— ¿Qué ha pasado? — preguntó con naturalidad la señora Lorry.
— Ah, un pinchazo y no sé qué problema con el motor… Y nos perdimos. ¿Es que es muy tarde?
Y entonces, mientras Annie les hablaba, de pie, frente a ellos, con el sombrero aún en la mano, con el pecho que subía y bajaba casi imperceptiblemente, y los ojos muy abiertos y brillantes, Tom se dio cuenta, aterrorizado, de que su madre y él eran dos personas de la misma edad que escuchaban a otra de una edad muy distinta. Hiciera lo que hiciera, siempre sería igual que la señora Lorry. Y, cuando la señora Lorry se disculpó para acostarse, Tom tuvo que reprimir unas ganas frenéticas de decir: "¿Pero por qué se va ahora, si llevamos toda la noche aquí sentados?».
Se quedaron solos. Annie se le acercó y le cogió la mano. Tom nunca había sido tan consciente de su belleza: tenía las manos húmedas de rocío.
— Has salido con ese chico, con Cambell–dijo.
— Sí, pero no te enfades. Me siento… Me siento tan nerviosa esta noche… — ¿Nerviosa?
Annie se sentó, casi lloriqueando.
— No lo puedo evitar. Por favor, no te enfades. Me pidió con tantas ganas que diéramos un paseo, y hacía una noche tan maravillosa, que salí un rato. Y nos pusimos a hablar y perdí la noción del tiempo. Yo sentía… Me daba tanta pena de él…
— ¿Y qué crees que sentía yo mientras? — se sintió ridículo, pero ya lo había dicho. — No seas así, Tom. Ya te he dicho que estaba muy nerviosa. Quiero acostarme. — Comprendo. Buenas noches, Annie. — Por favor, no seas así, Tom. ¿No puedes comprenderlo?
Lo comprendía, y ése era el problema. Con una cortés reverencia propia de otro tiempo, bajó los escalones y se fue, a la luz purificadera de la luna. Ya era una sombra entre las farolas, y enseguida sólo unos pasos que se alejaban por la calle.
IV
Durante todo aquel verano salió de paseo muchas noches. Le gustaba detenerse un momento frente a la casa donde había nacido y frente a la casa donde había pasado la niñez. En su camino acostumbrado había otros notables hitos de los años noventa, deformados habitáculos de placeres que habían desaparecido hacía mucho tiempo: los restos de las caballerizas de alquiler Jansen y la antigua pista de patinaje Nushka, donde todos los inviernos su padre giraba y giraba sobre la perfecta superficie de hielo.
— Es una lástima–murmuraba-. Una maldita lástima. También lo atraían las luces de cierta tienda, porque le parecía que allí estaba contenida la semilla de otra, más próxima, rama del pasado. Una vez entró y preguntó, como por casualidad, por una dependienta rubia, y se enteró de que se había casado y se había ido unos meses antes. Se informó del nombre y le mandó sin pensarlo dos veces un regalo de bodas «de un admirador desconocido», pues sentía que le debía
algo de su felicidad y su dolor. Había perdido la batalla contra la juventud y la primavera, y con su dolor redimía un pecado imperdonable y propio de su edad: negarse a morir. Pero no hubiera podido adentrarse desolado en la oscuridad sin haberse agotado un poco más; lo único que había querido, al fin y al cabo, era apaciguar su viejo y fuerte corazón. La lucha, la lucha en sí, valía más que la victoria o la derrota, y aquellos tres meses serían suyos para siempre.
Los barrios bajos
FUMIKO HAYASHI
Como el viento era frío, Ryo caminaba eligiendo el lado donde pegaba el sol. Caminaba con la mirada puesta en las casas pequeñas, de ser posible. Debido a que era alrededor de mediodía buscaba una casa en la que se le invitara a tomar una taza de té. A lo largo de un alero, al doblar una pared de madera que parecía pertenecer a una obra en construcción, espió al fondo de una pila de hierros herrumbrados y allí había un cobertizo con puerta de vidrio que permitía ver el chisporroteo de un fuego. Un hombre, que venía a sus espaldas en bicicleta, puso un pie en tierra y preguntó: —¿Dónde está la oficina de la delegación de Katsushika? — . Ryo no lo sabía y dijo: — Yo también estoy de paso… — ante lo que el hombre de la bicicleta se dirigió hacia el cobertizo y preguntó otra vez la misma cosa alzando la voz. Abriendo la puerta de vidrio, se asomó otro hombre que parecía un obrero con una toalla alrededor de la frente: — Saliendo a la calle de Yotsugi, si va por la nueva avenida hacia la estación, la encontrará–contestó.
