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— No la conoces–me dijo—. Cómo pude… Creo que de verdad está muerta. No siente nada. El problema lo tenemos nosotros.

— Los vivos–agregué.

El cornudo consolado

GIOVANNI BOCCACCIO

Poco tiempo hace vivía en Perusa un riquísimo sujeto llamado Pedro Vinciolo, muy conocido por su afición a los placeres, pero tocado de indiferencia por los que las mujeres procuraban.

A fin de desechar del ánimo de sus compatriotas esas sospechas, por cierto muy fundadas, resolvió casarse, tomando por esposa a una señorita a propósito para conducirlo por la buena vía. Era joven, alta, robusta, ojos vivos, de pasiones ardientes, en una palabra, la complexión que necesitaba no un marido sino dos. Por desgracia suya, aquel a quien diera la mano de esposa estaba muy poco dispuesto a satisfacer los deseos naturales del matrimonio: sus gustos e inclinaciones lo alejaban de las mujeres, de suerte que tenía trato con la suya lo menos posible, y sólo para no infundirle sospechas sobre el vergonzoso vicio del que era apasionadísimo. Semejante conducta distaba mucho de contentar a la señora, la cual veíase instigada por su temperamento. Como no podía tachar de impotente a su marido, puesto que era vigoroso y se encontraba en la flor de la edad, sospechó de su depravación, lo que le causó un gran disgusto. Empezó reconviniéndolo y terminó por injuriarlo. Diariamente se renovaban los debates y la guerra en aquel matrimonio. Por último, viendo que todas aquellas pendencias no conducían a otra cosa que a alterar su salud, sin lograr reformar a su indigno consorte, resolvió castigarlo por su indiferencia.

— Ya que este desgraciado–dijo para sí–no se porta conmigo como está obligado, y me abandona de esta suerte a la flor de mi edad para satisfacer una mala inclinación, justo es que me provea de algún galán, a fin de resarcirme de los goces que él me escatima. Si le he llevado una buena dote y lo he aceptado por marido, es porque creí que era hombre, y que gustaba de lo que a los otros agrada y debe agradar. Sabía que yo era mujer; si no estimaba mi sexo no debía

tomarme por esposa. ¡Oh, infame! Nunca le perdonaré el haberme engañado de esta suerte. Si hubiese querido renunciar a los placeres mundanos me habría encerrado en un convento; mas supuesto que no los he renunciado, ¿por qué me privaría de ellos? ¿Acaso debo dejar pasar mi juventud sin disfrutar de su mejor goce? Cuando sea vieja nadie me querrá. Por lo tanto, aprovechemos los floridos años para que más tarde no tengamos que arrepentimos del pasado, cuando se hayan borrado nuestros encantos. Él mismo me da ejemplo. Mi infidelidad no será tan criminal como la suya: yo sólo faltaré a las leyes de la conveniencia, mientras que mi marido falta a éstas y a las de la naturaleza.

Llena su cabeza de tan loables propósitos, sólo se ocupaba en cómo podía llevar a cabo su proyecto, tratando sin embargo de no comprometerse a los ojos de su marido. Al objeto se dirigió a una vieja entremetedora, que parecía una santita, a juzgar por su exterior. Esta mujer llevaba siempre el rosario en la mano y pasaba la mayor parte del tiempo en las iglesias; sólo abría su boca para bendecir al Señor, elogiar la vida de los santos, o hablar de las llagas de San Francisco; en una palabra, al verla se la habría canonizado. La joven tomó sus precauciones para abrir su corazón a esa hipocritona, contándole lo que le pasaba y lo que se había propuesto hacer.

— Hija mía–le contestó la vieja beata-, apruebo vuestras intenciones; y aunque vuestro marido no fuera tan culpable, haríais perfectamente en aprovechar los preciosos momentos de la juventud. Para toda mujer que razone un poco, no hay pesar más doloroso que el de haber despreciado el fruto de sus buenos años.

Impaciente estaba la joven porque acabase su discurso la pretendida santurrona, a fin de decirle que si encontraba por casualidad a un joven que solía pasar a menudo por su barrio, y cuyo retrato le hizo, tratase de sondearle para saber si le agradaría obtener los favores de cierta dama. Así convenidas regaló a la vieja un trozo de carne salada y la despidió.

