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La despedida de Diego era una bienvenida para mí. Inés no lo acompañaba. El felpudo en la puerta de su casa. Yo me limpiaría la suela de los zapatos en el umbral de su departamento.

En esta cena, Inés mantuvo las formas. Las de su cuerpo y las de la decencia. La mesa donde yo estaba sentado daba a nuestro balcón, y tras el vidrio de la ventana cerrada podía ver reflejada la nuca de Nahuel contra la noche.

¿Sabía Nahuel que su madre engañaba a su padre? ¿Le ocasionaría yo un daño irreparable si me convertía en el amante que pasaba por la cama de su madre? ¿Me convertiría en uno de los monstruos que poblarían sus pesadillas, sus sueños profundos de calmantes químicos para adultos? Como fuese, yo ya no podía evitar acostarme con Inés. Su cuerpo se me había tatuado en el corazón con la fuerza de un juramento. La veía y bullía. Nahuel se levantó de la silla y corrió por el pasillo. Aproveché que nadie me estaba hablando y lo seguí. Se había metido en nuestra pieza matrimonial.

Cuando entré, presencié un espectáculo extraño. Nahuel estaba de pie, con los ojos cerrados, y movía la cabeza con desesperación. Además de los ojos, apretaba fuerte los labios, que casi desaparecían en su mueca. Los puños también revelaban tensión. Y la cabeza giraba a un lado y al otro, como si una idea terrible se agitara en su interior y no encontrara por dónde salir: los ojos estaban cerrados; la boca, clausurada y los puños, apretados. Me acerqué con cuidado y le detuve la cabeza con ambas manos.

— Nahuel–le dije en un susurro-, ¿qué pasa?

Me miró unos instantes en silencio, como un bebé.

— ¿Qué pasa, hijo? — Yo no tengo hijos. — ¿Por qué removés así?

— La gente está viva–me dijo Nahuel.

— ¿Qué?

— En esta casa, la gente está viva.

— Sí–le respondí-. Estamos vivos. Vos estás vivo, yo estoy vivo. Claro que estamos vivos.

— No me gusta–dijo Nahuel. — A ver, contáme. — No me gusta la gente viva. — ¿Estás jugando? — le pregunté.

Nahuel sacó su cabeza de entre mis manos y regresó a la mesa. No quería que le siguiera preguntado. La cena concluyó y Nahuel se comportó como un caballero.

Por supuesto, no le di a Patricia un solo detalle de la descompostura de Nahuel. Estaba convencido de que narrar el bizarro episodio podía, de algún modo lateral e inexplicable, anunciar mis intenciones, cada vez más cercanas a los actos, para con Inés. Ni con Inés ni con Diego estaba dispuesto a compartir aquellos dislates de su hijo. Cualquier movimiento desacertado podía alejarme de Inés; y una circunstancia tan favorable a mis deseos, el viaje de Diego, podía no volver a repetirse.

De modo que protegí mi incidente con Nahuel en un monólogo interior que arrojó como conclusión la idea de que los calmantes lo estaban volviendo loco. Quién sabía cuántas veces la madre lo había hecho dormir con píldoras pesadas, y qué efectos tenían éstas en el cerebro del niño. A medida que avanzaba en mis deducciones, más y más me alejaba del cariño por Nahuel. Ahora que finalmente había decidido acostarme con su madre a contrapelo de toda consecuencia, la culpa por Nahuel mutaba a un placer escandaloso y perverso. Me arrojaría sobre Inés ante los ojos cerrados de su hijo. Practicaría sobre ella piruetas inconfesables mientras su hijo dormía en la habitación de al lado y el marido conversaba en la India con los gurúes de la homeopatía.

Después de una semana buscando subterfugios para encontrarme con Inés–y dos semanas antes de que regresara Diego-, me llamó. Su propuesta fue curiosa y atrevida.

El miércoles por la noche, cuando la esposa de Tefes la convocó, junto a Patricia, para una cena de mujeres sotas en un shopping, Inés fingió gripe y que esperaba un llamado de Diego. Me llamó y me preguntó si quería pasar por su casa

para aconsejarla acerca de no sé qué enfoque epistemológico de la enseñanza de la geografía. Contesté que sí de inmediato. Llamé a Tefes y le pedí que se fuera de su casa y dejara una nota diciendo que estaba jugando al paddie conmigo.

