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— Ah, es tan hermoso–exclamó ella y estrechó mi mano.

Me sentí atraído hacia ella, hubiera querido abrazarla, besarla en los ojos.

— ¿Sí? — pregunté en cambio, muy quedo.

Guardó silencio, bastante seria.

Habíamos llegado a la casita construida junto al faro, ahí terminaba el camino, debíamos regresar. Un camino estrecho ascendía por la colina. Dudé.

— Venga–dije.

Nos aproximábamos a la iglesia que ahora teníamos a la vista. Hacía mucho calor. Pasé el brazo por el cuello de Friederike, tenía que estar muy cerca de mí para no resbalar. Acaricié sus tibias mejillas.

— ¿Por qué no supimos nada de usted en todo este tiempo? —preguntó de repente-, yo al menos–añadió, volviéndose hacia mí.

— ¿Por qué? — repetí extrañado.

— ¡Pues sí!

— ¿Pero cómo hubiera podido?

— Ah, por eso–dijo-, ¿Se sintió ofendido?

Estaba demasiado sorprendido para contestar algo.

— Bueno, ¿qué fue lo que pensó?

— Lo que…

— Sí… o qué, ¿ya no se acuerda? — Claro, me acuerdo, ¿por qué habla ahora de eso? — Quería preguntarle desde hace mucho. — Bueno, pues hable–contesté muy alterado.

— Lo tomó por un capricho… ¡seguro que sí! — añadió acaloradamente, como si notara que yo iba a responder algo-, pero le aseguro que no fue así. En ese año sufrí más de lo que un hombre puede imaginar.

— ¿En cuál?

— Pues… cuando estuvo con nosotros… ¿por qué pregunta eso?… pero ¿por qué le cuento todo esto? La sujeté del brazo.

— Cuente… se lo pido… la quiero.

— Yo también te quiero–gritó de pronto, tomó mis manos y las besó-, siempre, siempre.

— Sigue contando, por favor, todo, todo… Habló mientras caminábamos contra el soclass="underline"

— Al principio me dije «es un niño, lo quiero como una madre», pero mientras más se acercaba el momento de tu partida… — se interrumpió un instante, luego continuó-: y finalmente llegó el momento. No quería ir a tu cuarto, no sé qué me impulsó a hacerlo. Y al estar contigo quise besarte, pero…

— Sigue, sigue.

— Y de pronto te dije que debías irte, lloraste, todo fue una comedia, ¿no es así? — No te entiendo.

— Eso he pensado todo el tiempo. Quise escribirte, pero, ¿para qué?… es decir… te corrí porque… de pronto tuve miedo.

— Eso lo sé.

— Si lo sabías, ¿por qué nunca volví a saber de ti? — gritó exaltada. — ¿De qué tuviste miedo? — Creí que alguien se acercaba. — ¿Creíste eso?, ¿por qué?

— Me pareció escuchar pasos en el pasillo. Eso fue. ¡Pasos!, pensé que sería él… entonces el pánico se apoderó de mí, hubiera sido horrible que él, no, no, no quiero ni pensarlo. Pero no había nadie. Nadie. Él no regresó hasta la noche, mucho, mucho tiempo después de que te fueras.

Mientras contaba esto sentí que algo despeñaba en mi interior. Cuando terminó, la vi como si le preguntara "¿quién eres?». Me volví hacia el puerto, involuntariamente, y vi brillar la vela de nuestro bote. ¿Cuánto tiempo ha pasaDo?, pensé. Llegué con una mujer a la que amaba y ahora veo a una extraña a mi lado. También me era imposible decir palabra. Ella apenas se daba cuenta, estrechaba mi brazo, creyendo que se trataba de un silencio afectuoso. Yo pensaba en él. ¡Así es que nunca le dijo! Ella no lo sabe, nunca supo que él la vio tendida a mis pies.

Se alejó de la puerta y regresó muy tarde… muchas horas después ¡y no le dijo nada! Siguió viviendo a su lado todos estos años, sin delatarse en una palabra. ¡La perdonó, y ella nunca lo supo!

Estábamos cerca de la iglesia, a unos diez pasos. Ahí se bifurcaba un camino que debía llevar al pueblo. Lo propuse. Ella me siguió.

— Dame la mano–me dijo. Se la di sin verla.

— ¿Qué tienes?

No podía contestar y me limité a apretar su mano con fuerza. Esto pareció tranquilizarla.

