— Quiero que permitáis que os acompañe a la primera cita, porque deseo verificar sin duda que las cosas son como decís. Mi sobrina no sabrá de mi presencia.
— Señor, gustoso aceptaré que me acompañéis esta noche, si no os parece mal u os fastidia.
El duque contestó que, al contrario de fastidiarlo, esto le gustaría y divertiría. Combinaron ambos, pues, para ir de noche a pie hasta la residencia de la sobrina del duque, que era cercana.
A la hora convenida estaban en el jardín. El duque vio inmediatamente venir al perrito hasta la punta del jardín, donde el hidalgo lo colmó de mimos. Dejó luego al duque; éste fue detrás de él hasta cerca de las habitaciones y se quedó allí inmóvil, escondiéndose bajo un árbol grande y espeso cuyas hojas lo ocultaban totalmente. Vio al hidalgo ingresar en la mansión y a su sobrina recibirlo en un patio; luego observó y oyó el cordial recibimiento que ella le hizo con sus brazos y boca, abrazándolo dulcemente y dándole cientos de besos antes de hablarle. El hidalgo también la besaba y abrazaba diciéndole:
— ¡Mi señora, mi amiga, mi amor, mi corazón, ardor y confianza de mi existencia, cómo necesitaba estar junto a vos como ahora, después de tanto tiempo!
— Mi querido señor–contestaba la dama-, mi dulce amigo, mi dulce amor, en ningún instante la tristeza dejó de oprimirme lejos de vos, pero ahora nada me apena ya, porque está junto a mí mi querido y porque volvéis a mí sano y alegre. Os doy la bienvenida, mi amigo.
— ¡Amiga, en buena hora os encuentro! — dijo el hidalgo. El duque, apostado cerca de ambos, escuchó todo. Identificó tan seguramente a su sobrina por la voz y la figura que ya no dudó de que la duquesa mentía y se alegró de certificar que el hidalgo no hubiera hecho bajeza alguna como creyera erróneamente antes.
Se quedó toda la noche, en tanto el hidalgo y la dama permanecían en su cuarto. Antes del alba el duque vio que se despedían, se intercambiaban cientos de besos y suspiraban profundamente al saludarse. Combinaron la cita siguiente y se separaron llorando. El hidalgo salió y la mujer cerró la puerta luego de seguirlo con la mirada hasta que no fue visible, puesto que no podía seguirlo de otro modo. El duque dejó también el sitio, y pronto se reunió con el hidalgo, que se quejaba para sí de lo breve que había resultado la noche y del amanecer que había cortado su gozo. El duque se acercó a él, lo abrazó calurosamente y le dijo:
— Os afirmo que siempre os apreciaré, porque me dijisteis la pura verdad y no me habéis engañado en nada.
— Gracias, señor–contestó el hidalgo-, pero por Dios os pido que sepáis guardar mi secreto, pues de lo contrario perdería mi amor, mi paz y mi contento, y por cierto que perecería si me enterara que alguien que no fuerais vos estaba al tanto.
— Quedaos tranquilo–dijo el duque–que vuestro secreto está tan seguro que nunca se ha de hablar de él.
Ese día, en el almuerzo, el duque estuvo más gentil que nunca con el hidalgo, lo que asustó y fastidió tanto a la duquesa que debió irse de la mesa simulando una súbita enfermedad, y se arrojó en el lecho muy disgustada.
El duque fue con ella al terminar la comida. La hizo incorporar en el lecho y mandó que los dejaran a solas. Cuando no hubo testigos, el duque preguntó a su esposa cuál era la causa de esa brusca molestia.
— ¡Que Dios me ayude! — contestó la duquesa-. Cuando hace un momento me senté a la mesa, no creía que tuvierais tan poco tino y débil discernimiento para manifestar tal aprecio al que me ofendió. Al ver que le dabais todavía mejor trato que antes, me condolí y fastidié tanto que no pude seguir más allí.
— Mi dulce amiga–dijo el duque-, jamás he de creer, ni por lo que me dijisteis ni por lo que oirá persona pudiese contarme, que el hidalgo sea culpable de lo que lo acusáis. En cambio sé que es absolutamente inocente y que jamás pensó realizar una vileza tal. He conocido todos sus asuntos, y no querráis saber más.
