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Al día siguiente, Ryo dejó a Ryükichi en su casa y fue nuevamente a Yotsugi. Quizá debido a que no llevaba a su hijo, podía pensar más profundamente y con mayor libertad en todo lo que había pasado. Al doblar la cerca de madera, inesperadamente, se encontró con que en el pequeño cobertizo brillaba un fuego. Llena de nostalgia, se acercó a la puerta de vidrio con su mochila a la espalda. Un viejo con una chaqueta corta de trabajo estaba quemando leña en el brasero. El humo salía en grandes nubes por una pequeña ventana.

—¿Qué desea? —el viejo se volvió hacía ella, ahogado por el humo. —Vine a vender té.

—¿Té? Tengo mucho y de buena calidad.

Ryo apartó la mano de la puerta y se alejó del lugar sin pronunciar palabra. Había intentado entrar al cobertizo pero ya no tenía sentido. También pensó preguntarle al viejo la dirección de la hermana de Tsuruishi y ofrecer una vara de incienso a su memoria, pero se arrepintió. Eso tampoco tenía sentido. Ahora todo le causaba tristeza, y por alguna extraña asociación de ideas sintió que si nacía un hijo de Tsuruishi la vida del niño tampoco tendría sentido. Y si en algún momento volvía su esposo de Síbería ella misma no tendría otra salida más que la muerte…

De todos modos, a su alrededor brillaba el sol y en ambas márgenes del río, donde el agua no llegaba, crecía un pasto verde que se le metía en los ojos, haciéndolos arder. No le remordía la conciencia. Ni por un momento había sentido que conocer aTsuruishi era algo malo. Había venido a Tokio pensando que si la venta de té no tenía éxito volvería a su pueblo natal, pero ahora, para bien o para mal, prefería Tokio. Aunque muriera al borde del camino, como un pordiosero, era mejor que fuera en Tokio.

Ryo se sentó sobre el pasto verde del río. Enfrente de sus ojos junto a unos fragmentos de concreto, yacía boca arriba un pequeño gato muerto. Se levantó enseguida, se puso la mochila a la espalda y caminó en dirección a la estación de trenes. Al entrar a una bulliciosa callejuela lateral llamó su atención una casa miserable hecha de tablas con una puerta de vidrio.

— ¡Té de Shizuoka! ¿Alguien quiere té de Shizuoka? — gritó acercándose. Abrió la puerta y vio a dos o tres mujeres que se dedicaban a coser calcetines y camisas y que volvieron la cabeza al entrar ella.

— ¿Té? ¿Cuánto cuesta? ¡Debe ser caro! Espere un momento que voy a buscar la bolsa —una de las mujeres, de frágil apariencia, desapareció en la habitación contigua.

Son mujeres como yo, pensó Ryo, mientras observaba el afiebrado trabajo. Cada tanto sus agujas brillaban al chocar con el sol.

Después de la conferencia

TOMÁS KÓBOR

El acto se realizó en la gran sala de recibo. Con los sillones revestidos de seda y las sillas tapizadas de cuero se formaron tres hileras, como en la platea de un teatro. Al frente, entre las dos ventanas, se ubicó la mesa, y sobre ésta, además de una lámpara que proyectaba la luz de cien bujías, los tradicionales candelabros que servían de adorno.

La dueña de la casa era el centro de la reunión. Ostentando su belleza, con dulce sonrisa y un poco emocionada ante los calurosos aplausos de los presentes tomó asiento, comenzando, con el silenciar de aquéllos, la lectura de su conferencia sobre «Las corrientes artísticas modernas».

El trabajo se refería a las artes en generaclass="underline" escultura, pintura, poesía, teatro…, y todo estaba relacionado armónicamente, como un desfilar de hadas que al pasar frente al auditorio daban a conocer las características de las corrientes artísticas ¿e la época que ellas encarnaban.

El escritor Sebastián Csillag se encontraba presente y la disertaste, en una digresión elocuente de su coherencia, se refirió a la decisiva influencia que el afamado autor ejercía sobre la novela, género a cuyo mejoramiento había contribuido de manera extraordinaria.

Los asistentes subrayaron la referencia con un cerrado aplauso, y dos jóvenes damas miraron al literato con ojos vivaces y dulce sonrisa, en tanto que el gran escritor, quitándose los tetes empañados y fijando en ellos la vista, los limpiaba con el pañuelo. Junto a él se hallaba sentado el esposo de la culta y simpática dueña de casa, y el autor le estrechó la mano, no sin notar que el otro mostraba bajo su bigote una burlona sonrisa.

