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—Tienes que encontrar el verdadero útero, el vientre de la Tierra, que contiene la semilla pura de la luna. ¿Sabías que la Luna es el Padre de la Tierra? Sí, sí; y él se acostó con ella, ya que ése es el derecho del padre. Comenzó a moverse en su vil arcilla con la semilla verdadera. Pero ella no quería dar a luz al Rey. Es fuerte en su miedo y determinada en su vileza. Lo retiene y lo esconde profundamente, temerosa de alumbrar a su señor. Por eso mismo, para darlo a luz, debe ser quemada viva.

Gelluk se detuvo y no dijo nada más durante un rato, pensando; su rostro reflejaba excitación. Nutria vislumbró las imágenes que aparecían en su mente: grandes fuegos, palos quemándose con manos y pies, terrones de tierra ardiendo que gritaban como grita la madera verde en el fuego.

—Sí —dijo Gelluk, su voz profunda, suave y soñadora—, tiene que ser quemada viva. ¡Y entonces, sólo entonces, aparecerá de repente, brillando! Oh, es hora, ya es hora. Debemos dar a luz al Rey. Debemos encontrar el gran filón. Está aquí; no hay duda alguna de eso: «El útero de la Madre yace debajo de Samory».

Una vez más hizo una pausa. En seguida miró fijamente a Nutria, que se petrificó de miedo pensando que el mago lo había descubierto observando su mente. Gelluk lo miró fijamente durante un rato con aquella curiosa mirada, medio penetrante, medio perdida, sonriendo. —¡Pequeño Medra! —dijo, como si acabara de descubrir que estaba allí. Golpeó suavemente el hombro de Nutria—. Sé que tienes el don de encontrar lo que está oculto. Un don bastante especial, si estuviera adecuadamente entrenado. No temas, hijo mío. Sé por qué llevaste a mis sirvientes solamente hasta el pequeño filón, jugando y retrasándote. Pero ahora que he llegado, tú me sirves a mí, y no tienes nada a qué temerle. Y no servirá de nada que intentes esconderme algo, ¿verdad? El niño sabio ama a su padre y le obedece, y el padre lo recompensa como se lo merece. —Se inclinó hasta quedar muy cerca de Nutria, como le gustaba hacerlo, y le dijo dulce y confidencialmente:— Estoy seguro de que puedes encontrar el gran filón.

—Yo sé dónde está —dijo Anieb.

Nutria no pudo hablar; ella había hablado a través de él, utilizando su voz, la cual sonó espesa y débil.

Muy poca gente le hablaba alguna vez a Gelluk a menos que él les obligara a hacerlo. Los hechizos con los cuales enmudecía, debilitaba y controlaba a todos los que se le acercaban eran tan habituales para él que ni siquiera pensaba en ellos. Estaba acostumbrado a ser escuchado, no a escuchar. Sereno en su fuerza y obsesionado con sus ideas, no tenía pensamiento alguno más allá de ellas. No era en absoluto consciente de Nutria, excepto como una parte de sus planes, una extensión de él mismo.

—Sí, sí, lo harás —le dijo, y volvió a sonreír.

Pero Nutria era totalmente consciente de Gelluk, tanto físicamente como del hecho de que era una presencia con un inmenso poder controlador; y le parecía que las palabras de Anieb le habían quitado a Gelluk todo ese poder que tenía sobre él, ganándole un lugar en donde colocarse, un punto de apoyo para sus pies. Incluso con Gelluk tan cerca de él, terriblemente cerca, se las arregló para hablar.

—Te llevaré hasta allí —dijo secamente y con dificultad.

Gelluk estaba acostumbrado a escuchar a las personas pronunciar las palabras que él había puesto en sus bocas, si es que decían algo. Estas eran palabras que deseaba pero que no esperaba oír. Tomó el brazo del muchacho, acercando la cara a la de él, y sintió cómo él se encogía apartándose.

—Qué listo eres —le dijo—. ¿Has encontrado un mineral mejor que el de aquella parcela que encontraste primero? ¿Que justifique el esfuerzo de excavar y fundir?

—Es el filón —dijo el muchacho.

Aquellas lentas y escuetas palabras acarreaban un gran peso.

—¿El gran filón? —Gelluk lo miró fijamente, sus rostros estaban a menos de un palmo de distancia.

La luz en sus ojos azulados era como el suave y loco movimiento del mercurio—. ¿El útero?

