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Mientras su hermano añadía:

—Comedores de gusanos.

Hay muchas islas como ésa en el Archipiélago, convertidas en estériles y desoladas por plagas y maldiciones de magos rivales; eran viles lugares a los que ir, e incluso por los que pasar, y Medra no pensó más en aquel sitio, hasta aquella noche.

Mientras dormía afuera en la cubierta, con la luz de las estrellas sobre su rostro, tuvo un sueño sencillo y vivido: era de día, algunas nubes atravesaban apresuradamente un brillante cielo y al otro lado del mar vio la curva de una alta colina verde iluminada por el sol. Se despertó con la imagen aún clara en su mente, sabiendo que la había visto ya hacía diez años, en la habitación cerrada por hechizos del cuartel de las minas de Samory.

Se incorporó. El mar oscuro estaba tan tranquilo que las estrellas se reflejaban aquí y allá sobre el lustroso sotavento de las largas oleadas. Las galeras a remo raras veces se alejaban de la vista de la tierra, y raras veces remaban por la noche, deteniéndose en cambio en cualquier bahía o en cualquier puerto; pero en esta travesía no se echaron amarras, y puesto que el clima era tan apaciblemente templado, habían levantado el mástil y la gran vela cuadrada. El barco avanzaba suavemente, los esclavos dormían en sus bancos, los hombres libres de la tripulación estaban todos dormidos, excepto el timonel y el centinela, y el centinela estaba adormecido. El agua susurraba a su lado, las cuadernas crujían un poco, la cadena de un esclavo sonaba por allí, y volvía a sonar.

«No necesitan un maestro de vientos y nubes en una noche así, y todavía no me han pagado», dijo Medra a su conciencia. Había despertado de su sueño con el nombre Roke en la cabeza. ¿Por qué nunca había oído hablar de aquella isla, ni la había visto en un mapa? Podría estar maldita y desierta como ellos decían, pero ¿no estaría igualmente indicada en los mapas?

«Podría volar hasta allí como una golondrina de mar y regresar al barco antes de que se haga de día», se dijo a sí mismo, pero no se movió. Iban camino al Puerto de O. Las tierras arruinadas eran demasiado comunes. No había necesidad de volar para encontrarlas. Se acomodó en su rollo de cables, y se puso a mirar las estrellas. Hacia el oeste, vio las cuatro estrellas brillantes de la Fragua, bajas sobre la mar. Estaban un poco borrosas, y mientras las miraba parpadearon una por una.

Un mínimo temblor sobrevoló las lentas y tranquilas oleadas.

—Capitán —dijo Medra, poniéndose de pie—, despierte.

—¿Y ahora qué pasa?

—Viene un viento de brujas. Se acerca. Que arríen la vela.

No soplaba ningún viento. El aire era cálido, la gran vela pendía inmóvil. Solamente las estrellas del oeste se desvanecían hasta desaparecer en una oscuridad silenciosa que se hacía más y más intensa.

El capitán lo observó. —¿Viento de brujas, dices? —preguntó, receloso.

Los hombres astutos utilizaban el clima como un arma, enviando numerosas lluvias para estropear las cosechas del enemigo, o un vendaval para hundir sus barcos; y tales tormentas, anormales y salvajes, podían arrasar y pasar más allá del sitio al cual habían sido enviadas, molestando a segadores o a navegantes aunque estuvieran a cien millas de distancia.

—Bajen la vela —repitió Medra, perentorio. El capitán bostezó y maldijo y comenzó a gritar órdenes. La tripulación se levantó lentamente y lentamente comenzó a arriar la poco manejable vela, y el jefe de los remeros, después de hacerle varias preguntas al capitán y a Medra, comenzó a gritar a los esclavos y a caminar a grandes zancadas entre ellos, azotándolos a diestra y siniestra con su cuerda anudada. La vela estaba a medias arriada, los tripulantes a medio trabajar, el hechizo de permanencia de Medra a medias pronunciado, cuando el viento de brujas comenzó a soplar.

