Las damas escucharon el diálogo, pero no entendieron a qué se aludía y, por ser el momento, fueron tras la duquesa al salón de baile. La castellana se puso horriblemente blanca e intranquila. Entró en un dormitorio y se arrojó gimiendo sobre la cama. Al pie del lecho yacía una doncella, pero en lo oscuro la señora no la divisó. La castellana empezó a lamentarse y a despacharse a voces:
— ¡Ah! mi Dios, ¿qué acabo de oír? ¡La duquesa me ha echado en cara tener mí perrito bien adiestrado! ¡Sólo puede estar enterada de eso, seguro, por aquel que yo quería y que me ha engañado! ¡Y jamás le habría confiado algo así de no haber tenido ambos mucha confianza, y de no amarla más que a mí, a quien traicionó! Me doy cuenta de que no me ama, ya que quebró su juramento. ¡Y yo que lo quería tanto que pasaba noche y día pensando en él! ¡Era todo mi contento, mi gusto, mi placer, mi gozo, mi alivio, mi sostén! ¡Cómo no pensar en él cuando no estaba conmigo! ¡Ah, delicado amigo! ¿Cómo hicisteis esta maldad? Creía que erais conmigo más fiel que Tristán con Iseo, y os quería más que a mí misma. Desde que os conocí jamás he dicho o realizado cosa alguna, ni grande ni chica, que pudiese enojarnos, que justificara vuestro resentimiento y deslealtad y os llevase a quebrar nuestro amor dejándome por otra y descubriendo nuestro secreto. ¡Ay, querido! yo jamás habría podido haceros eso a vos; si Dios me hubiera entregado la tierra entera y aun todo el cielo y el Edén a cambio de vos, no habría aceptado, porque erais mi tesoro, mi salud, mi contento, y lo que me acongoja más es ver que no me amabais. ¡Ah, mi dulce amor! Quién hubiera imaginado que ese hombre me haría mal, a mí, que siempre hacía todo por satisfacerlo, él, que siempre afirmaba que era mío y me tenía por su mujer. Y hablaba de modo tan afectuoso que creía en él y nunca habría pensado que hallase motivos para trocarme por una duquesa o una reina. Creía que se consideraba mi amigo para siempre: si él hubiese muerto antes, mi amor era tan enorme que con seguridad yo no hubiera vivido mucho más, ya que hubiese sido mejor para mí perecer con él que vivir sin verlo.
¡Amor, amor! ¿Es correcto que él haya revelado de tal modo tus secretos? Así me pierde como yo lo perdí a él; sin él no puedo vivir y la existencia no me interesa. Pido a Dios que me conceda la muerte y se apiade de mi alma; que honre a quien me engañó; yo lo disculpo, ya que hasta me será grato morir por él.
La castellana calló, después murmuró: —¡Querido amigo, a Dios os confío!
En ese momento, al sentir desmayar su corazón, cruzó los brazos y una blancura de muerte tino su faz; se desvaneció con gran congoja y quedó muerta, blanca y descompuesta sobre la cama.
Mientras, su amado no sospechaba nada y hablaba y bailaba en el salón, divirtiéndose. Prontamente, intrigado por no ver a su amada, musitó al duque:
— Señor, ¿por qué vuestra sobrina falta tanto y no viene al baile? ¿Le ordenasteis una penitencia?
El duque lanzó una ojeada a la reunión. Después tomó de la mano al hidalgo conduciéndolo al cuarto, más no hallando allí a la castellana le sugirió que buscase en el dormitorio, y luego se fue para dejar a los enamorados saludarse tranquilos. El hidalgo, agradeciéndole el gesto, entró en el dormitorio, donde la mujer yacía en la cama. El hidalgo la abrazó y besó sus labios, pero los encontró fríos y sus miembros endurecidos y no dudó de que estaba irremediablemente muerta.
— ¡Ay! ¿Qué ha pasado? — gritó enajenado-, ¡Mi amiga ha muerto!
Entonces la sirvienta, que seguía a los pies del lecho, se incorporó y le dijo:
— Señor, creo que sin duda ha muerto, porque no quiso vivir más desde que entró, debido a su amigo y un perrito con el que la duquesa se mofó y la torturó, lo que le produjo una congoja mortal.
Al saber el hidalgo que él era el que la había muerto por lo que había contado al duque, se llenó de desesperación.