—Sólo el Señor puede ir allí.

—¿Qué Señor?

—El Señor de la Casa. El Rey.

Para Nutria su conversación era, otra vez, corno avanzar caminando en una inmensa oscuridad con una pequeña lámpara. El entendimiento de Anieb era aquella lámpara. Cada paso revelaba el próximo paso que debía dar, pero nunca podía ver el lugar donde estaba. No sabía lo que vendría después, y no entendía lo que veía. Pero lo veía, y seguía avanzando, palabra por palabra.

—¿Cómo sabes de esa Casa?

—La vi.

—¿Dónde? ¿Cerca de aquí?

Nutria asintió con la cabeza.

—¿Está en la tierra?

«Dile lo que él ve», susurró Anieb en la mente de Nutria, y él habló:

—Un arroyo pasa a través de la oscuridad sobre un techo brillante. Bajo el techo está la Casa del Rey. El techo está muy alto sobre el suelo, sobre grandes pilares. El suelo es rojo. Todos los pilares son rojos. En ellos hay runas brillantes.

Gelluk contuvo la respiración. Y entonces le preguntó, muy dulcemente: —¿Puedes leer las runas?

—No puedo leerlas —la voz de Nutria era inexpresiva—, no puedo ir allí. Nadie puede entrar allí en el cuerpo, solamente el Rey. Solamente él puede leer lo que está allí escrito.

El blanco rostro de Gelluk estaba aun más blanco; le temblaba un poco la mandíbula. Se puso de pie, de repente, como lo hacía siempre.

—Llévame hasta allí —dijo, tratando de controlarse, pero obligando tan violentamente a Nutria a que se levantara y caminara que el muchacho se puso de pie tambaleándose y se tropezó varias veces, a punto de caerse. Luego comenzó a caminar, rígida y torpemente, tratando de no resistirse a la coercitiva y apasionada voluntad que apresuraba sus pasos.

Gelluk caminaba muy cerca de él, y a menudo lo cogía del brazo.

—Por aquí —dijo varias veces—. ¡Sí, sí! Es por aquí. —Sin embargo, estaba siguiendo a Nutria. Su tacto y sus hechizos lo empujaban, lo apuraban, pero en la dirección hacia la cual Nutria escogía ir.

Pasaron caminando junto a la torre del horno, pasaron junto al pozo viejo y junto al nuevo, siguieron hasta adentrarse en el extenso valle adonde Nutria había llevado a Licky el primer día que había estado allí. Ahora el otoño estaba casi terminando. Los arbustos y la hierba cubierta de maleza que aquel día habían estado verdes, estaban ya pardos y secos, y el viento hacía crujir las últimas hojas en los arbustos. Por la izquierda de donde se encontraban corría un pequeño arroyo entre matorrales y sauces. Suaves rayos de sol y largas sombras bañaban las laderas.

Nutria supo que se acercaba un momento en el cual podría liberarse de Gelluk; de eso había estado seguro desde la noche anterior. También sabía que en aquel preciso momento podría derrotar a Gelluk, quitarle su poder, si el mago, impulsado por sus visiones, se olvidaba de cuidar de sí mismo, y si Nutria podía averiguar su nombre.

Los hechizos del mago todavía unían sus mentes. Nutria presionó hacia el interior de la mente de Gelluk, buscando su nombre verdadero. Pero no sabía dónde buscar ni cómo buscar. Un descubridor que no conocía su arte, todo lo que podía ver claramente en los pensamientos de Gelluk eran páginas de un libro de saber popular lleno de palabras sin sentido, y las visiones que había descrito —un vasto palacio con paredes rojas donde runas de plata danzaban en los pilares carmesí—. Pero Nutria no pudo leer el libro ni las runas. Nunca había aprendido a leer.

Durante todo ese tiempo él y Gelluk se iban alejando más y más de la torre, lejos de Anieb, cuya presencia a veces se debilitaba y se desvanecía. Nutria no se atrevía a intentar invocarla.

Ahora, a tan sólo unos pasos de distancia de donde se encontraban, estaba el palacio donde, bajo sus pies, bajo tierra, entre sesenta y noventa centímetros hacia abajo, un agua oscura fluía lentamente y se filtraba a través de la suave tierra sobre el saliente de mica. Debajo de eso se abría la hueca caverna y el filón de cinabrio.