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Gelluk estaba casi completamente absorto en su propia visión, pero debido a que la mente de Nutria y la de él estaban conectadas, vio algo de lo que veía Nutria. Se detuvo, cogió el brazo de Nutria. Su mano temblaba por el entusiasmo.

Nutria señaló la poco pronunciada pendiente que se elevaba ante ellos.

—La Casa del Rey está allí —dijo. En ese momento la atención de Gelluk se alejó totalmente de él, fija en la ladera y en la visión que veía en ella. Entonces Nutria pudo llamar a Anieb. Ésta inmediatamente acudió a su mente y a su ser, y se quedó allí con él.

Gelluk estaba de pie inmóvil, pero retorciéndose las manos temblorosas. El cuerpo se le estremecía y temblaba, como un perro de caza que quiere emprender la persecución pero no puede encontrar el rastro. Estaba perdido. Allí estaba la ladera con su hierba y sus arbustos bajo los últimos rayos de sol, pero no se veía ninguna entrada. La hierba salía de una tierra cascajosa; la tierra sin veta.

A pesar de que Nutria no había pensado las palabras, Anieb habló con su voz, la misma voz débil y apagada: —Únicamente el Señor puede abrir la puerta. Únicamente el Rey tiene la llave.

—La llave —dijo Gelluk.

Nutria se quedó petrificado, ausente, igual que Anieb se había quedado en lo alto de la torre.

—La llave —repitió Gelluk, impaciente.

—La llave es el nombre del Rey.

Aquello fue un salto en la oscuridad. ¿Cuál de ellos lo había dicho?

Gelluk estaba tenso y temblaba, todavía perdido. —Turres —dijo, después de un rato, casi en un susurro.

El viento soplaba en la hierba seca.

El mago comenzó de repente a avanzar, sus ojos como brasas, y gritó: —¡Ábrete ante el nombre del Rey! ¡Soy Tinaral! —Y sus manos se movieron en un gesto rápido y poderoso, como si estuvieran separando pesadas cortinas.

La ladera que estaba ante él tembló, se retorció y se abrió. En ella se hizo una grieta, profunda y ancha. De ella comenzó a emanar agua, la cual llegó hasta los pies del mago.

Éste se echó hacia atrás, con la mirada fija, e hizo un brusco movimiento con la mano que apartó el arroyo en una nube de rocío, como una fuente soplada por el viento. La grieta en la tierra se hizo más profunda, revelando el saliente de mica. Con un crujido totalmente desgarrador, la piedra brillante se partió en dos. Debajo de ella sólo había oscuridad.

El mago dio un paso hacia adelante. —Aquí estoy —dijo con su jubilosa y dulce voz, y avanzó a zancadas y sin miedo hacia la herida en carne viva de la tierra, una luz blanca danzaba alrededor de sus manos y de su cabeza. Pero al no ver ninguna pendiente ni ningún escalón descendente cuando llegó al borde del techo roto de la caverna, dudó, y en aquel instante Anieb gritó con la voz de Nutria:

—¡Cáete Tinaral!

Tambaleándose frenéticamente, el mago intentó darse la vuelta, perdió el equilibrio en el borde que estaba a punto de desmoronarse, y cayó precipitadamente en la oscuridad. El manto de color escarlata se hinchó hacia arriba, la luz que había alrededor parecía una estrella fugaz.

—¡Ciérrate! —gritó Nutria, poniéndose de rodillas, sus manos sobre la tierra, sobre los bordes en carne viva de la fisura—. ¡Ciérrate, Madre! ¡Cúrate, cicatriza! —suplicó, imploró, pronunciando las palabras de la Lengua de la Creación, que no conocía hasta pronunciarlas—. ¡Madre, cúrate! —repetía, y la tierra agrietada crujió y se movió, uniéndose, curándose a sí misma.

Quedó una veta rojiza, una cicatriz que atravesaba la tierra, la gravilla y la hierba.

El viento movía las hojas secas en las ramas de los robles. El sol se escondía detrás de la colina, y algunas nubes se acercaban formando una baja masa gris.

Nutria se agachó allí al pie en la ladera, solo.