— Es una lástima que no hayamos visitado la iglesia–dije después sólo por tener algo de qué hablar. — ¡Pasamos sin verla! —ella se rió. — ¿Desea regresar? — le pregunté.

— No, me alegro de volver pronto al barco. Deberíamos hacer una excursión en velero, sin ese hombre. — No sé velear.

— Ah–dijo y guardó silencio, como sí recordara algo que no quería decir. No le pregunté. Llegamos pronto al puente de desembarco. El bote estaba listo. Los niños que nos saludaron al llegar volvieron a aparecer. Nos vieron con grandes ojos azules. Partimos. El mar estaba más calmado, al cerrar los ojos apenas se sentía el desplazamiento.

— Acuéstese a lo largo–dijo Friederike y me tendí en el fondo del bote, apoyando mi cabeza en su regazo. Me gustó no tener que verla a la cara. Ella habló y fue como si su voz resonara muy lejos. Entendí todo y sin embargo pude continuar pensando.

Ella me produjo escalofríos.

— ¿Vamos al mar hoy en la noche? — preguntó.

Era como si algo fantasmal se desprendiera de ella.

— Vamos al mar hoy en la noche–repitió despacio-, en un bote de remos. Remar sí sabes.

— Sí–dije, estremecido ante el profundo perdón que la rodeaba silenciosamente, sin que ella lo supiera.

— Nos dejaremos mecer por el mar y estaremos solos, ¿por qué no hablas?

— Soy feliz–dije.

Me pareció escalofriante el mudo destino que ella vivía desde hacía tantos años, sin siquiera suponerlo. Nos deslizábamos.

Por un segundo pasó por mi mente la idea de decírselo. Deshazte de esta maldición, díselo y volverá a ser para ti una mujer como las otras. Pero no debía. Seguimos navegando.

Salté del bote y la ayudé a subir;

— El niño ya debe extrañarme. Debo apresurarme. Ahora déjame sola. La playa estaba animada. Noté que algunas personas nos observaban. — A las nueve, hoy en la noche–dijo-, pero ¿qué te pasa? — Soy muy feliz.

— Hoy en la noche, a las nueve estaré contigo aquí en la playa. ¡Hasta luego! — y se fue de prisa.

— ¡Hasta luego! — dije y me quedé inmóvil. No la volveré a ver.

Mientras escribo estas líneas ya estoy lejos, más lejos a cada segundo. Escribo en el compartimiento del tren que me aleja segundo tras segundo de Copenhague. Ahora son precisamente las nueve. Ella está en la playa y me espera. Al cerrar los ojos puedo ver su figura pasar frente a mí. Pero no es una mujer quien camina por la orilla en penumbra: es una sombra.

La castellana de Vergy

ANÓNIMO

Existen personas con un aspecto tan honesto que nos producen de inmediato confianza y si uno se anima a contarles un secreto de amor, no les alcanza el tiempo para desparramarlo y utilizarlo en chismorrees y jaranas. Es entonces que

el que no supo mantener su silencio empieza a vivir los consecuentes contratiempos, ya que cuanto mayor es su amor, el amante más se angustia al pensar que otro sabe lo que más escondido tendría que haber mantenido, y no es extraño que el triste fin sea que el amor en cuestión acabe en medio de sufrimientos y bochorno.

Eso fue lo que pasó en Borgoña con la dama de hidalgo que se había enamorado de ella. El hombre solicitó sus favores de modo tan fervoroso que acabó por aceptarlo, con la salvedad de que si por su culpa se descubrían sus amoríos, la perdería inmediata y definitivamente. Los enamorados combinaron encontrarse en un jardín al que el hidalgo concurriría diariamente a horas marcadas por su querida. Una vez allí, se escondería en un rincón hasta que apareciera en el jardín un perrito. Ese sería el aviso de que la mujer estaba sola en su cuarto y que podía subir con ella. Así se vieron mucho tiempo y sus amoríos se mantenían en tal silencio que nadie pensaba que existiesen.

El hidalgo era bien parecido y atildado, y debido a su coraje gozaba del favor del duque de Borgoña. Por ese motivo iba con frecuencia a la corte, donde lo conoció la duquesa, que se enamoró de él, comenzando a insinuársele de una manera que, a no haber él estado embobado con otra, hubiera notado cabalmente que ésta también lo adoraba. Pero todos los artilugios qu e usaba la duquesa para abrirle el corazón a su galán no eran notados por el hidalgo. La duquesa llegó a acongojarse tanto que un día decidió hablar directamente y dijo al hidalgo: