— Lo odio–decía y tras decirlo se entregaba al cuidado febril de sus uñas y su pelo, a los ejercicios para hacer cintura y a quitarse los vellos de las piernas, uno por uno, con unas pinzas para depilar cejas. Se compró la ropa inferior más tersa que haya dado seda alguna, y sorprendió a su marido con una colección de pantaletas brillantes, ¡ella que se había pasado la vida hablando de las virtudes del algodón!
— Quién me lo iba a decir–murmuraba, caminando por el jardín, o mientras intentaba regar las plantas del corredor. Por primera vez en su vida, se había acabado el dineral que su marido le ponía cada mes en la caja fuerte de su ropero. Se había comprado tres vestidos en una misma semana, cuando ella estrenaba uno al mes para no molestar con ostentaciones. Y había ido al joyero por la cadena larga de oro torcido cuyo precio le parecía un escándalo.
— Estoy loca–se decía, usando el calificativo que usó siempre para descalificar a quienes no estaban de acuerdo con ella. Y es que ella no estaba de acuerdo con ella. ¿A quién se le ocurría enamorarse? ¡Qué insensatez! Sin embargo se dejaba ir por el precipicio insensato de necesitar a alguien. Porque tenía una insobornable necesidad de aquel señor que, al contrario de su marido, hablaba muy poco, no explicaba su silencio y tenía unas manos insustituibles. Sólo por ellas valía la pena arriesgarse todos los días a estar muerta. Porque muerta iba a estar si se sabía su desvarío. Aunque su marido fuera bueno con ella como lo era con todo el mundo, nada la salvaría de enfrentarse al linchamiento colectivo. Viva la quemarían en el atrio de la catedral o en el zócalo todos los adoradores de su adorable marido.
Cuando llegaba a esta conclusión, detenía los ojos en el infinito y poco a poco iba sintiendo cómo la culpa se le salía del cuerpo y le dejaba el sitio a un miedo enorme. A veces pasaba horas presa de la quemazón que la destruiría, oyendo hasta las voces de sus amigas llamarla «puta» y «mal agradecida». Luego, como si hubiera tenido una premonición celestial, abría una sonrisa por en medio de su cara llena de lágrimas y se llenaba los brazos de pulseras y el cuello de perfumes, antes de ir a esconderse en la dicha que no se le gastaba todavía.
Era un hombre suave y silencioso el amante de la tía Mariana. La iba queriendo sin prisa y sin órdenes, como si fueran iguales. Luego pedía:
— Cuéntame algo.
Entonces la tía Mariana le contaba las gripas de los niños, los menús, sus olvidos y, con toda precisión, cada una de las cosas que le habían pasado desde su último encuentro. Lo hacía reír hasta que todo su cuerpo recuperaba el jolgorio de los veinte años.
— Con razón sueño que me queman a media calle. Me lo he de merecer–murmuraba para sí la tía Mariana, sacudiéndose la paja de un establo en Chipilo. El refrigerador de su casa estaba siempre surtido con los quesos que ella iba a buscar a aquel pueblo, lleno de moscas y campesinos güeros que descendían de los primeros italianos sembradores de algo en México. A veces pensaba que su abuelo hubiera aprobado su proclividad por un hombre que, como él, podría haber nacido en las montañas del Píamente. Hacía el regreso, todavía con luz, en su auto rojo despojado de chófer.
Una tarde, al volver, la rebasó el Mercedes Benz de su marido. Era el único Mercedes que había en Puebla y ella estuvo segura de haber visto dos cabezas cuando lo miró pasar. Pero cuando quedó colocado delante de su coche, lo único que vio fue la honrada cabeza de su marido volviendo a solas del rancho en Matamoros.
— De qué color tendré la conciencia–dijo para sí la tía Mariana y siguió el coche de su marido por la carretera.
Viajaron un coche adelante y otro atrás todo el camino, hasta llegar a la entrada de la ciudad, en donde uno dio vuelta a la derecha y la otra a la izquierda, sacando la mano por la ventanilla para decirse adiós en el mutuo acuerdo de que a las siete de la tarde todavía cada quien tenía deberes por separado.