Las nubes ensombrecieron el lugar. La lluvia atravesó el pequeño valle, cayendo sobre la tierra y la hierba. Encima de las nubes, el sol descendía por las escaleras occidentales de la brillante casa del cielo.

Finalmente, Nutria se incorporó. Estaba mojado, frío, desconcertado. ¿Por qué estaba allí?

Había perdido algo y tenía que encontrarlo. No sabía qué era lo que había perdido, pero lo encontraría en la torre ardiente, el lugar donde unas escaleras de piedra se elevaban entre humos. Tenía que ir allí. Se puso de pie y caminó arrastrando los pies, cojo y vacilante, repitiendo el camino ahora de vuelta por el valle.

No se le ocurría esconderse o protegerse. Por suerte para él, no había guardias por allí; de hecho había pocos guardias, y no estaban alerta, ya que los hechizos del mago habían mantenido la prisión cerrada. Los conjuros habían desaparecido, pero la gente de la torre no lo sabía, seguían trabajando bajo el aun más poderoso hechizo de la desesperación.

Nutria atravesó la cúpula del horno y pasó junto a sus apresurados esclavos, luego subió lentamente las humeantes y oscuras escaleras de caracol hasta llegar al sitio más alto.

Ella estaba allí, la mujer enferma que podía curarlo, la pobre mujer que tenía el tesoro, la extraña que era él mismo.

Se quedó en silencio en la entrada. Ella se sentó en el suelo de piedra, cerca del crisol, su delgado cuerpo, grisáceo y oscuro como las piedras. Su barbilla y sus pechos brillaban con la saliva que caía de su boca. Pensó en el manantial de agua que había emanado de la tierra agrietada.

—Medra —dijo ella. Su boca ulcerosa no podía hablar claramente. Él se arrodilló y le cogió las manos, mirándola directamente a la cara.

—Anieb —susurró él—, ven conmigo.

—Quiero irme a casa —dijo ella.

La ayudó a ponerse de pie. No hizo ningún hechizo para protegerse o esconderse. Sus fuerzas se habían agotado. Y a pesar de que ella poseía una gran magia, lo cual le había permitido estar junto a él en cada paso de aquel extraño viaje por el valle, y engañar al mago para que dijera su nombre, no sabía de artes ni de hechizos, y ya no le quedaban fuerzas para nada.

Sin embargo, nadie les prestaba atención, como si un encantamiento de protección hubiese sido echado sobre ellos. Bajaron las sinuosas escaleras, salieron de la torre, pasaron junto al cuartel, se alejaron de las minas. Caminaron a través de ralos bosques hacia las estribaciones que ocultaban el Monte Onn de las tierras bajas de Samory.

Anieb mantenía un ritmo al andar mejor del que parecería posible en una mujer tan famélica y destruida, caminando casi desnuda en el frío de la lluvia. Toda su voluntad apuntaba a avanzar; no tenía ninguna otra cosa en mente, ni él, ni nada. Pero ella estaba allí corporalmente con él, y él sentía su presencia tan profunda y extraña como cuando había acudido a su invocación. La lluvia le resbalaba por la cabeza y el cuerpo desnudo. El la hizo detener para que se pusiera su camisa. Se avergonzaba de ésta porque estaba mugrienta, puesto que él la había estado llevando durante todas aquellas semanas. Ella dejó que se la pasara por la cabeza y después siguió caminando. No podía ir muy deprisa, pero su paso era constante, con los ojos fijos en el sendero que seguían, hasta que la noche llegó temprana bajo las nubes de lluvia, y ya no podían ver dónde colocar los pies.

—Haz la luz —dijo ella. Su voz era un gemido quejumbroso—. ¿No puedes hacer la luz?

—No lo sé —dijo él, pero trató de llevar su esfera de luz hasta allí, alrededor de ellos, y después de un rato, el suelo se iluminó tenuemente ante sus pies.

—Deberíamos encontrar algún lugar en donde cobijarnos y descansar —dijo él.

—No puedo detenerme —dijo ella, y comenzó a caminar otra vez.

—No puedes caminar toda la noche.