¡Naturalmente! Aquel era un diplomático; había andado por esos mundos, viviendo en todas partes, desnudando y volviendo a vestir, sin duda, a muchísimas mujeres engalanadas con arreglo a todas las modas de la Tierra.
El reloj de la iglesia anunció los tres cuartos. Ella se levantó, miró la esfera y echóse a reír, diciendo: "¡Oh, qué inquieto estará!»; y andando rápidamente, se ausentó del jardín.
No habría dado seis pasos en la plaza, cuando de pronto se encontró delante de un caballero que la saludó profundamente.
— ¡Toma! ¿Es usted, barón? — dijo, sorprendida. Acababa precisamente de pensar en él. — Yo mismo, señora.
Se informó de su salud; y después de unas cuantas frases vagas, añadió:
— Sepa usted que es la única —¿permite usted que diga la única de mis amigas, no es verdad?— que aún no ha visitado mis colecciones japonesas.
— Pero, querido barón, una mujer no puede ir así como así a casa de un hombre soltero.
— ¿Cómo? ¿Cómo? ¡Eso es un error, cuando se trata de conocer una colección raraf–De todos modos, no puede ir sola.
— ¿Y por qué no? He recibido muchas visitas de mujeres solas para ver mi galería. A diario las recibo. ¿Quiere usted que se las nombre?… Pero no, no lo haré. Se ha de ser discreto hasta cuando no hay culpa. En principio, no es inconveniente entrar en casa de un hombre serio, conocido, que ocupa cierta posición, sino cuando se va por una causa inconfesable.
— En el fondo, es bastante justo lo que está usted diciendo.
— Siendo así, ¿irá usted a ver mi colección?
— ¿Cuándo?
— Ahora mismo.
— Imposible; llevo prisa.
— ¡Vamos, señora! Ha estado usted sentada en el jardín treinta minutos. — ¿Me espiaba usted? — La miraba.
— De veras, tengo contados los instantes.
— Estoy seguro de lo contrario. Confiese usted que no lleva prisa.
La señora de Haggan se echó a reír, y confesó:
— No…, no…, no mucha.
Un coche pasaba rozándolos. El baroncito gritó: "¡Cochero!» y el carruaje se detuvo. Abriendo la portezuela, añadió el barón:
— Suba usted, señora.
— ¡Pero, barón!… No, de ninguna manera; esto es imposible.
— ¡Señora, lo que hace usted es imprudente! ¡Suba! Los transeúntes comienzan a mirarnos, va usted a hacer que se forme un grupo; creerán que la rapto a usted, y nos detendrán a los dos. ¡Suba, se lo ruego!
Ella subió, asustada, aturdida. Él tomó asiento a su lado, diciendo al cochero:
— Calle de Provenza.
Pero, de pronto, ella exclamó:
— ¡Oh, Dios mío! Olvidaba un telegrama muy urgente. ¿Quiere usted llevarme antes que todo a la oficina telegráfica más próxima?
El coche se detuvo un poco más allá, en la calle de Cháteaudun, y la señora de Haggan dijo al barón:
— ¿Puede usted comprarme una tarjeta de cincuenta céntimos? He prometido a mi esposo invitar a Martelet a comer con nosotros, y lo había olvidado completamente.
Y cuando volvió el barón llevando el azulado papel en la mano, ella escribió a toda prisa con lápiz:
Querido amigo: Estoy bastante indispuesta; tengo una neuralgia atroz que no me permite levantarme. Venga usted a comer mañana para que yo pueda alcanzar mi perdón. JUANA
Humedeció la goma, cerró con cuidado el sobre, puso la dirección: «Vizconde de Martelet, calle de Miromesnil, 240», y en seguida, devolviendo el pliego al barón, le dijo:
— Ahora, ¿quiere usted tener la bondad de echar esto en el buzón de telegramas?
Esbjerg en la costa
JUAN CARLOS ONETTI
Menos mal que la tarde se ha hecho menos fría y a veces el sol, aguado, ilumina las calles y las paredes; porque a esta hora deben estar caminando en Puerto Nuevo, junto al barco o haciendo tiempo de un muelle a otro, del quiosco de la Prefectura al quiosco de los sandwiches. Kirsten, corpulenta, sin tacos, un sombrero aplastado en su pelo amarillo; y él, Montes, bajo, aburrido y nervioso, espiando la cara de la mujer, aprendiendo sin saberlo nombres de barcos, siguiendo distraído las maniobras con los cabos.