El hombre de la toalla parecía de buen carácter, por lo que Ryo, dejando pasar la bicicleta, se acercó tímidamente y preguntó, en voz baja: —¿No necesita té de Shizuoka? — . En la oscura habitación de piso de tierra había un brasero quemando leña y encima una parrilla de hierro con una gran olla.
— ¿Té?
— Sí, es té de Shizuoka–sonriendo, Ryo puso rápidamente en el suelo su morral.
Sin decir palabra, el hombre de la toalla se dirigió hacia una banqueta que había en la habitación.
Ryo quería que aunque fuese sólo un momento la dejara acercarse al fuego que ardía vivamente y dijo tímidamente:
— He caminado largo tiempo y hace mucho frío. ¿No dejaría que me quedara un poco?
— ¡Por supuesto! Cierre allí y acérquese al fuego. — El hombre tenía la pequeña banqueta entre las piernas pero la retiró y se acercó a ella, sentándose sobre un cajón tambaleante.
Ryo colocó el morral en una esquina del cobertizo, y respetuosamente se sentó en cuclillas, calentándose las manos junto al fuego.
— Siéntese en la banqueta–dijo el hombre haciendo una seña con la barbilla y mirando a Ryo, que estaba del otro lado de las llamas con la cara sonrosada.
Ryo parecía no cuidar de sus ropas, pero sorprendentemente era atractiva y de facciones muy blancas. — ¿Es eso lo que usted hace? ¿Vender té de puerta en puerta? — preguntó el hombre.
El agua hirviendo de la olla silbó amistosamente. El techo estaba negro de humo y sobresalía visiblemente un gran altar de familia con una rama verde de sasaki (árbol sagrado del shintoísmo con el que se adornan templos y otros lugares de culto) como ofrenda. Debajo de la ventana colgaba un pizarrón y contra la pared se arrimaba un par de botas altas de goma llenas de agujeros.
— Me dijeron que éste era un buen vecindario y vine desde la mañana temprano. He vendido solamente un paquete y pensé regresar, pero quería comer mi almuerzo en algún lugar y caminaba buscándolo.
— Aquí puede comerlo, si quiere… El negocio es una cosa de suerte. Si en otra ocasión va a un lugar más habitado, posiblemente, sin esperarlo, logre muchas ventas. —El hombre sacó un envoltorio de papel de periódicos amarillentos que estaba en un estante que parecía ser un librero retorcido y, desenvolviéndolo, extrajo una rebanada de salmón. Quitó la olla de la parrilla y en su lugar colocó el filete, que comenzó a despedir un apetitoso olor.
— Bueno, ¿qué le parece si se sienta en el banco y disfruta de su almuerzo?
Ryo se levantó, extrajo de su morral el bento (pequeña caja, tradicionalmente de laca, en la que se lleva comida) envuelto en un furoshiki (especie de pañuelo de diferentes colores que los japoneses utilizan para envolver pequeños bultos)y se volvió a sentar.
— Vender algo no es divertido, ¿verdad? ¿A cuánto vende los cien monmé (medida de peso que ya casi no se usa (1 monme = 0,132 onzas)) -el hombre dio vuelta al pescado con la mano.
— A 120 o 130 yens, pero hay mucho desperdicio y si lo vendo caro nadie me lo compra.
— Así es. En las casas donde hay viejos quizá lo compren, pero es difícil donde hay gente joven.
— Ryo abrió su paquete con comida. Sobre un cocido negro de arroz con cebada había dos sardinas asadas y algunos encurtidos en pasta de soja.
— ¿Dónde vive? — preguntó el hombre.
— En Inarichó, Shitaya. Acabo de llegar a Tokio y todavía no distingo el Este del Oeste. — ¿Está alquilando un cuarto? — No, vivo en casa de unos amigos.