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Después de explicarle la situación al desconfiado recepcionista nocturno, fue a Telégrafos.

«Suspendo viaje a México», telegrafió. «Salgo esta noche. Te ruego tomes mi tren en la estación de Saint Paúl para viajar conmigo a Minneapolis. No puedo estar sin ti. Muchos besos.»

Por lo menos podría estar pendiente de ella, aconsejarla, vigilar cómo vivía. ¡Con una madre tan estúpida!

En el tren, mientras las ardientes tierras tropicales y los campos verdes desaparecían, y el Norte volvía a extenderse entre manchas de nieve, campos nevados, fuertes vientos y granjas baldías y en hibernación, Tom recorría una y otra vez el pasillo con insoportable impaciencia. En cuanto entraron en la estación de Saint Paúl, colgado de la puerta del vagón como si fuera un muchacho, buscó con la mirada a Annie por el andén, pero no pudo encontrarla. Había contado con cada minuto de viaje entre Saint Paúl y Minneapolis: aquel espacio de tiempo había llegado a ser un símbolo de la fidelidad de Annie a la amistad que los unía, y, cuando el tren volvió a ponerse en marcha, Tom volvió a explorarlo desesperadamente, desde el último vagón hasta el salón de fumadores. Pero no la encontró, y entonces se dio cuenta de que estaba loco por ella; y, ante la idea de que hubiera seguido sus consejos y hubiera entablado relaciones con otros, le temblaron las piernas.

En Minneapolis le temblaban de tal manera las manos que tuvo que llamar a un mozo para que recogiera su equipaje. Y empezó entonces una interminable espera en el pasillo mientras bajaban el equipaje y a él lo empujaban contra una chica que vestía un abrigo con adornos de piel de ardilla.

— ¡Tom!

— Pero si… Anníe lo abrazó.

— Pero, Tom–dijo casi llorando-, ¡vengo en este vagón desde Saint Paúl!

A Tom se le cayó de las manos el bastón: la apretó con mucha ternura y sus labios se unieron como corazones hambrientos.

III

La nueva intimidad que supuso el noviazgo le dio a Tom una sensación de felicidad juvenil. Se despertaba en las mañanas de invierno con la impresión de que una alegría inmerecida flotaba en el dormitorio; cuando se encontraba con jóvenes, le sorprendía comprobar que podía competir con ellos en ingenio y fortaleza física. De repente su vida tenía sentido y fundamento: había alcanzado la plenitud. En las nubladas tardes de marzo, cuando, con total familiaridad, Annie daba vueltas por su apartamento, volvían a inundarlo las confortables certezas de la juventud: éxtasis y pasión, lo mortal y lo eterno unidos en trágica e inmemorial yuxtaposición, y, perplejo, se descubrió paladeando exactamente la misma terminología que usaba en los amores juveniles. Pero era más considerado y solícito que cualquier amante más joven; y, a los ojos de Annie, parecía saberlo todo y ser capaz de abrirle las puertas de un mundo de oro puro.

— Primero iremos a Europa–dijo.

—Iremos muchas veces, ¿no? Pasaremos los inviernos en Italia y la primavera en París. —Pero, Annie, hay que trabajar.

— Bueno, pero pasaremos fuera todo el tiempo que podamos. No soporto Minneapolis. —No, no–aquellas palabras le habían molestado un poco-. Minneapolis no está mal. — Cuando estás tú–dijo Annie.

La señora Lorry se rindió ante lo inevitable. Aceptó a regañadientes el compromiso, con la única condición de que la boda no se celebrara hasta otoño.

—Cuánto tiempo–suspiró Annie.

— Soy tu madre, después de todo, y no te estoy pidiendo mucho.

Fue un invierno muy largo, incluso para una región de largos inviernos. Marzo fue un mes de vientos huracanados, y, cuando por fin parecía que el frío iba a ser derrotado, se sucedieron las ventiscas, desesperadas como todos los esfuerzos finales. La gente esperaba; había agotado su capacidad de resistencia, y el ser humano, como el clima, se limitaba a aguantar. Había menos cosas que hacer y el desasosiego general salía a la luz en el mal humor que presidía la vida cotidiana. Entonces, a principios de abril, con un largo suspiro se resquebrajó el hielo, la nieve se derritió y regó los campos, y floreció la primavera impaciente.

