—No, no… se engaña usted.
—Si no tuviera buen conocimiento de la psicología propia de este momento, guardaría silencio. Mas no hay dolor en su esencia más delicioso, nada que en definitiva nos vuelva más felices, que el ver de qué manera nos enseñan a conocci nuestra alma, sin haberla exhibido a nuestro maestro. Querida señora: no dude de que entiendo su culto intelectual y la compadezco y respeto. Si bien se admite que ésa es la manera más noble del adulterio.
—¡Ah, señor, eso ya es demasiado…!
—No interprete usted mal mis palabras; las repito y las reafirmo. En efecto, su afición a las letras es un adulterio, el más noble, el más limpio, pero siempre será adulterio. Señora, antes de tener el placer de oírla, eché una ojeada a su
mansión. El gusto más delicado domina en ella, pero, no se enoje usted, con sinceridad me parece que vivir aquí ha de resultar muy poco agradable.
—¿En verdad, no viviría usted en esta casa?
—Esto no es lo más parecido a un hogar. He observado en derredor buscando comodidades y no las he hallado. En el salón, las sillas son tan pequeñas, que resulta incómodo sentarse en ellas; las del comedor son asimismo estrechas e incómodas: sobre el diván uno no podría recostarse sin ajarlo lastimosamente. En ningún sirio hay signos de esa comodidad que es tan indispensable para el morador permanente. Le repito, perdóneme, mas yo estuve buscando algún lugar propicio para la confidencia, y no lo he hallado. Esta casa es lo suficientemente grande como para albergar a un núcleo de amigos; pero muy chica para una pareja.
— Yo me llevo bien con mi esposo…
— Lo sé; estuve un momento en el despacho de su marido. Sobre el escritorio, enmarcada en bronce, hay una fotografía de los dos; usted, vestida de novia; él, de frac. ¡Qué pareja ideal! Mas en los anaqueles no hay un solo libro de los que usted suele leer. En todo el despacho no he encontrado los testimonios del delicado gusto femenino que observé en los otros cuartos. Ahora, no hay duda: si usted leyera en ocasiones junto con su esposo, habría allí algún sillón apropiado.
— ¡Es verdad!… — admitió ella, con voz apagada.
— El despacho de su esposo es el de un soltero; el gabinete suyo, el de una culta señorita, de depurado gusto. Se han unido ustedes para toda la existencia; pero no recuerdan que están casados.
— ¿Quién es el responsable? —preguntó la dama.
— No lo sé–contestó el escritor-. Mas, en su caso, es el proceso característico de todos los dramas conyugales: el marido, que no interfiere nunca en el camino de su mujer, y la esposa, que no halla jamás en su nido al esposo. Ni el uno ni la otra tienen razones de queja; ni el uno ni la otra están desilusionados; viven juntos plácidamente, en paz y amistad, hasta que aparece él, el verdadero; y la esposa, luego de luchar terriblemente, da el primer paso… hacia el precipicio.
— ¿Y cree usted?…
— No, usted no traiciona a su esposo. Estoy seguro. Usted se defiende contra eso ignorándolo. Lee ávidamente los libros, admira los cuadros, prepara discursos. Cumple activamente con el culto de la belleza: le ha entregado usted su alma. Pero recuerde que su alma sería de su esposo si ella le fuese indispensable a él. Y esto también es un adulterio.
— ¡Hemos terminado!… — interrumpió la señora levantándose-. Señor, es usted terrible… Me causa miedo… Mas tenga en cuenta que ni una sola de sus palabras tiene la menor explicación.
Y alejándose, se volvió, bruscamente, para decir:
— ¡Gracias! ¡Muchas gracias!
Enseguida, avanzando presurosa entre los invitados que toman el té, entre charlas y risas, la disertante se inclina rápidamente hacia su esposo, que en ese momento tiene la taza sobre sus rodillas, y en presencia de todos lo besa impetuosamente.
El esposo, azorado por la sorpresa, alza los ojos y, sosteniendo con ambas manos el plato, le dice gravemente:
— ¡Mujer, que me tiras la taza!…
Mujeres de ojos grandes
ÁNGELES MASTRETTA
A la tía Mariana le costaba mucho trabajo entender lo que le había hecho la vida. Decía la vida para darle algún nombre al montón de casualidades que la habían colocado poco a poco, aunque la suma se presentara como una tragedia fulminante, en las condiciones de postración con las cuales tenía que lidiar cada mañana.
Para todo el mundo, incluida su madre, casi todas sus amigas, y todas las amigas de su madre–ya no digamos su suegra, sus cuñadas, los miembros del Club Rotarlo, Monseñor Figueroa y hasta el presidente municipal-, ella era una mujer con suerte. Se había casado con un hombre de bien, empeñado en el bien común, depositario del noventa por ciento de los planes modernizadores y las actividades de solidaridad social con los que contaba la sociedad poblana de los años cuarenta. Era la célebre esposa de un hombre célebre, la sonriente compañera de un prócer, la más querida y respetada de todas las mujeres que iban a misa los domingos. De remate, su marido era guapo como Maximiliano de Habsburgo, elegante como el príncipe Felipe, generoso como San Francisco y prudente como el provincial de los jesuítas. Por si fuera poco, era rico, como los hacendados de antes y buen inversionista, como los libaneses de ahora.
Estaba la situación de la tía Mariana como para vivir agradecida y feliz todos los días de su vida. Y nunca hubiera sido de otro modo si, como sólo ella sabía, no se le hubiera cruzado la inmensa pena de avizorar la dicha. Sólo a ella le podía haber ocurrido semejante idiotez. Tan en paz que se había propuesto vivir, ¿por qué tuvo que dejarse cruzar por la guerra? Nunca acabaría de arrepentirse, como si uno pudiera arrepentirse de lo que no elige. Porque la verdad es que a ella el torbellino se le metió hasta el fondo como entran por toda la casa los olores que salen de la cocina, como la imprevisible punzada con que aparece y se queda un dolor de muela. Y se enamoró, se enamoró, se enamoró.
De la noche a la mañana perdió la suave tranquilidad con que despertaba para vestir a los niños y dejarse desvestir por su marido. Perdió la lenta lujuria con que bebía su jugo de naranja y el deleite que le provocaba sentarse a planear el menú de la comida durante media hora de cada día. Perdió la paciencia con que escuchaba a su impertinente cuñada, las ganas de hacer pasteles toda una tarde, la habilidad para fundirse sonriente en la tediosa parejura de las cenas familiares. Perdió la paz que había mecido sus barrigas de embarazada y el sueño caliente y generoso que le tomaba el cuerpo por las noches. Perdió la voz discreta y los silencios de éxtasis con que rodeaba las opiniones y los planes de su marido.
En cambio, adquirió una terrible habilidad para olvidarlo todo, desde las llaves hasta los nombres. Se volvió distraída como una alumna sorda y anuente como los mal aconsejados por la indiferencia. Nada más tenía una pasión. ¡Ella, que se dijo hecha para las causas menores, que apostó a no tener que solucionar más deseos que los ajenos, que gozaba sin ruido con las plantas y la pecera, los calcetines sin doblar y los cajones ordenados!
Vivía de pronto en el caos que se deriva de la excitación permanente, en el palabrerío que esconde un miedo enorme, saltando del júbilo a la desdicha con la obsesión enfebrecida de quienes están poseídos por una sola causa. Se preguntaba todo el tiempo cómo había podido pasarle aquello. No podía creer que el recién conocido cuerpo de un hombre que nunca previo, la tuviera en ese estado de confusión.