Ryo, apenas maquillada, llevaba un vestido azul de tela de kimono y un saco acolchado color té pálido. Se veía mucho más joven que de costumbre y quizá debido a sus ropas de estilo occidental, parecía una colegiala junto a Tsuruishí, alto y de anchos hombros.
— Ojalá no llueva–dijo él alzando con toda facilidad a Ryükichi y caminando entre la muchedumbre. Ryo llevaba bajo el brazo una gran bolsa con pan, bocadillos de arroz envuelto en algas y mandarinas. Fueron hasta Asakusa en metro y desde la tienda Matsuya caminaron hacia el Portal Niten, pasando juntó a una galería de pequeños negocios.
El distrito de Asakusa era muy distinto de lo que Ryo había supuesto y se desilusionó al pensar que ese pequeño templo de laca roja era la sede de la famosa Diosa de la Misericordia. Tsuruishi le explicó que antes había sido un enorme y altísimo templo, pero a ella le resultaba muy difícil imaginárselo. Ahora había solamente una multitud que se movía como las olas del mar y que se apretujaba rodeando el santuario. En la distancia se podía oír el invitador sonido melancólico de trompetas y saxofones. Un viento salvaje murmuraba y jadeaba al chocar contra las ramas, llenas de brotes, de los árboles ennegrecidos por el fuego de la guerra.
Pasando bajo el arco del mercado de ropa vieja, llegaron junto a las barracas de venta de comida que se atestaban alrededor del pequeño lago artificial. El ambiente estaba saturado con el olor a aceite hirviendo y el vapor que despedían las grandes ollas de oden (comida típica japonesa que se prepara con muchos ingredientes a modo de guiso) Ryükichi caminaba chupando un palillo de algodón de azúcar amarillo que le había comprado Tsuruishi a un vendedor ambulante.
Se podía decir que había sido un encuentro trivial, pero Ryo confiaba en Tsuruishi como si hubieran estado juntos diez años. Se sentía llena de energía. Los tres caminaban indolentes por una callejuela donde se alineaban cines y teatros. Los grandes edificios estaban llenos de carteles estilo americano que parecían apurarlos rugiendo sus propagandas.
— Bueno, parece que empezó a llover, después de todo
— dijo Tsuruishi levantando una mano. Ryo levantó la cara, recibiendo el impacto de las grandes gotas y pensando que la excursión estaba arruinada, pero los tres encontraron refugio en una pequeña casa de té que tenía en la entrada una lámpara de vidrio con la inscripción «MerryM.
Del techo colgaban unas extrañas flores artificiales que le daban al local un ambiente frío y desolado. Pidieron té negro y Ryo puso sobre la mesa el pan y los bocadillos de arroz con algas que traía. Tsuruishi no fumaba y muy pronto terminaron de comer, pero ahora llovía intensamente y al mirar a su alrededor se dieron cuenta de que el lugar estaba lleno de gente que buscaba refugio.
— ¿Qué podemos hacer? Llueve mucho y no parece que vaya a parar.
— Esperemos un rato. Si amaina la lluvia los acompañaré a casa.
Ryo se preguntó si las palabras de Tsuruishi significaban que los llevaría a donde ella vivía, pero eso no tenía sentido. Ocupaba un lugar en la casa de un conocido de su pueblo hasta que encontrara una habitación propia. Para dormir se tendía con su hijo en el pequeñísimo vestíbulo, así que a eso no se le podía llamar su casa. Ryo preferiría ir a donde vivía Tsuruishi, pero el cobertizo también era pequeño y no podrían descansar con comodidad.
Inclinándose para que Tsuruishi no la viera, Ryo sacó su billetera y contó el dinero que traía. Con él podían encontrar un lugar para refugiarse de la lluvia, algo así como un hotel.
— ¿No habrá algún hotel por aquí cerca? Al oírla, Tsuruishi hizo un gesto de extrañeza. Sin avergonzarse, Ryo le contó francamente lo que había pensado.
— Sinceramente no me gustaría regresar. Podemos ir al cine y después buscar una pequeña pensión, comer unos fideos y descansar un rato antes de despedirnos. ¿Le parece demasiado caro?