Hice lo propio, recogí mi raqueta, mi ropa de paddie y tomé un taxi. En el viaje, di un orden de prioridades a cada una de las necesidades que me provocaba Inés.

Me atendió vestida como cuando habíamos ido a cenar a su casa. Nahuel apareció en el living y me saludó. Inés se apartó de mí con un respingo.

— Hoy dormís en la cama de mamá–le dijo. Nahuel sonrió.

La miré sin comprender. Me las arreglé para que Nahuel se quedara solo en su pieza, e Inés me explicó:

— Prefiero que duerma en mi cama. Los cuerpos dejan olor en el colchón. Si nos acostamos en la cama de Nahuel, Diego no lo va a notar.

Yo no había dicho una palabra, no había intentado un movimiento. Inés estaba anunciando y ejecutando, segura de mis deseos y decidida en los suyos.

— Habrá que dormirlo–me dijo.

— Esperemos a que se duerma.

— Es que no se duerme más —respondió Inés con incipiente fastidio ante mi reparo— Y vos tenes que irte temprano.

— No importa–insistí.

— ¿Queros irte ahora? — me preguntó. Dudé unos segundos. La besé. — Espera que lo duermo–me dijo.

No pude contradecirla. Como a Tefes, su embrujo me complicaba en lo que ella quisiera. Aceptaría que durmiera a su hijo con una pastilla sedante para adultos. Yo también sería un cretino.

Entró en el baño, salió y entró en la pieza de Nahuel. La seguí.

— Inés… — le dije. Giró hacia mí.

— Traéme un vaso de agua–me pidió.

Fui al baño y regresé con un vaso de agua.

Después de todo, sólo sería una vez más. ¿Acaso si le impedía doparlo hoy evitaría que lo siguiera haciendo en el futuro? Definitivamente no. No lo dopa para acostarse conmigo, me dije, lo dopa siempre.

Le entregué el vaso de agua y salí de la pieza. Nahuel me miró con un gesto en el que se mezclaban el susto y la desconfianza.

Aguardé unos minutos en el living, tomé un portarretratos con una foto de Diego, parado en la nieve, alzando unos esquíes con cara de imbécil.

"¿Por qué te hiciste amigo mío?», le pregunté nuevamente. "¿Por qué te casaste con Inés?» "¿Por qué permitís que le hagamos esto a tu hijo?» En un momento sentí que le estaba hablando a Dios. A menudo los creyentes creen que Dios nos castiga por nuestros pecados, yo estoy convencido de que su castigo es permitirnos cometerlos.

Inés salió de la pieza de Nahuel sin el pantalón. Con Nahuel en brazos. Lo dejó sobre la cama de la pieza matrimonial y cerró la puerta.

Por encima de la bombacha, le asomaban los mejores pelos del pubis. Ésa era la palabra. Ahí estaba todo. Uno descubría por qué había entregado su alma y aceptaba estar en lo correcto. Todos los lazos morales entre los hombres se llamaban a silencio: eso era definitivamente malo y dulce.

Me arrojé sobre ella y caímos en el sofá.

— En el sofá» no–dijo.

Ss levantó y me dio la espalda. Sus nalgas eran un monstruo marino, secuestraban la mirada humana y sumergían al hombre en un agua respirable y viciada.

Nuevamente caí sobre ella, la puse boca abajo contra la alfombra, le bajé la bombacha y forcejeé. Me dijo que no. Insistí sin escucharla. Repitió el no. Me guié con la otra mano. Entonces, se zafó hábilmente de mi abrazo, quedó acostada de frente a mí, y con un envión que no sé cómo consiguió me dio un golpe fortísimo con el puño derecho en el ojo. Sentí el impacto, y tardé unos instantes en descubrir que había sido golpeado. Ella estaba parada a mi lado, mientras yo me palpaba el ojo izquierdo.

— Vamos a la cama de Nahuel–me dijo.

La seguí, todavía frotándome el ojo.

Se acostó boca arriba en la cama, y me invitó a subirme a ella. Mi cara quedaba frente al rostro del padre de Inés, que, pálido y con un gesto congelado, sostenía a Nahuel en brazos.

Inés se rió antes de comenzar.