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— ¿Te resistirás a un amor tan dulce? ¿Perderás los años de juventud? ¿A qué esperar más tiempo?

La mujer, después de haber satisfecho las necesidades de su estómago, no dejó de satisfacer este apetito, y el soldado tuvo dos triunfos. Se acostaron juntos no sólo esa noche sino también el día siguiente y el otro, cerrando bien las puertas de la cripta de modo que si pasase por allí tanto un familiar como un desconocido, creyeran que la fiel mujer había muerto sobre el cadáver de su esposo. El soldado, fascinado por la hermosura de la mujer y por lo misterioso de estos amores, compraba de todo lo mejor que su bolsa le permitía y al caer la noche lo llevaba al sepulcro.

Pero he aquí que los parientes de uno de los ladrones, notando la falta de vigilancia nocturna, descolgaron su cadáver y lo sepultaron. El soldado, al hallar al otro día una de las cruces sin muerto, temeroso del suplicio que le aguardaría, contó lo ocurrido a la viuda:

— No, no–le dijo-, no esperaré la condena. Mi propia espada, adelantándose a la sentencia del Juez, castigará mí descuido. Te pido, mi amada, que una vez muerto me dejes en esta tumba. Pon a tu amante junto a tu marido.

Pero la mujer, tan compasiva como virtuosa, le respondió:

— ¡Que los dioses me libren de llorar la muerte de los dos hombres que más he amado! ¡Antes crucificar al muerto que dejar morir al vivo!

Una vez dichas estas palabras, le hizo sacar el cuerpo de su esposo del sepulcro y colgarlo en la cruz vacía. El soldado usó el ingenioso recurso y al día siguiente el pueblo admirado se preguntaba cómo un muerto había podido subir hasta la cruz.

Confia tu barco a los vientas pero jamás tu corazón a una mujer porque las olas son más firmes que la fidelidad de la mujer. No hay ninguna mujer buena; o si alguna, vez lo ha sido no comprendo cómo algo malo pudo ser bueno alguna vez.

La mujer del profesor

ARTHUR SCHNITZLER

Me quedaré aquí mucho tiempo. El opresivo hastío que reina en este pueblo entre el bosque y el mar me hace sentir bien. Todo está quieto y silencioso, sólo las nubes avanzan muy despacio, pero el viento sopla tan por encima de las olas y las copas de los árboles que el mar y el bosque no hacen ruido. Aquí hay una soledad profunda, que se percibe incluso entre la gente, en el hotel o en el paseo. La orquesta del balneario toca casi siempre melancólicas canciones suecas y danesas y hasta las piezas alegres suenan cansadas, sofocadas. Al terminar, los músicos bajan en silencio los escalones del quiosco y desaparecen poco a poco en los paseos, llevando sus instrumentos con tristeza.

Escribo esto en una hoja mientras me dejo llevar en un bote de remos a lo largo de la orilla.

La orilla es suave y verde: sencillas casas campesinas con jardines; en los jardines hay bancas junto al agua; tras las casas, un angosto camino blanco; flanqueando el camino, el bosque que se extiende por toda la región, ascendiendo paulatinamente, y ahí donde termina, el sol. El resplandor del crepúsculo cae sobre la delgada isla amarilla que se extiende allá enfrente. El remero dice que podemos alcanzarla en dos horas. Claro que me gustaría ir alguna vez, pero aquí uno se siente extrañamente retenido, siempre estoy en las cercanías más inmediatas del pueblo, de preferencia en la orilla o en mí terraza.

Dejo los libros. La pesada tarde apretuja las ramas, de vez en cuando escucho pasos de gentes que vienen por el camino del bosque, pero que no puedo ver, pues continúo inmóvil y mis ojos se pierden en lo alto. También oigo la risa clara de los niños, pero la profunda quietud a mi alrededor absorbe los sonidos con rapidez, apenas pasa un segundo y parece que la resonancia desapareció hace mucho. Si cierro los ojos y los vuelvo a abrir es como si despertara de una larga noche. Así me evado de mí mismo y me sumerjo como un trozo de naturaleza en la tranquilidad que me rodea.

Ha terminado la hermosa calma que ya no regresará ni al bote ni a los libros. Todo parece cambiar de golpe. Las melodías de la orquesta suenan alegres y cálidas, las personas con las que uno se topa hablan demasiado, los niños ríen y gritan, incluso mi querido mar, tan silencioso en apariencia, en las noches rompe ruidosamente contra la orilla. La vida ha vuelto a ser sonora para mí. Nunca había dejado mi casa con tal facilidad, sin ningún pendiente; terminé mi doctorado, enterré definitivamente la ilusión artística que me acompañó en la juventud, la señorita Jenny se casó con un relojero, en fin, tuve la suerte de emprender un viaje sin dejar a una amante y sin la tentación de llevarla. Me sentía bien, seguro, sabiendo que concluía una etapa de mi vida. Y ahora todo se ha venido abajo, pues Friederike está aquí.

