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— Qué piña te pegué —dijo mirándome el ojo. No respondí. En cambio dije: — ¿Voy a hacerte el amor mirando a tu padre a la cara?

— No tengo ningún límite–dijo Inés, cayendo por primera vez en un lugar común-. Y no vas a hacerme el amor. Empezá.

Y empecé.

— No tengo ningún límite–repitió Inés.

En el taxi, no había suficiente luz como para mirarme. Y porfié tantas veces con el espejo retrovisor, que finalmente el taxista me preguntó si necesitaba algo.

— Nada, nada–dije.

Recién en el pasillo de casa pude mirarme.

Tenía un redondel amarillo, que iba variando de colores a medida que se alejaba del centro del ojo, como un arco iris infectado. La ceja estaba totalmente hinchada, y los pelos parecían desperdigados, raleados, no cubrían la superficie. La pupila misma se me había achicado, y el ojo parecía como escondido en una cueva mal hecha. No podía cerrarlo ni abrirlo.

Por suerte el paddie justificaba heridas como ésta, especialmente cuando se jugaba de uno contra uno.

Miré el reloj para ver si podía avisarle a Tefes que confirmara mi historia. Pero ya eran más de las doce. Sin embargo, era más o menos la hora en que ambos deberíamos haber regresado del juego.

Salí a la calle y caminé una cuadra hasta el teléfono público. Llamé a lo de Tefes y me atendió Norma.

— Hola, ¿cómo estás? — pregunté-. ¿Ya llegó Ricardo?

— Me acaba de llamar para decirme que iban a tomar algo–respondió extrañada.

— Sí–dije insultándome-. Pero me dijo que si hacía tiempo pasaba primero por ahí a buscar plata… — ¿Si hacía tiempo para qué? —preguntó Norma.

— Él tenía que ir a buscar unas evaluaciones cerca de tu casa, y yo le pedí que de paso pasara y me trajera un libro que le presté–tartamudeé.

— ¿A esta hora va a pasar a buscar evaluaciones?

— Sí, son unos maestros jóvenes que se quedan laburando hasta tarde.

— Bueno, si no pasa por acá, decíle que me llame.

— Hecho–dije, y colgué.

Había arruinado todo. Mí vida y la de los demás. Subí a casa en silencio, rogando que Patricia estuviese durmiendo.

— ¿Cómo te fue? — me preguntó cuando abrí. «Y además de permitirnos cometerlos», me dije, «nos castiga».

Al mediodía, llamé nuevamente a Tefes. Atendió Norma. Habló sin ganas y con medias palabras. Le pedí que le dijera a Ricardo que me llamara.

Cuando dos horas después me llamó, antes de atender sabía que era él, sabía que estaría enojado y sabía dónde estaba cuando le dijo a su mujer que se iba a tomar algo conmigo después del falso paddie. Si inventas con un amigo un sitio falso a donde ir, me dije, procura que ambos inventen el mismo.

— ¿Te pusiste celoso? — me preguntó ofuscado.

— No podía saber que ibas a ir a lo de Inés justo un minuto después de que yo salí.

— ¿Te pusiste celoso, mal parido? — insistió realmente iracundo-. ¿Cómo me vas a denunciar así con mi esposa? ¿Te volviste loco? ¿Qué querés, que le cuente todo a Patricia, ahora?

— Tefes…, para. No lo hice a propósito. Yo no podía saber. Realmente, no podía saber.

— ¿Pero vos sos imbécil? — me preguntó; y me vi como Diego, el marido de Inés, levantando los esquíes, sonriendo como un idiota, parado en la nieve-. Si me pedís que diga que salí con vos, ¿cómo vas a llamar a casa para preguntar por mí?

Permanecí unos instantes en silencio. Comprendiendo cada vez mejor que efectivamente yo era un imbécil, que era muy distinto de como había creído que era. Comprendí, en escasos segundos, que sólo los ladrones están capacitados para robar y sólo los adúlteros están capacitados para ser adúlteros. Tefes era un adúltero, yo era un imbécil.

— No sé qué decir–dije-. ¿Podemos encontrarnos?

— Nunca más–dijo Tefes. Corté.

En las siguientes semanas todo cambió. Mi matrimonio permaneció. Ricardo y Norma Tefes, luego de lo que supe fue una disputa terrible, decidieron permanecer unidos. Y Diego se volvió loco en la India.

