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Gelluk estaba seguro de que sin él el nefasto reino de Losen no tardaría en derrumbarse, y algún mago enemigo borraría a su rey con medio hechizo. Pero dejaba que Losen interpretara el papel de señor. El pirata era una comodidad para el mago, quien se había acostumbrado a tener todo lo que deseaba, su tiempo libre y un interminable abastecimiento de esclavos para sus necesidades y sus experimentos. Era fácil mantener las protecciones que había colocado en la persona de Losen, en sus expediciones y en sus incursiones; los hechizos que había colocado en los sitios en donde trabajaban los esclavos o en donde se guardaban los tesoros. Crear aquellos hechizos había sido un asunto diferente, un arduo y largo trabajo. Pero ahora estaban en su lugar, y no había ni un solo mago en Havnor que pudiera deshacerlos.

Gelluk nunca había conocido a un hombre al cual le tuviera miedo. Unos cuantos magos se habían cruzado en su camino con suficiente fuerza como para que se sintiese receloso de ellos, pero nunca había conocido a uno con habilidades y poderes iguales a los que él poseía.

Recientemente, adentrándose siempre más y más profundamente en los misterios de cierto libro de saber popular traído de la Isla de Way por uno de los ladrones de Losen, Gelluk se había vuelto indiferente ante la mayoría de las artes que había aprendido o había descubierto él mismo. El libro lo convenció de que todas ellas eran meramente sombras o atisbos de un dominio mucho más grande. Al igual que un elemento verdadero contenía a todas las sustancias, un conocimiento verdadero contenía todos los demás. Para acercarse más y más a aquel dominio, comprendió que las artes de los magos eran tan vulgares y falsas como el título y el dominio de Losen. Cuando llegara a ser uno con el elemento verdadero, sería el único rey verdadero. Solo entre los hombres, pronunciaría las palabras de la creación y las de la destrucción. Tendría dragones por mascotas.

En el joven zahorí reconoció un poder, sin instrucción e inepto, que podría utilizar. Necesitaba mucho más mercurio del que tenía, y por consiguiente necesitaba un descubridor. Descubrir era una de las artes menores. Gelluk nunca la había practicado, pero podía ver que el joven muchacho tenía aquel don. Haría bien en aprender el verdadero nombre del chico para asegurarse de poder controlarlo. Suspiró al pensar en el tiempo que tendría que perder enseñándole al joven para qué servía. Y después de eso, todavía habría que excavar y sacar el mineral de la tierra y refinar el metal. Como siempre, la mente de Gelluk esquivaba los obstáculos y los retrasos para llegar a los maravillosos misterios ocultos detrás de ellos.

En el libro del saber popular de la Isla de Way, que llevaba con él en una caja cerrada con hechizos allí donde fuera, había pasajes que hablaban del verdadero fuego refinador. Tras haber estudiado estos párrafos durante mucho tiempo, Gelluk sabía que una vez que tuviera suficiente cantidad de metal puro, la siguiente etapa consistiría en purificarlo aun más hasta convertirlo en el Cuerpo de la Luna. Había entendido el lenguaje oculto del libro que decía que para lograr purificar mercurio, el fuego tenía que crearse no únicamente con madera sino también con cadáveres humanos. Releyendo y reflexionando sobre las palabras aquella noche en su habitación en el cuartel, discernió otro posible significado en ellas. Siempre había otro significado en las palabras de aquel saber. Tal vez el libro estaba diciendo que debía haber sacrificio no solamente de carnes viles, sino también de espíritus inferiores. El gran fuego de la torre debería quemar no sólo cuerpos muertos, sino también vivos. Vivos y conscientes. La pureza de la inmundicia: la gloria del dolor. Todo aquello era parte del gran principio, perfectamente claro una vez visto. Estaba seguro de que tenía razón, finalmente había entendido la técnica. Pero no debía apresurarse, debía ser paciente, tenía que asegurarse. Pasó a otro pasaje y comparó los dos, y le dio vueltas al libro hasta altas horas de la noche. Una vez, durante un segundo, algo desvió su atención, cierta invasión de las afueras de su conciencia; el muchacho estaba intentando hacer algún tipo de truco. Gelluk pronunció impacientemente una única palabra, y regresó a las maravillas del reino del Rey de todas las cosas. Nunca se dio cuenta de que los sueños de su prisionero se habían escapado de él.

