, ¿cómo puede suceder tal cosa?
Luganovich era una de esas personas sencillas y de buena índole que se aterran a la opinión de que cuando un individuo es procesado ello significa que es culpable, y de que sólo cabe expresar dudas sobre la justicia de una sentencia documentalmente y según los preceptos legales, pero no durante una comida y en conversación privada.
— Ni usted ni yo somos culpables de un delito de incendio intencionado–apuntó mansamente-, y ya ve usted que no estamos procesados ni estamos en la cárcel.
Los dos, marido y mujer, trataron de hacerme comer y beber lo más posible. Por algún detalle, por la manera, por ejemplo, en que ambos preparaban juntos el café y el modo en que se entendían con medias palabras, colegí que vivían en paz y buena compañía y se alegraban de tener a un invitado. Después de la comida tocaron el piano a cuatro manos; luego llegó el anochecer y yo me volví al hotel. Esto ocurrió a comienzos de la primavera. Pasé el verano entero en Sofino, sin salir de allí, y ni siquiera tuve tiempo para pensar en la ciudad, pero el recuerdo de aquella mujer rubia y juncal permaneció fijo en mi mente durante todo ese tiempo. No pensaba en ella, pero era como si su leve sombra estuviese alojada en mí alma.
En las postrimerías del otoño se dio en la ciudad una función teatral con fines benéficos. Entré en el palco del gobernador (en el entreacto me habían invitado a hacerlo); allí vi a Anna Alekseyevna sentada junto a la esposa del gobernador; y de nuevo tuve la misma impresión, irresistible y sorprendente, de belleza, de ojos hermosos y acariciantes, y la misma sensación de proximidad. Me senté junto a ella y luego salimos al vestíbulo.
—Ha adelgazado usted–me dijo—. ¿Ha estado enfermo? —Sí, he tenido reuma en el hombro, y en tiempo lluvioso duermo mal.
— Tiene cara de fatiga. En la primavera, cuando vino a comer con nosotros, parecía usted más joven, más brioso. Estaba entonces animado y hablaba mucho; era usted persona muy interesante, y confieso que me fascinó un poco. Por alguna razón he pensado en usted a menudo durante el verano, y hoy cuando me preparaba a venir al teatro se me ocurrió que quizá lo vería.
Y rompió a reír.
— Pero hoy tiene cara de fatiga–dijo de nuevo-. Eso le hace parecer más viejo.
Al día siguiente almorcé en casa de los Luganovich. Después del almuerzo salieron para su casa de verano a fin de cerrarla para el invierno. Fui con ellos. Con ellos también volví a la ciudad, y a medianoche estuvimos bebiendo té en un ambiente de hogareña tranquilidad, ante el fuego de la chimenea y mientras la joven madre iba con frecuencia a ver si dormía su hijka. Después de esto, cada vez que iba a la ciudad nunca dejaba de ir a ver a los Luganovich. Se acostumbraron a mí y yo me acostumbré a ellos. Por lo común iba a verlos sin anunciárselo, como si fuera miembro de la familia.
— ¿Quién está ahí? — preguntaba desde una habitación lejana una voz pausada que se me antojaba tan hermosa.
— Es Pavel Konstantinych —respondía la doncella o la niñera.
Anna Alekseyevna salía a verme con cara de alarma y me preguntaba siempre:
— ¿Por qué no lo hemos visto en tanto tiempo? ¿Le ha sucedido algo?
Su mirada, la mano fina y elegante que me alargaba, su vestido casero, su peinado, su voz, sus pasos, todo producía siempre en mí la misma impresión de algo nuevo y extraordinario, de algo muy significativo en mi vida. Hablábamos largo rato y largo rato callábamos, cada uno pensando sus propios pensamientos; o bien ella se sentaba a tocar el piano para mí. Si no había nadie en casa me quedaba allí esperando, hablando con la niñera, jugando con la niña, o me recostaba en el diván turco del despacho para leer el periódico. Y cuando volvía Anna Alekseyevna, salía al vestíbulo a recibirla, recogía todas las compras que había hecho y por alguna razón cargaba con esas compras con tanto amor, con tanta solemnidad como si fuera un muchacho.