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—Si me acuesto no me levantaré. Quiero ver la Montaña.

La voz de ella se perdió entre las muchas voces de las gotas de lluvia que azotaban las colinas a través de los árboles.

Siguieron adelante atravesando la oscuridad, viendo únicamente el sendero ante ellos, iluminado por la tenue y luminosa esfera que Nutria enfocaba a través de las plateadas líneas de la lluvia. Cuando ella se tropezó, él la tomó por el brazo. Después de eso, siguieron avanzando pegados el uno al otro, para sentirse más confortados y más abrigados. Caminaban más lentamente, y aun más lentamente, pero siguieron caminando. No había ningún sonido a no ser el de la lluvia cayendo del cielo negro, y el del chapoteo de sus pies empapados en el barro y en la hierba húmeda del sendero.

—Mira—dijo ella, deteniéndose precipitadamente—. Medra, mira.

Nutria había estado caminando casi dormido. La palidez de la luz se había ido desvaneciendo, se había ahogado hasta convertirse en una claridad más tenue, más vasta. Cielo y tierra eran un todo gris, pero delante y por encima de ellos, muy en lo alto, sobre un montículo de nubes, la extensa cresta de la montaña brillaba tenuemente, con un tono rojizo.

—Allí —dijo Anieb. Señaló la montaña y sonrió. Miró a su compañero, y luego lentamente bajó la mirada hasta el suelo. Cayó de rodillas. Él se arrodilló con ella, intentó sostenerla, pero ella se resbaló entre sus brazos. Intentó al menos mantener su cabeza apartada del barro del sendero. Sus extremidades y su rostro se contorsionaban, sus dientes castañeteaban. Él la apretó contra su cuerpo, tratando de darle calor.

—Las mujeres —suspiró ella—, la mano. Pregúntales. En la aldea. He visto la Montaña.

Trató de incorporarse nuevamente, mirando hacia arriba, pero los temblores y los estremecimientos se lo impedían y la atormentaban. Comenzó a jadear para recuperar el aliento. Bajo la luz roja que brillaba ahora desde la cresta de la montaña, y por todo el cielo occidental, Nutria vio espuma y saliva de un rojo escarlata emanando de su boca. A veces se aferraba a él, pero no volvió a hablar. Luchaba contra su muerte, luchaba para respirar, mientras la luz roja se disipaba, y luego todo se inundó de un color gris cuando las nubes pasaron otra vez a través de la montaña y escondieron al sol naciente. Era pleno día y estaba lloviendo cuando su último y dificultoso aliento no fue ya seguido por otro.

El hombre cuyo nombre era Medra se sentó en el barro con la mujer muerta entre sus brazos, y lloró.

Un carretero que caminaba delante de su mula con un cargamento de madera de roble se acercó a ellos y los llevó a ambos a Woodedge. No pudo conseguir que el muchacho soltara a la mujer muerta. Débil y tembloroso como estaba, no quería apoyar su carga sobre las maderas; trepó a la carreta con Anieb en brazos, y la mantuvo sobre él durante todo el trayecto hasta llegar a Woodedge. Todo lo que dijo fue: —Ella me salvó. —Y el carretero no hizo ni una sola pregunta.

—Ella me salvó a mí, pero yo no pude salvarla a ella —les dijo desesperadamente a los hombres y las mujeres de la aldea de la montaña. Todavía no quería soltarla, tenía cogido el rígido cuerpo de Anieb empapado por la lluvia, y lo apretaba contra el suyo como si quisiera defenderlo de algo.

Muy lentamente le hicieron entender que una de las mujeres era la madre de Anieb, y que debería dársela a ella para que se la llevara. Finalmente lo hizo, observando para ver si trataba con ternura a su amiga y si la protegería. Luego siguió a otra mujer, bastante dócilmente. Se puso las ropas secas que ella le sirvió, comió un poco de comida que ella le ofreció y se recostó en el jergón hasta el cual ella lo condujo; allí sollozó cansado hasta que se durmió.

Al cabo de uno o dos días, algunos de los hombres de Licky llegaron preguntando si alguien había visto u oído algo acerca del gran mago Gelluk y de un joven descubridor. Los dos habían desaparecido sin dejar rastro alguno, decían, como si la tierra se los hubiera tragado. Nadie en Woodedge dijo una palabra acerca del extraño que estaba escondido en el pajar de Aguamiel. Lo mantuvieron fuera de peligro. Tal vez por esa razón la gente de allí ahora no llama a la aldea Woodedge, como solía hacerlo, sino el Escondite de Nutria.