— ¡Ay! — profirió-, dulce amor mío, la más gentil y excelente y sincera que haya jamás existido, yo te maté como un traidor infiel. Hubiera debido pagar yo esa indiscreción, y vos no padecer ningún mal. Pero había tanta fidelidad en vuestro corazón, que quisisteis ser la primera en padecer las consecuencias de mi mal proceder. ¡Pero yo haré justicia por la traición que hice!
Al decir esto, desenfundó una espada que colgaba de la pared, se traspasó el corazón y cayó muerto sobre su amada.
Viendo la moza ambos cuerpos exánimes, huyó aterrada. Buscó al duque, al que contó lo que había presenciado; no dejó de contarle nada de los hechos ni las palabras de la duquesa sobre el perrito. El duque enfureció, entró en el cuarto y, sacando del cadáver del hidalgo la espada con que se traspasara el pecho, se arrojó, mudo, al salón en que se bailaba y se enseñoreaba el alborozo. Cumplió entonces la promesa hecha a la duquesa y le dio un tremendo golpe en la cabeza. La duquesa cayó a sus pies, ante los espantados asistentes, en medio del truncado baile.
Reveló entonces el duque la funesta historia de los enamorados. Nadie dejó de llorar, especialmente cuando vieron en un lado a la duquesa y en otro a la castellana y su amigo. La corte se despidió con enorme tristeza y aflicción.
Al día siguiente el duque hizo sepultar juntos a los amantes en el mismo féretro, y a la duquesa aparte. Pero el incidente lo entristeció de tal modo que ya no volvió a reír. Al poco tiempo se enroló en la Cruzada y se fue tras los mares y en esas tierras se hizo templario.
Historia del rey Schahriar
LAS MIL Y UNA NOCHES
Y al morir, dejó dos hijos en la flor de la edad; de ellos uno el mayor y otro el menor, y ambos buenos caballeros y bravos y esforzados, salvo que el mayor lo era más que el menor.
Y reinó en el país y juzgó con equidad entre sus vasallos y lo amó la gente de su pueblo y de su reino.
Y era su nombre el de rey Schahriar y el de su hermano, el menor, el de rey Schahseman, y era rey de Samarkandu–I–Achm.
Y no cesaron las cosas de ir bien en los países de entrambos y cada uno de los dos en su reino fue juez equitativo para sus vasallos por espacio de veinte años.
Yambos rayaban en el ápice de la holgura y la alegría y en ese estado perseveraron hasta que el mayor sintió nostalgia de su hermano, el menor, y ordenó a su visir (Del árabe uacir, el que ayuda o suple. El primero que ostentó este título fue Alí, el discípulo predilecto de Mahoma) que fuese allá y se lo trajese a su presencia.
Le respondió aquél con el «Oigo y obedezco» y se puso en camino sin pérdida de tiempo y fue caminando hasta que llegó allá con integridad y entró en casa del hermano del rey y le transmitió la paz y le hizo saber cómo su hermano, el rey, sentía ausencia de él y le rogaba que lo fuese a ver. Respondió el rey con el «Oigo y obedezco» y mandó hacer los preparativos para el viaje y que aprestasen sus alfaneques (Tienda de campaña) y sus camellos y sus muías y sus criados y sus edecanes y esclavos y nombró a su visir juez en su país y partió en el acto rumbo al país de su hermano.
Y sucedió que, la noche mediada, acordóse el soberano de una cosa que dejara en su palacio olvidada, y tornóse allá, y al llegar, encontróse a su esposa tumbada en el lecho, abrazada al cuello de un esclavo negro de entre los esclavos, y al ver aquello ennegrecióse el mundo ante los ojos del soberano.
Y en su interior se dijo:
— Si ocurrió tal cuando apenas me alejaba yo de la ciudad, ¿qué no habría hecho esta desvergonzada si me hubiese estado ausente con mi hermano todo el tiempo que pensaba?
Desenvainó luego su espada y los hirió a ambos y los dejó muertos en el mismo lecho.
Ytornóse al instante y dio orden de seguir adelante y caminó de noche sin descanso, hasta llegar a la ciudad de su hermano.
Alborozóse éste con su arribo y salió a recibirlo hasta que lo encontró y la paz le deseó.
Es decir, le dijo el Selam aleik (La paz sobre ti). El selam–o zalema de nuestro romance— es la fórmula de la salutación habitual entre los musulmanes, como el jaire (alégrate) entre los griegos y el salutem (salud) entre los romanos.