Ésta se ingenió tan bien que no tardó en traerle el joven: pocos días después le procuró otro, y luego otro, y otro, según la fantasía de la damisela, quien, a lo que parece, era aficionada a la variedad. Empero tomaba bien sus medidas para que no llegase a apercibirse su marido del nuevo género de vida que llevaba, a pesar de lo quejosa que con él estaba.

Como tenía muy buen apetito, multiplicaba y prolongaba tanto como podía las visitas de los galanes, a fin de no desperdiciar el tiempo, siguiendo en esto los buenos consejos que le diera la vieja alcahueta. Cierto día que su marido estaba convidado a cenar en casa de uno de sus amigos llamado Ercolano, creyó que debía aprovechar la ocasión comprometiendo a la vieja a traerle un joven de los más gallardos y hermosos de Perusa, lo cual hizo sin titubear la hipocritona. Apenas la señora y su nuevo galán se hubieron sentado a la mesa para cenar, Vinciolo llamó a la puerta pidiendo que le abrieran: al oír la joven la voz de su marido, a quien no esperaba tan temprano, se creyó perdida; no obstante, pensó en esconder a su amante, el cual por su parte tampoco sabía qué hacer. Sea que no tuviese tiempo para ocultarle bien, sea que la sorpresa no le dejara razonar, lo introdujo en una especie de galería contigua a la sala donde cenaban, debajo de una jaula de gallinas, que tapó con un saco recién cosido. Mientras tanto la criada que, como se comprenderá, estaba al corriente de todo, quitó el servicio de la mesa, y, terminada esta operación, corrió a abrir la puerta a Vinciolo.

— ¡Cómo! ¿Ya estáis de vuelta? — le dijo su mujer-. Corta ha sido la cena.

— No he cenado ni tal cosa–contestó el marido.

— ¡Es posible! — replicó ella-; ¿y por qué no cenasteis?

— Un accidente que ha puesto en conmoción toda la casa de Ercolano nos ha privado de hacerlo. Apenas nos sentamos a la mesa cuando, él, su mujer y yo, oímos estornudar a corta distancia de nosotros. La primera vez no nos llamó la atención; empero no fue poca nuestra sorpresa al oír el mismo ruido cinco o seis veces seguidas y aun más. No viendo a nadie a nuestro alrededor, no sabíamos qué pensar y nuestra sorpresa crecía por momentos; entonces Ercolano, que ya estaba incomodado con su mujer porque nos había hecho aguardar algún tiempo a la puerta de la casa, le preguntó encolerizado qué significaba aquello. Y como ella no contestara y pareciese confundida, se levantó de la mesa y se dirigió hacia una escalera contigua a la habitación donde nos hallábamos, bajo la cual había un cuartito hecho con tablones, de donde le parecía habían salido los estornudos.

Apenas hubo abierto la puerta de aquel gabinetito (el cual no falta en casi ninguna casa), salió de él un olor insoportable, que ya habíamos olfateado, quejándose de ello Ercolano; pero su mujer se excusó diciendo que no era otra cosa que el vapor de un poco de azufre que había quemado para blanquear alguna ropa que extendiera en aquel sitio, a fin de que se sahumara. Habiéndose disipado algún tanto el humo, Ercolano registró el escondrijo, y vio al que había estornudado, y que acababa de hacerlo nuevamente merced a la fuerza del mineral cuyos vapores le subían a la cabeza, faltando muy poco para que ahogara. Entonces el marido, volviéndose hacia su mujer le dijo: «Ya comprendo ahora por qué nos hiciste aguardar tan largo rato a la puerta. Tal procedimiento merece una recompensa, y soy demasiado equitativo para negártela: será tan buena la que te dé, que me envanezco de que no la olvidarás mientras vivas». Al oír estas palabras la mujer ha escapado sin tratar de justificarse siquiera: Ercolano, desatendiendo a su mujer, repitió varias veces al estornudador que saliera de su escondrijo; empero, como estaba más muerto que vivo, no por eso se movió; entonces lo agarró de una pierna y lo arrastró afuera, hecho lo cual fue en busca de su espada con intención de matarlo. El temor de verme envuelto en una causa de asesinato me hizo precipitar a su encuentro oponiéndome a que hiriera a aquel hombre. Mis gritos y el ruido que hacía para defender al culpable atrajeron a algunos vecinos, quienes, viendo al joven más muerto que vivo, se lo llevaron no sé adonde. He aquí cuál ha sido nuestra cena. Sólo había tragado el primer bocado cuando empezó dicha escena; así, pues, juzgad si tendré apetito.