Comenzó con un tremendo trueno que trajo consigo una repentina y completa oscuridad y una fuerte lluvia. El barco daba bandazos como un caballo encabritado, y luego se balanceó con tanta fuerza y tan lejos que el mástil se rompió y se aflojó de su base, a pesar de que los estayes aguantaron. La vela chocó contra el agua, salpicó e inclinó la galera hacia la derecha, las inmensas olas golpeaban contra los escálamos, los esclavos encadenados luchaban y gritaban en sus bancos, los barriles de aceite se rompían, chocando y retumbando unos contra otros. El mar empujó la galera hasta levantarla, la cubierta perpendicular al mar, hasta que una terrible ola de tormenta la golpeó, la inundó y la hundió. Todos los gritos y los alaridos de los hombres se convirtieron de repente en silencio. No había sonido alguno a no ser el repiqueteo de la lluvia sobre el mar, a medida que el impredecible viento se desplazaba hacia el este. Mientras soplaba, un ave marina blanca batió sus alas desde el agua negra y voló, frágil y desesperada, hacia el norte.

Marcadas sobre estrechas arenas bajo graníticos, acantilados, en la primera luz, se veían las huellas de un pájaro. De ellas surgían las huellas de un hombre caminando, alejándose cada vez más de la playa, que iba estrechándose cada vez más entre los acantilados y el mar. Luego las huellas cesaban.

Medra conocía el peligro de adoptar reiteradamente formas que no fueran la suya, pero estaba conmocionado y debilitado a causa del naufragio y el largo vuelo de la noche, y la playa gris lo conducía únicamente al pie de unos acantilados que no podía escalar. Pronunció la palabra una vez más, y voló como una golondrina de mar, con sus rápidas e infatigables alas hasta la cima de los acantilados. Luego, poseído por el vuelo, siguió volando sobre una tierra en la que amanecía sombríamente. A lo lejos, brillante bajo los primeros rayos de sol, vio la curva de una alta colina verde.

Hasta ella voló, y sobre ella se posó, y cuando tocó la tierra era un hombre otra vez.

Se quedó allí de pie durante un rato, desconcertado. Le parecía que no había sido por su propia voluntad o decisión que había adoptado su propia forma, sino que al pisar aquel suelo, aquella colina, se había convertido en él mismo. Una magia más poderosa que la suya imperaba aquí.

Miró a su alrededor, curioso y con recelo. En toda la colina florecían hierbas centellas, sus largos pétalos destacaban amarillos entre los hierbajos. Los niños de Havnor conocían aquella flor. Decían que eran las cenizas que el viento había sembrado cuando se produjo el incendio de Ilien, cuando el Señor del Fuego atacó las islas, y Erreth-Akbe luchó con él y lo derrotó. Mientras permanecía allí de pie, en la memoria de Medra aparecieron cuentos y cantares sobre los héroes: Erreth-Akbe y los héroes anteriores a él, la Reina Águila, Heru, Akambar, quien condujo a los Kargos hacia el este, y Serriadh el pacificador, y Elfarran de Solea, y Morred, el Blanco Encantador, el amado rey. Los valientes y los sabios, todos acudieron ante él como si hubieran sido invocados, como si él los hubiera llamado, a pesar de que no había sido así. Podía verlos. Estaban de pie entre las altas hierbas, entre las flores con forma de llamas que se agitaban suavemente en el viento de la mañana.

Después desaparecieron todos, y se quedó allí solo sobre la colina, temblando y pensando. «He visto las reinas y los reyes de Terramar», pensó. «Pero son solamente la hierba que crece en esta colina».

Lentamente rodeó el lado este de la cumbre de la colina, ya iluminada y cálida por la luz del sol que aparecía a un par de dedos de distancia sobre el horizonte. Al mirar bajo el sol, vio los tejados de un pueblo en la punta de una bahía que se abría hacia el este, y detrás de él, la alta línea del borde del mar atravesando la mitad del mundo. Al girar hacia el oeste, vio campos, pastos y caminos. Hacia el norte había extensas colinas verdes. En un pliegue de tierra, hacia el sur, un bosquecillo de altos árboles captó su mirada y la mantuvo allí fija. Pensó que era el comienzo de un gran bosque como Faliern en Havnor, y entonces no supo por qué pensaba eso, ya que detrás del bosquecillo podía ver brezales y pastos sin árboles.