Me lo imagino pasándose los dientes por el bigote mientras pesa sus ganas de empujar el cuerpo campesino de la mujer, engordado en la ciudad y el ocio, y hacerlo caer en esa faja de agua, entre la piedra mojada y el hierro negro de los buques donde hay ruido de hervor y escasea el espacio para que uno pueda sostenerse a flote. Sé que están allí porque Kirsten vino hoy a mediodía a buscar a Montes a la oficina y los vi irse caminando hacia Retiro, y porque ella
vino con su cara de lluvia; una cara de estatua en invierno, cara de alguien que se quedó dormido y no cerró los ojos bajo la lluvia. Kirsten es gruesa, pecosa, endurecida; tal vez tenga ya olor a bodega, a red de pescadores; tal vez llegará a tener el olor inmóvil de establo y de crema que imagino debe haber en su país.
Pero otras veces tienen que ir al muelle a medianoche o al amanecer, y pienso que cuando las bocinas de los barcos le permiten a Montes oír cómo avanza ella en las piedras, arrastrando sus zapatos de varón, el pobre diablo debe sentir que se va metiendo en la noche del brazo de la desgracia. Aquí en el diario están los anuncios de las salidas de barcos en este mes, y juraría que puedo verlo a Montes soportando la inmovilidad desde que el buque da el bocinazo y empieza a moverse hasta que está tan chico que no vale la pena seguir mirando; moviendo a veces los ojos —para preguntar y preguntar, sin entender nunca, sin que le contesten–hacia la cara carnosa de la mujer que habrá de estar aquietándose, contraída durante pedazos de hora, triste y fría como si le lloviese en el sueño y hubiese olvidado cerrar los ojos, muy grandes, casi lindos, teñidos con el color que tiene el agua del río en los días en que el barro no está revuelto.
Conocí la historia, sin entenderla bien, la misma mañana en que Montes vino a contarme que había tratado de robarme, que me había escondido muchas jugadas del domingo para bancarlas él, y que ahora no podía pagar lo que le habían ganado. No me importaba saber por qué lo había hecho, pero él estaba enfurecido por la necesidad de decirlo, y tuve que escucharlo mientras pensaba en la suerte, tan amiga de sus amigos, y sólo de ellos, y sobre todo para no enojarme, que, al fin de cuentas si aquel imbécil no hubiese tratado de robarme, los tres mil pesos tendrían que salir de mi bolsillo. Lo insulté hasta que no pude encontrar nuevas
palabras y usé todas las maneras de humillarlo que se me ocurrieron hasta que quedó indudable que él era un pobre hombre, un sucio amigo, un canalla y un ladrón; y también resultó indudable que él estaba de acuerdo, que no tenía inconvenientes en reconocerlo delante de cualquiera si alguna vez yo tenía el capricho de ordenarle hacerlo.
Y también desde aquel lunes quedó establecido que cada vez que yo insinuara que él era un canalla, indirectamente, mezclando la alusión en cualquier charla, estando nosotros en cualquier circunstancia, él habría de comprender al instante el sentido de mis palabras y hacerme saber con una sonrisa corta, moviendo apenas hacia un lado el bigote, que me había entendido y que yo tenía razón. No lo convinimos con palabras, pero así sucede desde entonces. Pagué los tres mil pesos sin decirle nada, y lo tuve una semanas sin saber si me resolvería a ayudarlo o a perseguirlo; después lo llamé y le dije que sí, que aceptaba la propuesta y que podía empezar a trabajar en mi oficina por doscientos pesos mensuales que no cobraría.
Y en poco más de un año, menos de un año y medio, habría pagado lo que debía y estaría libre para irse a buscar una cuerda para colgarse. Claro que no trabaja para mí; yo no podía usar a Montes para nada desde que era imposible que siguiese atendiendo las jugadas de carreras. Tengo esta oficina de remates y comisiones para estar más tranquilo, poder recibir gente y usar los teléfonos. Así que él empezó a
trabajar con Serrano, que es mi socio en algunas cosas y tiene el escritorio junto al mío. Serrano le paga el sueldo, o me lo paga a mí, y lo tiene todo el día de la aduana a los depósitos, de una punta a otra de la ciudad. A mí no me convenía que nadie supiese que un empleado mío no era tan seguro como una ventanilla del hipódromo; así que nadie lo sabe.