A Tsuruishi le gustó la idea. Se quitó el saco, lo puso sobre la cabeza de Ryükichi y los guió corriendo bajo la lluvia hasta un cine. Como era de esperarse, todas las butacas estaban ocupadas y tuvieron que ver la película de pie, muertos de cansancio. En algún momento el niño se quedó profundamente dormido apoyado contra Tsuruishi. Pasada una hora, salieron del cine y se pusieron a buscar un hotel bajo la torrencial lluvia, que golpeaba contra la tierra cantando como las hojas de un platanar al ser agitadas por el viento. Finalmente encontraron un pequeño ryokan (hotel tradicional japonés).
El dueño los llevó hasta una estrecha y desagradable habitación con los tatamis (estera de paja con la que se cubre el piso en las casas japonesas. Dado que tiene medidas estándar sirve también para calcular el tamaño de las habitaciones) echados a perder, al fondo de un corredor agujereado que crujía al caminar.
Ryo se quitó los calcetines empapados. El niño se dejó caer en un rincón y volvió a quedarse dormido. Tsuruishi le puso bajo la cabeza un sucio almohadón. Parecía no haber desagüe, porque el agua que caía del techo hacía el ruido de un torrente en la montaña.
Tsuruishi sacó un pañuelo amarillento y se puso a secar el cabello de Ryo. Como era un gesto inocente, ella se entregó a la amabilidad que demostraba. Arrullada por el ruido de la lluvia, un insignificante sentimiento de felicidad se metió en su pecho. Se preguntó por qué… La soledad de una mujer encerrada en sí misma durante largo tiempo se ponía a cantar como si fuera una flauta.
— ¿Se podrá comer en este lugar? —preguntó Tsuruishi.
— Iré a ver qué consigo —Ryo salió al corredor y le preguntó a una camarera vestida con ropas occidentales que traía el té. Había sopa de fideos chinos y ordenó dos platos.
Mientras tomaban té, se sentaron sin hablar durante un rato rodeando un brasero apagado. Tsuruishi estiró las piernas y se acostó junto al niño. Ryo se quedó mirando por la ventana el cielo nublado que se oscurecía lentamente.
—¿Cuántos años tienes? — preguntó repentinamente Tsuruishi. Ryo lo miró a la cara y se echó a reír. —Nunca he sabido calcular la edad de las mujeres. ¿Veintiséis o veintisiete? —Ya estoy vieja. Tengo treinta. —¿Eh? Tienes un año más que yo.
—¡No puedo creerlo! ¡Eres muy joven! Yo creí que también tenías treinta–dijo Ryo mirándole la cara con gesto de extrañeza.
Tsuruishi se contemplaba las piernas, que estaban sucias. Tenía cejas espesas y ojos de buena persona. Había enrojecido; después se quitó los calcetines. Ya era entrada la noche y la lluvia no cesaba. Se hizo tarde y las sopas llegaron heladas. Ryo sacudió a Ryükichi y le hizo comer una. Al niño se le cerraban los ojos.
Decidieron quedarse a pasar la noche y Tsuruishi fue a la oficina del hotel, pagó la cuenta y regresó con ropa de cama, que extrañamente estaba cuidadosamente doblada. Ryo extendió los colchones, con los que la habitación pareció encogerse. Le quitó la chaqueta a Ryükichi, lo llevó al baño y lo acostó.
— Deben de pensar que somos un matrimonio–dijo Tsuruishi.
— Supongo que sí. No me parece bien engañarlos–quizá porque estaba viendo el colchón, Ryo sintió una conmoción en el pecho y le pareció estar ofendiendo la memoria de su esposo. Quería pensar que, debido a la lluvia, no había más remedio que pasar la noche allí, pero en el fondo de su corazón ese razonamiento no la convencía.
A medianoche, había caído en una agradable somnolencia cuando la despertó la voz de Tsuruishi: — ¡Ryo! ¡Ryo!
Sorprendida, levantó la cabeza de la almohada y él, casi susurrando, le preguntó si podía ir junto a ella. El chaparrón había amainado y el agua que caía del alero se oía tenuemente.
— No, no creo que debas venir
— ¿Lo dices en serio?
— Sí, no está bien.
Tsuruishi lanzó un profundo suspiro.
— No te lo había preguntado, pero, ¿estás casado?
— Lo estuve.
— ¿Qué pasó con ella?
— Cuando volví de la guerra estaba viviendo con otro hombre. — Te habrás enojado mucho…