Se fue entonces el duque. La duquesa se quedó cavilando. y no hubiera podido quedarse tranquila en su vida si no sabía algo más, pese a la prohibición recién impuesta. Empezó a pensar qué ardid podría enterarla de lo que se le velaba; mientras, resolvió esperar hasta la noche, cuando él duque estuviera en sus brazos: entonces se las arreglaría para averiguar lo que quería. Por consiguiente, se atuvo a este plan. Cuando el duque llegó a dormir, ella se apartó en el lecho, simulando estar enojada. Lo hizo tan bien que el duque creyó que estaba disgustadísima. Al besarla como si nada, ella dijo:
— Sois falso, mentiroso e infiel; me ponéis cara de amor y jamás me amasteis en serio. Muy estúpida fui en tanto tiempo creyendo en vuestras palabras; ahora me he desengañado totalmente.
— ¿Por qué? — dijo el duque. La engañosa le contestó:
— ¿Acaso no me prohibisteis saber lo que vos conocéis bien?
— ¿Qué? ¡Por Dios, querida, decid!
— Lo que el hidalgo os dijo, las falsedades y visiones que os hizo tragar. Pero no puedo enterarme. Poco me vale amaros con lealtad. Jamás vi ni oí nada que no supierais vos inmediatamente; en cambio, vos me escondéis bien vuestro pensamiento. Enteraos entonces de que en el futuro ya no tendré igual confianza ni sentir por vos como hasta ahora.
La duquesa entonces empezó a llorar y suspirar fuertemente.
El duque le tuvo tanta compasión que le dijo:
— Mi amiga, no quiero disgustaros por ningún motivo. Pero no puedo revelaros lo que deseáis sin caer en una gran vileza.
— Señor–respondió la duquesa-, no habléis del asunto. Noto que no confiáis en mí para decirme un secreto. Y me sorprende mucho, ya que jamás visteis secretos, importantes o no, ser revelados por mí cuando quisisteis contármelos. Lo digo de corazón, nunca mencionaré a nadie lo que me digáis. — Diciendo esto, la duquesa reanudó su llanto. El duque la abrazó y besó acongojado y acabó cediendo.
— Bella señora–dijo—, ¿qué hacer?; confío tanto en vos como para no esconderos nada que yo sepa, pero os pido que no soltéis prenda, porque os aviso que si me traicionáis os daré muerte.
— Acepto la pena, ya que no es posible que os haga nada malo.
El duque confió en la sinceridad de su esposa y le reveló paso a paso el cuento de su sobrina como lo había conocido por el hidalgo; cómo fueron ambos al jardín, al rincón, y cómo vino el perrito; le contó toda la verdad del ingreso del hidalgo a la mansión y su salida, no escondió nada de lo que había presenciado.
Al saber la duquesa que el hidalgo que la había desdeñado había preferido a una dama por debajo de su alcurnia, se sintió ofendida a muerte. Pero disimuló y juró al duque conservar el secreto so pena de morir si lo contaba.
Pero el tiempo le fue poco para molestar a la querida del que la afrentara tan duramente y, en la primera ocasión y sitio adecuado que se presentó, habló con la sobrina del duque dejándole entrever taimadamente que estaba al tanto de todo.
La oportunidad se dio en Pascuas. Ese día el duque reunió a toda su corte. Hizo venir a todas las damas de sus tierras y antes que nada a su sobrina, la castellana de Vergy. Al verla la duquesa, le bulló la sangre, porque la detestaba profundamente, pero pudo disimular su ánimo. La recibió mejor que otras veces, aunque se moría por espetarle lo que le atravesaba el corazón y tanto le costaba callar. Cuando se levantaron las mesas, la duquesa se llevó a las damas a su cuarto para prepararse con tranquilidad para el baile. La oportunidad era demasiado justa como para que la duquesa sofrenara su boca y dijo a la señora de Vergy, como en broma:
— Castellana, poneos hermosa por amor a vuestro bello hidalgo.
— De veras no sé, señora–contestó tranquilamente la castellana-, de qué amor habláis; yo no quiero tener amigos que no lo sean para mi honor y el de mi esposo.
— Ya lo creo–retrucó la duquesa-, lo que no impide que os tengan por maestra en el arte de adiestrar perros.