Había pasado por un largo y duro suplicio y había corrido un gran riesgo contra un gran poder. Recuperó pronto su fuerza física, pues era joven, pero a su mente le tomó bastante más tiempo encontrarse a sí misma. Había perdido algo, lo había perdido para siempre, lo había perdido cuando lo había encontrado. Buscó entre sus recuerdos, entre las sombras, tanteando a ciegas una y otra vez a través de las imágenes: el ataque en su casa en Havnor; la celda de piedras, y Sabueso; la celda de ladrillos en el cuartel y las cadenas de hechizo que lo ataban allí; caminar con Licky; sentarse con Gelluk; los esclavos, el fuego, las escaleras de piedra que subían en espiral a través de humos hasta el sitio más alto de la torre. Tenía que recuperarlo todo, que pasar por todo, buscando. Una y otra vez se colocó en el sitio más alto de aquella torre y miró a la mujer, y ella lo miró a él. Una y otra vez caminó a través de aquel pequeño valle, atravesando la hierba seca, atravesando las endiabladas visiones del mago, con ella. Una y otra vez vio al mago caer, vio como la tierra se cerraba. Vio la cresta roja de la montaña a la luz del amanecer. Anieb murió mientras él la tenía entre sus brazos, el rostro destruido contra su brazo. Le preguntó quién era, qué habían hecho y cómo lo habían hecho, pero ella no pudo contestarle.

Su madre, Ayo, y la hermana de su madre, Aguamiel, eran mujeres sabias. Curaron a Nutria de la mejor manera que pudieron, con aceites tibios y masajes, hierbas y encantamientos. Le hablaban y escuchaban cuando él hablaba. Ninguna de ellas dudaba de que era un hombre de gran poder. El lo negaba. —No podría haber hecho nada sin su hija —decía.

—¿Qué hizo ella? —preguntó Ayo dulcemente.

Y él se lo contó lo mejor que pudo. —Éramos extraños el uno para el otro. Sin embargo, ella me dijo su nombre —dijo él—. Y yo le dije el mío. —Hablaba con vacilación, haciendo largas pausas.— Era yo el que caminaba con el mago, obligado por él, pero ella estaba conmigo, y era libre. Y entonces, juntos pudimos volver el poder del mago contra él, de manera tal que se destruyó a sí mismo. —Pensó durante un largo rato, y luego añadió:— Ella me dio su poder.

—Sabíamos que había un gran don en ella —dijo Ayo, y luego permaneció en silencio durante un rato—. No sabíamos cómo enseñarle. Ya no quedan maestros en la montaña. Los magos del Rey Losen destruyen a los hechiceros y a las brujas. No hay nadie a quien acudir.

Una vez estuve en las altas cuestas —dijo Aguamiel—, y una tormenta de nieve de primavera vino hacia mí, y perdí mi camino. Ella acudió allí. Acudió a mí, no corporalmente, y me guió hasta el sendero. En aquel entonces tan sólo tenía doce años.

—A veces caminaba con los muertos —dijo Ayo en voz muy baja—. Por el bosque, hacia abajo, hasta Faliern. Conocía los poderes antiguos, aquellos acerca de los cuales me habló mi abuela, los poderes de la tierra. Eran fuertes allí, según me dijo.

—Pero también era sólo una niña, como las otras —dijo Aguamiel, y escondió su rostro—. Una buena niña —susurró.

Después de un buen rato, Ayo continuó: —Bajó hasta Firn con algunos de los jóvenes de la aldea. Para comprarle vellón a los pastores del lugar. El año pasado en primavera. Aquel mago del que hablaban llegó hasta allí, lanzando hechizos. Cogiendo esclavos.

Luego se quedaron todos en silencio.

Ayo y Aguamiel eran bastante parecidas, y Nutria vio en ellas lo que podría haber sido Anieb: una mujer de poca estatura, de aspecto frágil, espabilada, de cara redonda y ojos claros, y una mata de pelo oscuro, no liso como el de mucha gente, sino rizado, ensortijado. Mucha gente del oeste de Havnor tenía el pelo así.