La ría Mariana pensó que sus hijos estarían a punto de pedir la merienda y que ella nunca los dejaba solos a esas horas. Sin embargo, la culpa le había caído de golpe pensando en su marido trabajador, capaz de pasar el día solo entre los
sembradíos de melón y jitomate que visitaba los jueves hasta Matamoros, para después volver a la tienda y al club Rotario, sin permitirse la más mínima tregua. Decidió dar la vuelta y alcanzarlo en ese momento, para contarle la maldad que le tenía tomado el corazón. Eso hizo. En dos minutos dio con el tranquilo paso del Mercedes dentro del cual reinaba la cabeza elegante de su marido. Le temblaban las manos y tenía la punta de una lágrima en cada ojo, acercó su coche al de su esposo sintiendo que ponía el último esfuerzo de su vida en la mano que agitaba llamándolo. Su gesto entero imploraba perdón antes de haber abierto la boca. Entonces vio la hermosa cabeza de una mujer recostada sobre el asiento muy cerca de las piernas de su marido. Y por primera vez en mucho tiempo sintió alivio, cambió la pena por sorpresa y después la sorpresa por paz.
Durante años, la ciudad habló de la dulzura con que la tía Natalia había sobrellevado el romance de su marido con Amelia Berumen. Lo que nadie pudo entender nunca fue cómo ni siquiera durante esos meses de pena ella interrumpió su absurda costumbre de ir hasta Chipilo a comprar los quesos de la semana.
La cita
GUY DE MAUPASSANT
Con el sombrero puesto, el abrigo sobre los hombros, la cara cubierta casi totalmente por un velo negro y otro en el bolsillo para echarlo sobre el primero en cuanto subiera al coche culpable, golpeaba con la extremidad de su sombrilla
la punta de su bota, y permanecía sentada en su aposento, sin poder decidirse a salir para ir a aquella cita.
¡Cuántas veces, sin embargo, en el transcurso de dos años, se había vestido de igual modo para reunirse al hermoso vizconde de Martelet, su amante, en su habitación de soltero, mientras su marido, un agente de cambio muy mundano, estaba en la Bolsa!
Tras de ella el reloj contaba rápidamente los segundos; un libro, a medio cortar, estaba abierto sobre el escritorio de palo rosa, colocado entre dos balcones, y un fuerte perfume de violeta, desprendiéndose de dos pequeños ramilletes que se bañaban en dos elegantes floreros de Sajonia puestos encima de la chimenea, confundíase con un vago olor de verbena que penetraba solapadamente por la puerta del gabinete tocador, que había quedado entreabierta.
Dio la hora–las tres-, y se levantó. Volvióse para mirar la esfera, luego sonrió, pensando: «Ya me aguarda. Se enfurecerá». Y salió, diciendo al ayuda de cámara que estaría de regreso dentro de una hora a lo sumo–una mentira-; y bajando la escalera, se aventuró por la calle a pie.
Corrían los últimos días de mayo, esa deliciosa estación en que la primavera del campo parece poner sitio a París y conquistarle por los tejados, invadiendo las calles a través de las paredes, haciendo florecer la ciudad, esparciendo una inmensa alegría por las fachadas de piedra, el asfalto de las aceras y el empedrado de las calles, bañándola, embriagándola con la savia de un verde bosque.
La señora de Haggan dio algunos pasos hacia la derecha con intención de seguir, como siempre, por toda la calle de Provenza, en donde tomaría un coche; pero la suavidad del aire, esa emoción del estío que algunos días nos invade la garganta, la envolvió tan bruscamente, que, cambiando de idea, siguió andando por la calle de la Calzada de Anrín, sin saber por qué, atraída vagamente por el deseo de ver árboles en la plaza de la Trinidad. «Me esperará diez minutos más»,
se decía. Esa idea regocijábala de nuevo, y caminando despacito, a través de la muchedumbre, creía estarle viendo impacientarse, mirar la hora, abrir el balcón, escuchar a la puerta, sentarse unos instantes, volverse a levantar y, no atreviéndose a fumar ni un solo cigarro (porque ella se lo tenía prohibido los días de cita), dirigir hacía la caja de tabaco desesperadas ojeadas.