Al día siguiente ordenó a Licky que le enviara al muchacho. Estaba ansioso por verlo, por ser bondadoso con él, por enseñarle, por acariciarlo un poco, como había hecho el día anterior. Se sentó con él al sol. A Gelluk le gustaban mucho los niños y los animales. Le gustaban todas las cosas bonitas. Era agradable tener una joven criatura cerca de uno. El incomprensible sobrecogimiento de Nutria era atrayente, al igual que su incomprensible fuerza. Los esclavos eran agotadores, con su debilidad y sus engaños, y sus desagradables y enfermos cuerpos. Por supuesto, Nutria era su esclavo, pero el muchacho no tenía por qué saberlo. Podían ser maestro y aprendiz. Pero los aprendices no eran muy leales, pensó Gelluk, recordando a su aprendiz Primitivo, quien se pasaba de listo, y a quien debía recordar para controlarlo más estrictamente. Padre e hijo, eso es lo que él y Nutria podrían ser. Haría que el muchacho lo llamase Padre. Se acordó de que había intentado averiguar su verdadero nombre. Había varias maneras de hacerlo, pero la más sencilla, considerando que el muchacho ya estaba en su poder, era preguntárselo a él mismo. —¿Cuál es tu nombre? —le dijo, observando a Nutria atentamente.

Hubo una pequeña lucha en la mente del pequeño, pero su boca se abrió y su lengua se movió: —Medra.

—Muy bien, muy bien, Medra —dijo el mago—. Puedes llamarme Padre.

—Debes encontrar a la Madre Roja —le dijo, el día después de aquello. Estaban otra vez sentados uno junto al otro, fuera. El sol de otoño era cálido. El mago se había quitado el sombrero cónico, y los gruesos y grises cabellos le ondeaban sueltos alrededor de la cara—. Sé que encontraste aquella pequeña parcela para que ellos excavaran, pero allí no hay más que unas pocas gotas. Apenas vale la pena quemarse para tan poco. Si tú vas a ayudarme, y si yo voy a enseñarte, tienes que esforzarte un poco más. Creo que sabes cómo hacerlo —sonrió a Nutria—, ¿verdad?

Nutria asintió con la cabeza.

Todavía estaba conmocionado, horrorizado, por la facilidad con la que Gelluk le había obligado a decir su nombre, lo cual le daba al mago un poder inmediato y absoluto sobre él. Ahora no tenía esperanza alguna de resistirse a Gelluk de ninguna manera. Aquella noche se había sentido completamente desesperado. Pero entonces Anieb, la muchacha, había acudido a su mente: había acudido por voluntad propia, por sus propios medios. No podía invocarla, ni siquiera podía pensar en ella, y no se habría atrevido a hacerlo, ya que Gelluk sabía su nombre. Pero ella acudió, incluso cuando él estaba con el mago, no como un espectro sino como una presencia en su mente.

Era difícil ser consciente de ella a través de las palabras del mago y de los hechizos constantes y controladores de la mitad de su conciencia que tejían cierta oscuridad a su alrededor. Pero cuando Nutria podía hacerlo, entonces no era tanto como si ella estuviese con él, sino como si ella fuese él, o como si él fuese ella. Veía a través de sus ojos. La voz de ella hablaba en su mente, más fuerte y más clara que la voz y los hechizos de Gelluk. A través de sus ojos y de su mente, Nutria podía ver y pensar. Y comenzó a ver que el mago, completamente seguro de poseerlo en cuerpo y alma, se había despreocupado de los hechizos que ataban a Nutria a su voluntad. Una atadura es una conexión. Él —o Anieb en él— podía seguir los enlaces de los hechizos de Gelluk de regreso hasta la propia mente de Gelluk.

Inconsciente de todo esto, Gelluk seguía hablando, siguiendo la interminable fascinación de su propia voz encantadora.