El acto intelectual se prolongó una hora y, a su término, los caballeros, poniéndose de pie, aplaudieron entusiastamente a la dama, mientras que las señoras se acercaban a ella en grupo, agobiándola con abrazos y besos. Luego de las felicitaciones, la hermosa conferenciante dijo, carraspeando un poco, que no se hallaba muy satisfecha de su desempeño, porque estaba algo afónica y no había podido dar a su discurso la índole compleja del tema.

Como era lógico, todos afirmaron que no habían notado semejante defecto; por el contrario, dijeron que jamás habían escuchado conferencia alguna con tan religiosa atención.

El literato a quien la disertante había elogiado se acercó, algo vacilante, como hombre de poco mundo, para felicitarla.

— ¡Oh! — dijo la dama-, no creo que mi labor lo haya satisfecho. Usted está habituado a trabajos mucho mejores. Me siento ante usted como una escolar que recita su lección.

— Si es así, ha dado usted una lección que me ha servido enormemente. Palabra de honor que antes de oírla no conocía yo ni la décima parte de lo que ahora sé.

— ¡Por Dios, qué manera de hacerse el hipócrita! Sé muy bien que usted conoce al detalle toda la literatura mundial.

— Tal vez, señora, pero le digo sinceramente que de literatura clásica sólo conozco a Boccaccio y de la literatura extranjera no recuerdo más que el óleo llamado El entierro del cazador.

La bella dama rió, apartándose enseguida del novelista para atender a sus invitados. Estos fueron al comedor, donde se les sirvió un lunch. En una de sus idas y venidas, la dueña de casa tomó del brazo al escritor y lo llevó hasta el balcón, entablándose el diálogo que sigue:

— Ahora siéntese a mi lado–dijo ella–y renuncie a toda actitud de defensa, porque estoy resuelta a no dejarlo escapar. Me dirá sinceramente lo que piensa de mi disertación.

— Le repito–arguyó el escritor–que usted me dio la oportunidad de conocer cosas que ignoraba.

— Despréndase usted de cortesías; lo que le pido es su crítica; que me indique los defectos de mí labor.

— Si eso hiciera, usted me pondría de patitas en la calle.

— ¡Ah! Cree usted que soy una pequeña o me confunde con una actriz… No; yo me dedico a las letras y a su estudio con natural entusiasmo y no por vanidad. Por lo tanto puedo aguantar toda crítica… ¡Créamelo usted!

— Perdone entonces, si le hago una pregunta. ¿No tiene mejor cosa que hacer que dedicarse con entusiasmo a las letras?

— Entiendo —dijo la señora amargamente—; quiere usted significar que debo dedicarme a la cocina… Voy a tranquilizarlo: la cocinera no se aprovecha de un centavo, porque yo me cuido para que no lo haga.

— Perdone, señora, no quise ofenderla–replicó el escritor con amabilidad-; no me refería a la cocina. Quedamos, pues, sin halago, en que la conferencia fue realmente maravillosa.

— Ahora, ya me doy cuenta de que usted tiene algo que decir… sobre mí, sobre mi persona. Si es así, no vacile en hacerlo; me hará usted un favor muy señalado.

— Pues bien, sí. Algo tengo que decirle y es que la compadezco.

— ¿Me compadece usted? — contestó la dama, sorprendida.

— Así es, en efecto.

— ¿Por qué razón?

—Realmente, ya que usted me obligó a declarar mi compasión, sería injusto que me negara a explicarle el motivo de ella. Vea, señora, en tanto usted estaba embebida en la lectura de sus cuartillas, yo la miraba con sumo interés. Observaba que usted es bella, extraordinariamente bella; que usted es fuerte, joven, sana, pictórica de vida. Hice un cálculo sobre el tiempo que le demandó la preparación de conferencia tan notable y de tanto contenido; el que empleó para la consulta de los libros, en observar todos esos cuadros, todas esas esculturas; en obtener todos esos conocimientos estéticos e históricos que nos mostró. Y al hacer la adición, perdóneme usted, señora, mi corazón sintió una opresión, porque pensé: «Dios mío, estas personas que escuchan la conferencia ignoran que realmente lo que oyen es el epitafio de una juventud muerta».