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Adonde fue entonces, las gestas no lo cuentan. Únicamente dicen que vagó por allí, «vagó durante mucho tiempo de tierra en tierra». Si avanzó a lo largo de la costa de la Gran Isla, en muchas de aquellas aldeas pudo haber encontrado una comadre o una mujer sabia o un hechicero que conociera el símbolo de la Mano y que lo ayudara; pero con Sabueso siguiendo su rastro, es más probable que abandonara Havnor tan pronto como pudiera, navegando como tripulante en un barco pesquero de los Estrechos de Ebavnor, o como un comerciante del Mar Interior.

En la Isla de Ark, y en Orrimy en Hosk, y más abajo, en las Noventa Islas, se conocen cuentos sobre un hombre que llegó buscando una tierra en la que la gente se acordaba de la justicia de los reyes y del honor de los magos, y llamaba a aquella tierra la Isla de Morred. No se sabe si estas historias son sobre Medra, ya que utilizó muchos nombres, y muy pocas veces, quizá nunca, se llamaba a sí mismo Nutria. La caída de Gelluk no había derrocado a Losen. El rey pirata tenía a otros magos trabajando para él, entre ellos a un hombre llamado Primitivo, a quien le hubiera gustado encontrar al joven advenedizo que derrotara a su maestro Gelluk. Y Primitivo tenía bastantes posibilidades de encontrarlo. El poder de Losen se extendía por todo Havnor y hacia el norte del Mar Interior, aumentando con los años; y el olfato de Sabueso era más fino que nunca.

Tal vez fue para escapar a la persecución, que Medra fue a Pendor, un largo camino hacia el oeste del Mar Interior, o tal vez algún rumor que corría entre las mujeres de la Mano de Hosk lo llevó hasta allí. Pendor era una isla rica, en aquel entonces, antes de que el dragón Yevaud arrasara con todo lo que había en ella. Dondequiera que hubiera ido Medra hasta entonces, había encontrado las tierras en el mismo estado que Havnor, o peor, hundidas en guerras, ataques y piratería, los campos invadidos por la mala hierba, los pueblos llenos de ladrones. Tal vez, pensó al principio, en Pendor había encontrado la Isla de Morred, porque la ciudad era hermosa y tranquila, y la gente era próspera.

Allí conoció a un mago, un anciano llamado Grandragón, cuyo verdadero nombre se ha perdido. Cuando Grandragón escuchó la historia de la Isla de Morred sonrió, pareció entristecerse y sacudió la cabeza. —No es aquí —dijo—. No es esto. Los Señores de Pender son buenos hombres. Se acuerdan de los reyes. No buscan guerras ni saquean. Pero envían a sus hijos hacia el oeste a cazar dragones. Como deporte. ¡Como si los dragones del Confín del Poniente fueran patos o gansos para matanza! Nada bueno resultará de todo eso.

Grandragón aceptó a Medra como su alumno, con gratitud.

—Aprendí mi arte de un mago que me ofreció libremente todo lo que sabía, pero nunca he encontrado a nadie a quien ofrecerle ese conocimiento, hasta que has llegado tú —le dijo a Medra—. Los muchachos acuden a mí y me dicen: «¿Para qué sirve? ¿Puedes encontrar oro?»; me preguntan. «¿Puedes enseñarme cómo convertir piedras en diamantes? ¿Puedes darme una espada para matar a un dragón? ¿De qué sirve hablar del equilibrio de las cosas? No se gana nada con ello», dicen. ¡No se gana nada! —Y el anciano siguió hablando de la locura de los jóvenes y los males de los tiempos modernos.

Cuando llegaba el momento de enseñar lo que sabía, era incansable, generoso y exigente. Por primera vez, se le ofreció a Medra una visión de la magia, no como una serie de extraños dones y acciones sin sentido, sino como un arte y un oficio que podía conocerse verdaderamente con mucho estudio, y podía utilizarse correctamente después de mucha práctica, aunque incluso entonces nunca perdería su extrañeza. El dominio de conjuros y de hechizos de Grandragón no era mucho mejor que el de su alumno, pero tenía clara en su mente la idea de algo mucho más grande, la del conocimiento. Y eso lo convertía en mago.

Mientras lo escuchaba, Medra pensó en cómo él y Anieb habían caminado en la oscuridad y bajo la lluvia con el tenue resplandor que les permitía ver solamente el siguiente paso que podían dar, y en cómo habían levantado la mirada para ver la cuesta roja de la montaña al amanecer.

—Todo hechizo depende de todos los demás hechizos —decía Grandragón—. ¡Cada movimiento de una única hoja mueve todas las hojas de todos los árboles en todas las islas de Terramar! Hay un todo. Eso es lo que debes buscar y a lo que debes recurrir. Nada sale bien sino como parte de ese conjunto. Sólo en él reside la libertad.

Medra se quedó durante tres años con Grandragón, y cuando el anciano mago murió, el Señor de Pendor le pidió a Medra que ocupara su lugar. A pesar de tanto despotricar y enfadarse contra los cazadores de dragones, Grandragón había sido venerado en su isla, y su sucesor tendría tanta veneración como poder. Tal vez con la tentación de creer que había llegado más cerca de la Isla de Morred de lo que jamás podría estarlo, Medra se quedó en Pendor durante bastante tiempo. Salió a navegar con el joven señor en su barco, pasando las Toringas, y adentrándose en el Confín del Poniente, en busca de dragones. Su corazón anhelaba fervientemente ver a un dragón, pero algunas tormentas inoportunas, el perverso clima de aquellos años, arrastraron su barco tres veces de regreso a Ingat, y Medra se negó a llevarlo hacia el oeste nuevamente entre aquellos vendavales. Había aprendido bastante a trabajar con el clima desde sus días en un laúd en la Bahía de Havnor.

Un tiempo después de aquello, abandonó Pendor, se encaminó nuevamente hacia el sur, y tal vez fuera a Ensmer. Con una u otra apariencia, llegó finalmente a Geath, en las Noventa Islas.

Allí pescaban ballenas, y todavía lo hacen. Ése era un negocio en el que él no quería participar. Sus barcos y su pueblo apestaban. No le gustaba embarcarse en un barco de esclavos, pero la única nave que salía de Geath hacia el este era una galera con un cargamento de aceite de ballena que llegaría hasta el Puerto de O. Había oído hablar del Mar Cerrado, al sur y al este de O, en donde había islas ricas, poco conocidas, que no comerciaban con las tierras del Mar Interior. Lo que él buscaba podría estar allí. Así que viajó como hechicero de vientos y nubes en una galera remada por cuarenta esclavos.

Por una vez el clima era bastante bueno: un buen viento, un cielo azul con pequeñas nubes blancas, los cálidos rayos del sol de finales de la primavera. Tenían una buena travesía desde Geath. A últimas horas de la tarde oyó que el capitán del barco le decía al timoneclass="underline" —Esta noche mantén la dirección hacia el sur, para que no despertemos en Roke.

No había oído hablar acerca de aquella isla, así que preguntó:

—¿ Qué hay allí?

—Muerte y desolación —dijo el capitán del barco, un hombre de poca estatura, de ojos pequeños, tristes y sabios, como los de una ballena.

—¿Guerra?

—Desde hace muchos años. Pestes, magia negra. Todas las aguas que la rodean están malditas.

—Gusanos —dijo el timonel, el hermano del capitán—. Si atrapas un pez en cualquier parte cerca de Roke, lo encontrarás lleno de gusanos, como un perro muerto sobre un estercolero.

—¿Hay gente que todavía vive allí? —preguntó Medra, y el capitán le contestó: —Brujas.