Coloqué una luz en la mesa de mí terraza. Escribo, ya avanzada la noche. Es el momento de poner todo en claro. Reconstruyo el diálogo, el primero en siete años, el primero desde aquella vez…

Fue en la playa, al mediodía. Yo estaba en una banca, de tanto en tanto la gente pasaba frente a mí. En el puente de desembarco estaba una mujer con un niño pequeño, demasiado lejos para distinguir sus facciones. Aunque en realidad no me llamó la atención, supe que pasó mucho rato ahí antes de que se me acercara. Llevaba al niño de la mano. Entonces vi que era joven y delgada. El rostro me pareció conocido. Estaba a unos diez pasos cuando me levanté y fui hacia ella. Había sonreído. Supe quién era.

— Sí, soy yo–dijo y me tendió la mano.

— La reconocí de inmediato —dije.

— Espero que no le haya sido muy difícil —contestó-, y usted tampoco ha cambiado nada. — Siete años…

— Siete años.

Callamos. Se veía muy hermosa. Una sonrisa apareció en su rostro, dirigida al niño que seguía sosteniendo de la mano.

— Dale la mano al señor.

El pequeño me la tendió sin verme.

— Es mi hijo.

Era un lindo niño morena, de ojos claros.

— Es hermoso que nos encontremos otra vez en la vida–empezó a decir-, nunca hubiera pensado… — También es extraño–dije.

— ¿Por qué? — preguntó sonriendo y viéndome a los ojos por primera vez—. Es verano… todo mundo viaja, ¿no es cierto?

Yo tenía una pregunta sobre su marido en la punta de la lengua, pero no me atreví a hacerla. — ¿Cuánto tiempo se quedará? — pregunté.

— Catorce días. Después me reuniré con mi marido en Copenhague.

Le dirigí una rápida mirada, la suya me respondió impasible; "¿Te sorprende acaso?».

Me sentí inseguro, casi alterado. De pronto me pareció incomprensible que hubiera olvidado todo. Y ahora me daba cuenta de que pensé en aquel momento de hace siete años tan poco como si jamás hubiera ocurrido.

— Tiene mucho que contarme–continuó-, mucho, muchísimo. Seguramente es doctor desde hace tiempo. — No tanto, desde hace un mes.

— Pero conserva su rostro adolescente, parece que se pegó el bigote.

La agudísima campanada que llamaba a comer llegó desde el hotel.

— Adiós–dijo ella, como si la hubiera estado esperando.

— ¿No podemos ir juntos? — pregunté.

— Como en mi cuarto con el niño, no me gusta el gentío.

— ¿Cuando nos volvemos a ver?

Con la vista indicó sonriente el malecón:

— Uno siempre se encuentra por aquí–y como si notara que su respuesta me molestaba, añadió—: sobre todo si uno lo desea. Hasta luego.

Me tendió la mano y se retiró sin volverse. El niño, en cambio, me vio una vez más.

Toda la tarde caminé por el paseo. Ella no apareció. ¿Se ha marchado al fin y al cabo? No debería sorprenderme.

Ha pasado un día sin que la vea. Llovió toda la mañana Y fui el único en salir al malecón. Pasé un par de veces por la casa donde vive, pero no sé cuáles son sus ventanas. En la tarde amainó la lluvia y pude dar un largo paseo por el camino que bordea el mar hasta el siguiente pueblo. Tiempo nublado y fresco.

En el camino no pensé más que en aquella época. Volví a ver todo claramente. La casa acogedora en la que viví y el jardín con sillas y mesas laqueadas de verde, la pequeña ciudad con sus calles tranquilas y blancas, las colinas que desaparecían en la niebla a la distancia, y más arriba un trozo de cielo azul pálido, tan propio del lugar como si no hubiera en el mundo otro tan pálido y tan azul. También volví a ver a la gente, a mis compañeros de escuela, a mis profesores, incluso al marido de Friederike. No lo vi como en aquel momento final, sino con su rostro suave, algo cansado, cuando salía a caminar rumbo a la escuela y nos saludaba afectuosamente, o cuando se sentaba a la mesa en silencio, entre Friederike y yo. Lo recordé como solía verlo desde mi ventana: sentado a la mesa del jardín, corrigiendo nuestros trabajos escolares. Friederike le llevaba café al jardín y se volvía sonriendo a mi ventana, con una mirada que sólo entendería… hasta aquel momento final. Ahora sé que he recordado todo esto frecuentemente, pero no como algo vivo sino como un cuadro que cuelga quieto y pacífico en la pared de la casa.