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Así fue como empezó a tragarse jugadas que se convirtieron en tres mil pesos y se puso a pasearse sudando y desesperado por la oficina, mirando las planillas, mirando el cuerpo de gorila con camisa de seda cruda de Jacinto, mirando por la ventana la Diagonal que empezaba a llenarse de autos en el atardecer. Así fue, cuando comenzó a enterarse de que perdía y que los dividendos iban creciendo, cientos de pesos a cada golpe de teléfono, como estuvo sudando ese sudor especial de los cobardes, grasoso, un poco verde, helado, que trajo en la cara cuando en el mediodía del lunes tuvo al fin en las piernas la fuerza para volver a la oficina y hablar conmigo.

Se lo dijo a ella antes de tratar de robarme; le habló de que iba a suceder algo muy importante y muy bueno; que habría para ella un regalo que no podía ser comprado ni era una cosa concreta que pudiese tocar. De manera que después se sintió obligado a hablar con ella y contarle la desgracia; y no fue en el reservado del ScopellÍ, ni tomando un chianti importado, sino en la cocina de su casa, chupando la bombilla del mate mientras la cara redonda de ella, de perfil y colorada por el reflejo, miraba el fuego saltar adentro de la cocina de hierro. No sé cuánto habrán llorado; después de eso él arregló pagarme con el empleo y ella consiguió trabajo.

La otra parte de la historia empezó cuando ella, un tiempo después, se acostumbró a estar fuera de su casa durante horas que nada tenían que ver con su trabajo; llegaba tarde cuando se citaban y a veces se levantaba muy tarde por la noche, se vestía y se iba afuera sin una palabra. El no se animaba a decir nada, no se animaba a decir mucho y atacar de frente, porque están viviendo de lo que ella gana y de su trabajo con Serrano no sale más que alguna cosa que le pago de vez en cuando. Así que se calló la boca y aceptó su turno de molestarla a ella con su malhumor, un malhumor distinto y que se agrega al que se les vino encima desde la tarde en que Montes trató de robarme y que pienso no los abandonará hasta que se mueran. Desconfió y se estuvo llenando de ideas estúpidas hasta que un día la siguió y la vio ir al puerto y arrastrar los zapatos por las piedras, sola, y quedarse mucho tiempo endurecida mirando para el lado del agua, cerca, pero aparre de las gentes que van a despedir a los viajeros. Como en los cuentos que ella le había contado, no había ningún hombre. Esa vez hablaron, y ella le explicó; Montes también insiste en otra cosa que no tiene importancia: porfía, como si yo no pudiera creérselo, que ella se lo explicó con voz natural y que no estaba triste ni con odio ni confundida. Le dijo que iba siempre al puerto, a cualquier hora, a mirar los barcos que salen para Europa. Él tuvo miedo por ella y quiso luchar contra esto, quiso convencerla de que lo que estaba haciendo era peor que quedarse en casa; pero Kirsten siguió hablando con voz natural, y dijo que le hacía bien hacerlo y que tendría que seguir yendo al puerto a mirar cómo se van los barcos, hacer algún saludo o simplemente mirar hasta cansarse los ojos, cuantas veces pudiera hacerlo.

Y él terminó por convencerse de que tiene el deber de acompañarla, que así paga en cuotas la deuda que tiene con ella, como está pagando la que tiene conmigo; y ahora, en esta tarde de sábado, como en tantas noches y mediodías, con buen tiempo, a veces con una lluvia que se agrega a la que siempre le está regando la cara a ella, se van juntos más allá de Retiro, caminan por el muelle hasta que el barco se va, se mezclan un poco con gentes con abrigos, valijas, flores y pañuelos y, cuando el barco comienza a moverse, después del bocinazo, se ponen duros y miran, miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar.

La matrona de Éfeso

PETRONIO

En Éfeso había una matrona con tal fama de honesta que hasta venían las mujeres a conocerla desde países vecinos. Esta matrona perdió a su esposo y no se contentó entonces con ir detrás del cuerpo con los cabellos en desorden, como es costumbre entre el vulgo, ni con golpearse el pecho desnudo ante los ojos de todos, sino que fue detrás de su finado marido hasta su tumba y luego de depositarlo, según la usanza de los griegos, en el hipogeo, se consagró a velar el cuerpo y a llorarlo día y noche. Sus padres y familiares no pudieron hacerla cejar en esa actitud que, llevada a la desesperación, la haría morir de hambre. Hasta los magistrados desistieron del intento al verse rechazados por ella.

Todos lloraban casi como muerta a esa mujer que daba ejemplo sin igual consumiéndose desde hacía ya cinco días sin probar bocado. La acompañaba una sirvienta muy fiel que compartía su llanto y renovaba la llama de la lamparilla que alumbraba el sepulcro cuando comenzaba a apagarse. En la ciudad no se hablaba de otra cosa que no fuera de esta abnegación, y hombres de toda condición social la daban como ejemplo único de castidad y amor conyugal.

En ese tiempo el gobernador de la provincia ordenó crucificar a varios ladrones cerca de la cripta en que la matrona lloraba sin interrupción la reciente muerte de su marido. Durante la noche siguiente a la crucifixión, un soldado que vigilaba las cruces para impedir que alguno desclavase los cuerpos de los ladrones para sepultarlos, notó una lucecita que titilaba entre las tumbas y oyó los lamentos de alguien que lloraba. Llevado por la natural curiosidad humana, quiso saber quién estaba allí y qué hacía. Bajó a la cripta y, descubriendo a una mujer de extraordinaria belleza, quedó paralizado de miedo, creyendo hallarse frente a un fantasma o una aparición. Pero cuando vio el cadáver tendido y las lágrimas de la mujer en su rostro rasguñado, se fue desvaneciendo su primera impresión, dándose cuenta de que estaba ante una viuda que no hallaba consuelo. Llevó a la cripta su magra cena de soldado y comenzó a exhortar a la afligida mujer para que no se dejase dominar por aquel dolor inútil ni llenase su pecho con lamentos sin sentido.

—La muerte–dijo–es el fin de todo lo que vive: el sepulcro es la última morada de todos.

Acudió a todo lo que suele decirse para consolar a las almas transidas de dolor. Pero esos consejos de un desconocido exacerbaban su padecer y entonces ella se golpeaba más duramente el pecho, se arrancaba mechones de cabellos y los arrojaba sobre el cadáver. El soldado, sin desanimarse, insistió, tratando de hacerle probar su cena. Al fin la sirvienta, tentada por el olorcito del vino, no pudo resistir la invitación y alargó la mano a lo que les ofrecía, y cuando recobró las fuerzas con el alimento y la bebida, comenzó a atacar la terquedad de su ama:

— ¿De que te servirá todo esto? — le decía-, ¿Qué ganarás con dejarte morir de hambre o enterrarte viva, entregando tu alma antes que el destino la pida? Los despojos de los muertos no piden locuras semejantes. Vuelve a la vida. Deja de lado tu error de mujer y goza, mientras sea posible, de la luz del cielo. El mismo cadáver que está allí tiene que bastarte para que veas lo bella que es la vida. ¿Por qué no escuchas los consejos de un amigo que te invita a comer algo y no dejarte morir?

Al fin, la viuda, agotada por los días de ayuno, depuso su obstinación y comió y bebió con la misma ansiedad con que lo había hecho antes la sirvienta. Pero se sabe que un apetito satisfecho produce otros. El soldado, entusiasmado con su primer éxito, cargó contra su virtud con argumentos semejantes.

— No es mal parecido ni odioso este joven–se decía la matrona, que además era acuciada por la sirvienta, que le repetía: