— Calla–se queda inmóvil un segundo, el rostro hacia la puerta, como si quisiera escuchar. Luego abre apenas y mira por la rendija. Estoy sin aliento. Por fin abre bien la puerta, toma mis manos y susurra:
— Vete, rápido.
Me empuja hacia afuera, avanzo con lentitud por el pasillo hasta la escalera, luego me vuelvo una vez más y la veo junto a la puerta, un miedo indecible en sus facciones y un ademán vehemente que significa: ¡fuera!, ¡fuera! Salgo precipitadamente.
Lo que sucedió después me vuelve a la mente como un sueño demencial. Corrí a la estación, torturado por un terror mortal. Viajé toda la noche, insomne, volteándome de un lado a otro en el compartimiento. Llegué a casa, esperando encontrar a mis padres enterados de todo y casi me sorprendió que me recibieran afectuosamente. Pasé varios días de suma inquietud, resignado a algo espantoso, temblando cada vez que tocaban a la puerta, cada vez que llegaba una carta. Finalmente llegó la noticia que me tranquilizó: una postal de un compañero de clase que vivía en la pequeña ciudad y que me ponía al tanto de inofensivas novedades y me mandaba alegres saludos. Así es que no había pasado nada temible, al menos no se trataba de un escándalo público; podía suponer que todo se arregló entre marido y mujer; él la perdonó, ella se arrepintió.
A pesar de todo, en un principio este recuerdo vivió en mi memoria como algo triste, casi tétrico, y pensaba en mí mismo como en el involuntario destructor de la paz de un hogar. Esta sensación desapareció gradualmente, pues nuevas experiencias me permitieron valorar aquel momento mejor y más profundamente. Empecé a extrañar a Friederike de un modo curioso, semejante al dolor que surge de una maravillosa promesa incumplida. Pero también este anhelo acabó desapareciendo, y así sucedió que casi olvidara a la joven mujer. Ahora ha resurgido de golpe todo lo que convirtió ese suceso en una vivencia, y con mayor intensidad que entonces, pues amo a Friederike.
Hoy me parece claro todo lo que fue misterioso en los últimos días. Estuvimos sentados en la playa, solos, el niño ya estaba en la cama. Le había pedido en la mañana que viniera. Mencioné inofensivamente la belleza nocturna del mar y lo hermoso que sería estar en la orilla, rodeados de un silencio absoluto, viendo la inmensa oscuridad. No dijo nada, pero supe que vendría. Estuvimos en la playa, casi en silencio, las manos entrelazadas, y sentí que Friederike me pertenecería cuando yo quisiera. Para qué hablar del pasado, pensé y supe que ella pensaba lo mismo desde nuestro primer reencuentro. ¿Somos los mismos que éramos entonces? Nada nos sujeta, somos tan libres, los recuerdos revolotean sobre nosotros como aves de verano. Quizá ya ha vivido otras experiencias, igual que yo en estos siete años, pero ¿qué importa? Pertenecemos al presente y nos deseamos. Tal vez ayer era desdichada y superficial, hoy está a mi lado, frente al mar, sostiene mi mano y desea estar en mis brazos.
Caminé con ella lentamente los pocos pasos que nos separaban de su casa. Los árboles arrojaban sombras negras a lo largo del camino.
— Mañana temprano debemos dar un paseo en velero–dije.
— Sí–contestó.
— La esperaré en el puente, a las siete. — ¿Adonde iremos?
— A la isla de enfrente… donde está el faro, ¿lo ve? — Ah, sí, la luz roja, ¿está lejos? — Una hora, podemos regresar pronto. — Buenas noches–dijo y entró al vestíbulo de la casa.
Me alejé. Tal vez me olvidarás en unos días, pensé, pero mañana será un día hermoso.
Llegué al puente antes que ella. El pequeño bote esperaba, el viejo Jansen había izado la vela y fumaba su pipa, sentado al timón. Salté junto a él y me dejé mecer por las olas. Sorbí los momentos de espera como una bebida matinal. La calle hacia la que dirigía la vista continuaba totalmente desierta. Después de un cuarto de hora apareció Friederíke. La vi desde muy lejos, parecía caminar más rápido que de costumbre. Cuando llegó al puente me levanté, entonces me pudo ver y me saludó con una sonrisa. Por fin llegó al extremo del puente, le tendí la mano y la ayudé a subir al bote. Jansen soltó la cuerda y
nuestro barco se empezó a deslizar. Nos sentamos muy juntos, ella estrechada contra mi brazo. Estaba vestida completamente de blanco y se veía como una muchacha de dieciocho años.
— ¿Qué hay que ver en la isla? — preguntó. No pude evitar sonreírme.
— ¿Al menos el faro? — dijo ella, ruborizada.
— Tal vez también la iglesia–añadí.
— Pregúntale al hombre… — y señaló a Jansen.
— ¿Qué tan antigua es la iglesia de la isla? — le pregunté, pero no entendía una palabra de alemán. Después de esta tentativa pudimos sentirnos aún más solos.
— ¿Hay otra isla allá enfrente? — dijo ella, indicando con la mirada.
— No, eso es Suecia, tierra firme.
— Eso sería aún más hermoso.
— Sí, pero deberíamos podernos quedar ahí… mucho…para siempre.
Si me hubiera dicho en ese momento «ven, vamos a otro país, no regresaremos nunca», la habría seguido en el acto. Mientras nos deslizábamos en el bote, mecidos por un aire puro, el cielo claro sobre nosotros y el agua resplandeciente alrededor, me pareció que estábamos en un paseo señoriaclass="underline" éramos una pareja real, las ataduras de nuestra existencia anterior quedaban canceladas.
Pronto pudimos distinguir casitas en la isla y, con mayor nitidez, los contornos de la iglesia blanca en la colina que se alzaba ligeramente sobre la isla. Nuestro bote se apresuró hacia la orilla. Esquifes de pescadores aparecieron cerca de nosotros, algunos no tenían remos y dejaban que el agua los llevara morosamente. Friederike tenía la mirada fija en la isla, pero no veía nada. En menos de una hora llegamos al puerto cercado por un muelle de madera, de modo que se podía confundir con un estanque.
Había un par de niños en el muelle. Bajamos y caminamos lentamente por la orilla; los niños iban detrás de nosotros, pero pronto desaparecieron. Todo el pueblo estaba ahí enfrente, no más de veinte casas desperdigadas en derredor. Casi nos hundimos en la arena fina y oscura mojada por el agua. En una plaza asoleada que llegaba hasta el mar, las redes colgaban para secarse. Cien pasos y estuvimos completamente solos. Habíamos llegado a un pequeño camino que llevaba del caserío al extremo de la isla, donde estaba el faro.
Teníamos el mar a la izquierda, separado de nosotros por agrestes tierras de labranza que se hacían más y más angostas. A la derecha crecía la colina, un camino llevaba por las faldas a la iglesia que habíamos dejado atrás. El silencio y el sol dominaban todo. Friederike y yo no habíamos hablado en el trayecto. No tenía deseos de hacerlo, me sentía increíblemente bien paseando con ella en total silencio.
Pero ella empezó a hablar:
— Hoy hace ocho días…
— ¿De qué?
— No sabía… no tenía la menor idea de adonde viajaría. No respondí.