— Bueno, sí. En realidad me enojé. Pero no había nada que pudiera hacer. Me abandonó y eso fue todo. — Sí, pero de todos modos pudiste superarlo. Tsuruishi se quedó callado nuevamente. — Hablemos de algo–dio Ryo.
— No tenemos muchos temas de conversación… Este…La sopa estaba muy mala ¿verdad? — Sí, es cierto. Cien yens por plato es caro. Tsuruishi cambió de tema: — ¡Qué bueno sería que consiguieras tu propio cuarto para vivir!
— Sí, ¿no habrá alguno que se rente cerca de tu casa? Me gustaría mudarme para estar cerca de tí. — Pues, no sé de ninguno, pero apenas haya algo te avisaré… Eres una persona maravillosa, Ryo. — ¿Eh? ¿Por qué lo dices?
— Realmente eres maravillosa. Se dice que las mujeres no tienen moral, pero… — Ryo permaneció en silencio. Repentinamente tenía deseos de abrazarlo. Suspiró penosa y entrecortadamente para que él no se diera cuenta. Sentía las axilas hirviendo. Un camión madrugador pasó por la calle haciendo temblar todo el edificio.
— ¡Esos que hacen la guerra convierten al hombre en un insecto! Han estado haciendo cosas de locos con la mayor seriedad. Yo mismo terminé como soldado de segunda, pero bien que me vapulearon. ¡Sería terrible que se repitiera!
— Tsuruishi, ¿dónde viven tus padres? — preguntó Ryo.
— En el campo…
— SÍ, pero ¿dónde?
— En Shizuoka.
— ¿Y qué hace tu hermana?
— Lo mismo que tú. Está sola y tiene que criar a dos niños. Trabaja con una máquina de coser, haciendo ropa. Su esposo murió al comienzo de la guerra, en China. — Tsuruishi parecía haberse tranquilizado pues su voz estaba en calma.
Ryo, al ver las primeras luces del amanecer, lamentó que la noche terminara. En el fondo deploraba también que Tsuruishi se hubiera conformado tan fácilmente, aunque debía aceptar que era lo mejor para los dos. Si hubiese sido un hombre que no le importara, posiblemente no le habría costado entregarse.
Tsuruishi ya no le preguntó nada acerca de su esposo.
— Ryo, no puedo dormir. Creo que lo que pasa es que no estoy acostumbrado.
— ¿Acostumbrado a qué?
— A dormir con una mujer en la misma habitación.
— Oh, no me digas que no te acuestas con mujeres de vez en cuando.
— Bueno, soy hombre. Pero lo hago sólo con profesionales.
— ¡Qué privilegiados son los hombres! — Ryo lo dijo sin pensar, y antes de que pudiera darse cuenta, Tsuruishi se había levantado súbitamente y estaba a su lado, inclinando su pesada figura sobre ella.
El hombre estaba sobre las cobijas y su peso aplastaba a Ryo, entregada indefensa a su pasión. En silencio, con los ojos clavados en la penumbra, soportaba el dolor que le causaba la negra cabeza de Tsuruishi apoyada sobre su mejilla; detrás de sus párpados nacía un arco iris de luces multicolores. Los labios calientes del hombre se pegaban, deformes, cerca de su nariz.
— Ryo… Ryo…
Ella estiró las piernas. Los oídos le zumbaban.
— Está mal, tú lo sabes. Cuando pienso en mi esposo… — murmuró. Sin embargo, casi inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho. Tsuruishi permaneció en la misma extraña posición, encima de las cobijas, sin hablar. Con la cabeza inclinada, como postrado en oración ante un dios. Ryo dudó durante un momento y después abrazó con todas sus fuerzas el cuello tibio del hombre.
Dos días después, llevando a su hijo, Ryo partió alegremente hacia la casa de Tsuruishi, que siempre los esperaba parado frente a la puerta de vidrio de su cobertizo con la toalla alrededor de su cabeza. Pero hoy no se veía por ninguna parte.
Ryo sintió una extraña sensación y mandó a Ryükichi corriendo adelante. — ¡Hay unas personas que no conozco! —volvió diciendo el niño.
Asustada, Ryo se acercó al cobertizo y vio a dos hombres jóvenes arreglando la cama de Tsuruishi. — ¿Qué desea, señora? — preguntó volviéndose un hombre de ojos pequeños. — ¿No está Tsuruishi? — Tsuruishi murió anoche.