Un día, mientras paseaban en coche por una carretera enfangada, entre una brisa fresca y húmeda que arrastraba famélicas briznas de hierba, Annie empezó a llorar. A veces lloraba sin motivo, pero aquella vez Tom detuvo el coche y la abrazó.

— ¿Por qué lloras así? ¿No eres feliz?

— ¡No! ¡No es eso! — protestó Annie.

— Pero ayer también lloraste así. Y no quisiste decirme por qué. Tienes que contármelo todo. — Sólo es la primavera. Huele tan bien, y el aire trae tantos recuerdos y pensamientos tristes… — Es nuestra primavera, mi vida–dijo Tom-. Annie, ¿a qué estamos esperando? Casémonos en junio. — Se lo prometí a mi madre, pero, si quieres, podemos anunciar la boda en junio.

La primavera se dio prisa. Las aceras, que se habían anegado con el deshielo, se secaron, y los niños las recorrieron con sus patines y los chicos jugaron al béisbol en solares y descampados. Tom organizó exquisitas comidas campestres para los coetáneos de Annie y la animó a jugar al golf y al tenis con ellos. Y, de repente, con una triunfal pirueta final de la naturaleza, era verano.

Una preciosa tarde de mayo Tom cruzó el jardín de los Lorry y se sentó en el porche con la madre de Annie.

— Qué bien se está aquí–dijo-. He pensado que hoy, en vez de coger el coche, Annie y yo podríamos dar un paseo. Me gustaría enseñarle la casa donde nací.

— Está en Chambers Street, ¿no? Annie volverá enseguida. Ha ido a dar una vuelta después de cenar con algunos chicos.

— Sí, está en Chambers Street.

Tom miró el reloj con la esperanza de que Annie volviera antes de que oscureciera por completo. Eran las nueve menos cuarto. Frunció el entrecejo. Ya lo había tenido esperando la noche anterior; y la tarde anterior lo había tenido esperando una hora.

«Si yo tuviera veintiún años», se dijo, «montaría una escena y los dos sufriríamos».

Estuvo charlando con la señora Lorry. La agradable temperatura de la noche se unió a la lasitud crepuscular de sus cincuenta años y los ablandó a los dos, y, por primera vez desde que Tom empezó a mostrar interés por Annie, desapareció la hostilidad entre ellos. De vez en cuando caían en largos silencios, que sólo rompían el roce de una cerilla o el crujir de la mecedora de la señora Lorry. Cuando el señor Lorry llegó a casa, Tom, extrañado, tiró la colilla de su segundo cigarro y miró el reloj. Eran más de las diez.

— Annie tarda demasiado–dijo la señora Lorry.

— Espero que no haya pasado nada–dijo Tom, preocupado-. ¿Con quién está?

— Eran cuatro cuando se fueron. Randy Cambell y otra pareja. No me fijé en quiénes eran. Sólo iban a tomar un refresco.

— Espero que no hayan tenido ningún problema. Quizá… ¿Cree que debería ir a buscarla? — En estos tiempos a las diez no es tarde. Ya verá como…

Y, recordando que Tom Squires iba a casarse con Annie, y no a adoptarla, no añadió: «Ya se irá acostumbrando».

Su marido pidió disculpas y se acostó, y la conversación se hizo más forzada e insulsa. Cuando el reloj de la iglesia empezó a dar las once, los dos dejaron de hablar y escucharon las campanadas. Veinte minutos más tarde, en el instante en que Tom apagaba con impaciencia su último cigarro, un automóvil bajó la calle y frenó ante la casa.

Durante un instante nadie se movió ni en el porche ni en el automóvil. Y entonces Annie, con un sombrero en la mano, se apeó y cruzó el jardín deprísa. Desafiando la noche tranquila, el coche se alejó entre bufidos.

"¡Hola! — dijo-. ¡Lo siento! ¿Qué hora es? ¿Llego muy tarde?

Tom no contestó. La farola de la calle proyectaba una luz de color vino sobre la cara de Annie y ponía una sombra en el encendido rubor de sus mejillas. Tenía el vestido arrugado y el pelo ligera aunque significativamente revuelto. Pero fue el extraño cambio en la voz de Annie lo que le hizo sentir miedo a hablar, lo que le hizo apartar la vista.