— Cómo no voy a saberlo–respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
— ¿Le ocurre algo? — dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido una equivocación —una equivocación atroz–y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino. Recordé una frase que Paulina escribió, hace años,
en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano. Luego me dije: Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte.
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez, victoriosa y triste, cuando me pregunté–mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó–si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruo fantasma de los celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre no podía entender la pureza de Paulina? — , la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina–en la víspera de mi viaje–no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un sólo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano–en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas–obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.
La gente está viva
MARCELO BIRMAJER
A mí también me gustaba Inés Larraqui. Y al igual que los Tefes, mi mujer y yo éramos amigos de los Larraqui. La amistad inicial, tanto de Tefes como mía, era con Diego, el marido de Inés.
Ricardo Tefes me había citado para contarme, finalmente, cómo era en la cama Inés Larraqui. Desde hacía años nos burlábamos del progresismo del matrimonio Larraqui y elogiábamos las tetas y el cuerpo flexible de Inés. Durante largo tiempo habíamos aguardado el momento en que alguno de los dos le relataría al otro la escena real, que tenía tanto de cataclismo como de milagro.
Aguardaba con ansiedad a Tefes, es un buen contador de historias y no ahorra detalles cuando se trata de sexo. Es un narrador pornográfico; de los que prefiero. Detesto el erotismo o las sutilezas en las conversaciones sexuales entre amigos. No me desagradan los detalles sórdidos ni los violentos.
Nos encontrábamos en el café Todavía, en la esquina de Junín y Rivadavia. Para mi asombro, el rostro de Tefes, cuando llegó, no expresaba triunfo sino desconcierto.
— ¿No pudiste? —pregunté asustado.
— Me la cogí, me la cogí–me tranquilizó Tefes. Pero en su mueca persistía un dejo de extrañeza, de cierta amargura.
— ¿Algún problema? — pregunté.
— No, no —dijo sin convencimiento—, ¿Te cuento? Asentí.
— Bueno–comenzó Tefes-. Vino ayer a las dos de la tarde, con el hijo.
— ¿Con Nahuel? — pregunté.
— Con Nahuel–confirmó Tefes.
— Qué torpeza–dije acongojado.
¿Por qué se casa la gente? ¿Por qué tienen hijos? ¿Por qué tienen amigos? Si yo fuera feliz, me encerraría en un refugio con mi familia y no permitiría entrar a nadie. Nahuel era lo mejor que tenían los Larraqui. Un chico de ocho años, sorprendentemente inteligente y dulce. Si alguna vez nos cohibíamos, con Tefes, respecto de nuestros más ardientes comentarlos sobre qué haríamos con Inés Larraqui, no era por nuestro amigo en común. Diego, sino por Nahuel.
Cuando cenaba en lo de los Larraqui —y con mi esposa lo hacíamos como mínimo dos veces por mes-, mi único consuelo era Nahuel. Mientras los adultos conversaban estupideces, yo jugaba a los videos con Nahuel y escuchaba sus acertados comentarios. Dos motivos me impedían cortar toda relación con los Larraqui: la profunda amistad que se había establecido entre Inés y mi esposa; y mi esperanza, nunca apagada, de acostarme alguna vez con Inés. Nahuel era el más fuerte aliciente para cortar toda relación con ellos. Por preservarlo.
Los hombres débiles casados con mujeres hermosas no deberían tener amigos. Deberían aceptar el regalo primero del destino, la mujer, y renunciar a las amistades masculinas. Salvo con hombres más débiles y con mujeres más hermosas.
¿Qué le depararía el futuro a Nahuel? Inventaba todo aquello que no sabía: describía con lujo de detalles cómo era posible que aparecieran las imágenes en la pantalla del televisor, cómo sobrevivían los peces bajo el agua, qué mantenía girando al mundo. Yo podía escucharlo durante horas.
Cuando por algún motivo debía llamarlos por teléfono y atendía Nahuel, le dedicaba la mayor parte del tiempo del llamado.
Tefes me estaba contando los detalles, nada destacables, de su ronroneo con la LarraquL Una vuelta aquí, otra por allá; ni sometimiento ni forcejeos. Ni un acto de los que siempre habíamos hablado.
— Esas cosas se dicen para calentar el ambiente entre amigos —me dijo Tefes-. Pero no se hacen.
— ¿Y Nahuel? — pregunté.
— Bueno, vos sabes: Inés había venido a casa a estudiar unos nuevos mapas.
Tefes e Inés eran profesores de geografía, y los seis nos habíamos conocido en el profesorado. Mi esposa e Inés trabajaban en la misma escuela; Tefes, Diego y yo en otra. La esposa de Tefes enseñaba en el instituto de la Fuerza Aérea.
— Cuando la vi caer con Nahuel, pensé que no pasaba nada. Máxime, cómo se portó el pibe. Un quilombo bárbaro. No paraba de hacer lío. Nunca lo vi así.
— ¿Intuía algo? — pregunté.
— No sé. Pero eso pensé yo.
— ¿Y cómo los dejó tranquilos para que pudieran llegar tan lejos? Si estaba revoltoso…
— Eso fue lo peor.