— ¿Qué? — Ryo no pudo pronunciar otra palabra. Había notado una llama ardiendo en el ennegrecido altar familiar pero no se había dado cuenta de su terrible significado. Tsuruishi había ido en un camión cargado con material de hierro hasta Omiya y al regreso habían caído desde un puente al río, muriendo él y el conductor. Hoy irían su hermana y alguien de la Compañía a Omiya para la cremación del cadáver.
Ryo seguía sin habla. Veía como en sueños a los dos hombres que continuaban arreglando las cosas de Tsuruishi. Sobre el estante estaban las dos bolsas de té que él le había comprado el primer día. Una de ellas estaba doblada por la mitad.
— Señora, ¿era usted amiga de Tsuruishi?
— Sí, lo conocía un poco.
— Era una buena persona. No tenía ninguna necesidad de ir hasta Omiya. Fue solamente para ayudar al conductor a descargar el camión y salieron después de mediodía. ¡Haberse salvado de Siberia y venir a morir de esta manera! ¡Eso sí es
mala suerte! — el más gordo de los dos hombres despegó la foto de Isuzu Yamada y le quitó, soplando, el polvo, acumulado.
Ryo seguía inmovilizada. El brasero, la olla y las botas de goma seguían igual; nada había cambiado en la habitación. Al mirar hacia el pizarrón notó que había un mensaje escrito con letra desmañada en tiza roja: «Ryo, te esperé hasta las dos de la tarde».
Tomó la mano de su hijo, se puso la pesada mochila a la espalda y al doblar la cerca de madera, repentinamente, comenzaron a brotar lágrimas ardientes.
— Mamá, ¿se murió ese señor?
— Dicen que se cayó al río–Ryo lloraba al caminar. Lloraba tanto que le dolían los ojos.
Eran las dos de la tarde cuando Ryo y Ryükichi salieron en dirección a Asakusa. Caminaron hasta un puente arqueado y desde allí, a lo largo del río, hacia Shirahigé, Ryo miraba el agua azul y negra y se preguntó si no sería el río Sumida.
Esa mañana de Asakusa, Tsuruishi le había dicho que no se preocupara si quedaba embarazada, que él se encargaría de todo, que todos los meses le pasaría dos mil yens. Mientras chupaba un lápiz, escribió en una pequeña libreta la dirección de Ryo. Antes de despedirse, le compró a Ryükichi en una tienda especializada en artículos occidentales una gorra de béisbol con su nombre escrito en ella. Después, los tres caminaron sin rumbo fijo, sorteando los charcos dejados por la lluvia junto a la vía del tren. Finalmente, buscaron una lechería y Tsuruishi ordenó para cada uno un gran vaso de leche.
Lo recordaba todo caminando contra el viento a la orilla del río. Cerca de Shirahigé había una pequeña bandada de aves acuáticas y sobre la corriente negra y azul iban y venían las barcazas de carga. Ryo recordaba con mayor claridad la cara oscura de Tsuruishi que la de su propio esposo en Siberia.
— Mamá, cómprame un libro de cuentos–pidió Ryükichi.
— Más tarde–contestó ella-, más tarde.
— Pero mamá, recién pasamos por un lugar donde había muchos cuentos, ¿no viste?
Volvió sobre sus pasos; le daba lo mismo ir a uno u otro lado. Nunca había pensado que se encontraría más de una vez con Tsuruishi.
— Mamá, tengo hambre–Ryükichi, exasperado y con su bonita gorra blanca de béisbol con letras rojas le estaba haciendo un escándalo. Pasaban frente a un grupo de casas que parecían baratas, frente al río, y Ryo sintió envidia de los dueños. En un segundo piso había un colchón puesto a secar al sol y, al verlo, abrió la puerta de la casa.
— ¡Té de Shizuoka! ¡Té de la mejor calidad! — gritó con su voz más atractiva.
No hubo respuesta y llamó nuevamente. Desde lo alto de una escalera que había al frente de la casa se oyó la voz cortante de una mujer joven negándose a comprar nada.
Ryo siguió casa por casa, pacientemente, ofreciendo su té, pero nadie le pedía que dejara su cargamento en el suelo.
Protestando, su hijo la seguía a cierta distancia. Para olvidar su amargura, y aunque nadie le compraba, continuaba ofreciendo su mercancía, pensando que eso era preferible a pedir limosna. La pesada mochila le había insensibilizado los hombros y se puso dos pañuelos para protegerlos.