Llamó Inés y me dijo que Diego había tenido un brote psicótico. Sus colegas la habían llamado, y explicado, no muy claramente, que Diego había comenzado a asistir, por su cuenta, a unas clases dictadas por un «maestro» hindú sobre la reencarnación. Había concurrido a dos o tres clases, y en la última se deshizo en gritos desaforados. Le pedía perdón a Dios, agarraba de la ropa a la gente, pedía limosna en el medio del aula como hacían los mendigos en las calles de la India. Se volvió loco.

Lo. traían medicado, de emergencia, acompañado por dos colegas y un enfermero indio especialmente contratado, en el vuelo del viernes. Inés me contó esto el miércoles.

Patricia ya lo sabía, y también por ella me había enterado unos días antes de la pelea y reconciliación entre los Tefes.

—Le dije a Norma que la culpa es de la puta —me dijo Patricia olvidando todo su progresismo y compromiso con la cultura feminista occidental-. Es difícil que un hombre a la edad de ustedes pueda resistirse a una invitación así. Es muy puta. Yo te admiro por haber aguantado. Realmente quería acostarse con vos; yo te lo hubiera perdonado. Le dije a Norma que lo perdone. Lo realmente lamentable es que se haya roto todo el grupo. A la puta no la vemos más, seguro. Pero nos va a costar un buen tiempo volver a mirarnos a la cara con los Tefes.

Lo que supe de Diego, me lo contó el mismo Diego en las últimas horas que pasó en su casa matrimonial.

Había llegado el viernes, efectivamente, a las doce de la noche. El sábado al mediodía estaba mucho mejor, y tomaba lirio para estar seguro de no descompensarse. Nos vimos el sábado a las cinco de la tarde, cuando comenzaba su mudanza.

— Esto me curó de la homeopatía–me dijo-. Para bajar del brote, ni soja ni flores de Bach. Un medicamento con receta, bien químico, y me salvó la vida. No sabes qué feo es. ¿Qué te pasó en el ojo?

— Jugando al paddie.

El mismo sábado al mediodía Diego había decidido separarse y yo no me animaba a preguntarle por qué. Inés no había opuesto resistencia. Le había dejado la casa para que se llevara sus cosas, y Diego me llamó para que lo ayudara.

— ¿Qué pasó? —pregunté finalmente, para no pecar de excesivamente reservado.

— Vení–me dijo.

Me llevó a la pieza de Nahuel.

Entré con temor reverencial, como quien ingresa en un templo profano.

Me señaló el cuadro del padre de Inés con el bebé Nahuel en brazos.

— ¿Qué? —pregunté temblando. ¿Había alguna marca? ¿Mi reflejo había dejado una huella en el vidrio que protegía la foto?

— ¿Qué? — insistí.

— Mira bien al viejo. Al padre de Inés. Lo miré sin entender.

— Está muerto–me dijo Diego. — ¿Qué?

— El hombre, el abuelo de Nahuel, el padre de Inés. En esa foto está muerto. Le pusimos al chico en los brazos. Inés quería tener una foto de Nahuel con su padre. Puso a Nahuel en brazos del abuelo embalsamado.

No hablé.

Diego salió para la pieza matrimonial y lo seguí. Se paró encima de una silla, abrió los compartimentos más altos del placard y comenzó a tirar álbumes de fotografías encuadernados en cuero. Eran álbumes antiguos, algo solemnes, rectangulares, con gruesas hojas de cartón separadas por papel manteca, y las fotos pegadas con cuatro pedacitos de autoadhesivo. Nahuel, a distintas edades, en brazos de su abuelo muerto. Eran muchas fotos.

— Le decía que nosotros éramos una familia de muertos. Especialmente ella, su padre y él. Yo era mixto–dijo sin entonación. Y agregó-: Yo se lo permitía.

Lo escuché en silencio, casi aprobándolo, entendiendo que lo hubiese permitido a cambio de Inés. — Por suerte me broté. ¿Soy un hijo de puta, no? Haberla dejado hacer eso. ¿Soy un hijo de puta? — No–dije-. Ya está. Se terminó. Te diste cuenta.

— ¿Y qué voy a hacer con Nahuel, ahora? Le tengo que quitar la tenencia. Está loca. Es peligrosa. Me froté el ojo y, no sé por qué, mentí: — Está loca, pero no creo que sea peligrosa.