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Se quedó allí de pie durante un largo rato antes de bajar atravesando los altos hierbajos y las hierbas centellas. Cuando llegó al pie de la colina, se encontró con un camino. Este lo condujo a través de tierras de labranza que parecían estar bien cuidadas, aunque muy solitarias. Buscó un camino o un sendero que lo llevara hasta el pueblo, pero no había ninguno que fuese hacia el este. No había ni un alma en los campos, algunos de los cuales estaban recién arados. Ningún perro ladraba mientras pasaba por allí. Únicamente en un cruce de caminos, un viejo burro que pastaba en un campo pedregoso se acercó hasta la cerca de madera y sacó la cabeza, en busca de compañía. Medra se detuvo para acariciar la cara huesuda y de un color marrón grisáceo. Un hombre de la ciudad y de aguas saladas sabía muy poco acerca de las granjas y de sus animales, pero pensó que el burro lo miraba con buenos ojos. —¿Dónde estoy, burro? —le preguntó—. ¿Cómo llego hasta aquel pueblo que he visto?

El burro apoyó la cabeza con fuerza contra su mano, para que Nutria continuara rascándole en el lugar que estaba justo sobre los ojos y debajo de las orejas. Cuando lo hizo, dio un ligero golpe con su larga oreja derecha, así que, cuando Medra se alejó del burro, cogió el camino a la derecha del cruce, aunque parecía que llevaba de regreso a la colina; y en poco tiempo se encontró entre casas, y luego caminando por una calle que llevaba finalmente hasta el pueblo que estaba en la punta de la bahía.

El lugar estaba tan extrañamente silencioso como las tierras de labranza. Ni una voz, ni un rostro. Era difícil sentirse incómodo en un pueblo que parecía bastante común en una agradable mañana de primavera, pero en semejante silencio debió de preguntarse si estaba de hecho en un sitio asolado por alguna peste, o en una isla maldita. Siguió avanzando. Entre una casa y un viejo ciruelo había una cuerda con ropa colgada, las prendas en ella tendidas ondeaban en la soleada brisa. Un gato se acercó por la esquina de un jardín, no uno abandonado y extenuado por el hambre, sino un saludable gato de patas blancas y grandes bigotes. Y por fin, provenientes de la pequeña y empinada callejuela, que en ese lugar estaba adoquinada, oyó voces.

Se detuvo para escuchar, y no oyó nada.

Siguió caminando hasta llegar al pie de la calle. Ésta se abría a una pequeña plazoleta con un mercado. Allí había alguna gente reunida, no mucha. No estaban ni comprando ni vendiendo. No había ni casetas ni puestos allí instalados. Lo estaban esperando a él.

Desde el primer momento en que había caminado por la verde colina, sobre el pueblo, y desde que había visto las brillantes sombras en la hierba, su corazón había estado tranquilo. Estaba expectante, invadido por una sensación de gran extrañeza, pero no asustado. Se quedó inmóvil y observó a la gente que venía a reunirse con él.

Tres de ellos se acercaron: un anciano, grande, amplio de pecho y brillantes cabellos blancos, y dos mujeres. Un mago reconoce a otro mago, y Medra supo que eran mujeres de poder.

Levantó su mano cerrada en un puño y luego, girándola y abriéndola, la puso ante ellos con la palma hacia arriba.

—Ah —dijo una de las mujeres, la más alta de las dos, y se rió. Pero no respondió al gesto.

—Dinos quién eres —dijo el hombre de cabello blanco, bastante cortésmente, pero sin saludarlo ni darle la bienvenida—. Dinos cómo llegaste hasta aquí.

—Nací en Havnor y se me enseñó a construir barcos y magia. Estaba a bordo de un navío que debía ir desde Geath hasta el Puerto de O. Fui el único que no se ahogó, anoche, cuando un viento de brujas arrasó con el barco —luego se quedó en silencio. Pensó en el barco y los hombres encadenados en él se tragaron su mente como el mar negro se los había tragado a ellos. Jadeó, como si acabara de resurgir del agua, a punto de ahogarse.

—¿Cómo llegaste hasta aquí?

—Como… como un pájaro, una golondrina de mar. ¿Es ésta la Isla de Roke?

—¿Te transformaste?

Asintió con la cabeza.

—¿A quién sirves? —preguntó la más baja y joven de las mujeres, quien habló por primera vez. Tenía un rostro agudo y severo, con largas cejas negras.

—No tengo señor.

—¿Qué ibas a hacer a Puerto de O?

—En Havnor, hace años, pertenecía a la servidumbre. Los que me liberaron me hablaron de un lugar en el que no hay señores, y en el que el reinado de Serriadh es recordado, y donde las artes son honradas. He estado buscando ese lugar, esa isla, durante siete años.

—¿Quién te habló de ella?

—Las mujeres de la Mano.

—Cualquiera puede hacer un puño y mostrar una palma —dijo la mujer alta, agradablemente—, pero no todos pueden volar hasta Roke. O nadar, o navegar, o llegar de cualquier otra manera. Así que debemos preguntar qué te ha traído hasta aquí.

Medra tardó bastante en contestar. —El azar —dijo finalmente—, respondiendo a un gran deseo. No el arte. No el conocimiento. Creo que he llegado al lugar que buscaba, pero no lo sé. Creo que vosotros podéis ser las personas sobre las que ellos me hablaron, pero no lo sé. Creo que los árboles que he visto desde la colina albergan algún gran misterio, pero no lo sé. Solamente sé que desde que puse mis pies sobre aquella colina he estado como estuve cuando era un niño y escuché por primera vez cantar La Gesta de Enlad. Perdido entre maravillas.

El hombre de cabello blanco miró a las dos mujeres. Otra gente se había acercado, y estaban hablando un poco en voz muy baja.

—Si te quedaras aquí, ¿qué harías? —le preguntó la mujer de cejas negras.

—Puedo construir barcos, o arreglarlos, y navegar con ellos. Puedo descubrir cosas, sobre y bajo tierra. Puedo trabajar con el clima, si es que necesitan eso para algo. Y aprenderé el arte de cualquiera que quiera enseñarme.

—¿Qué quieres aprender? —le preguntó la mujer alta con su suave voz.

Ahora Medra sintió que le habían hecho la pregunta de la que dependía el resto de su vida, para bien o para mal. Una vez más se quedó en silencio durante un rato. Comenzó a hablar, y se calló, y finalmente habló. —No pude salvar a alguien, no a cualquiera, a alguien que me salvó —dijo—. Nada de lo que sé pudo liberarla. No sé nada. Si vosotros sabéis cómo ser libres, os lo suplico, ¡enseñadme!

—¡Libres! —dijo la mujer alta, y su voz chasqueó como un látigo. Luego miró a sus compañeros, y después de un rato sonrió un poco. Volvió a mirar a Medra y le dijo: —Somos prisioneros, así que la libertad es algo que estudiamos. Tú llegaste aquí atravesando las paredes de nuestra prisión. Buscando libertad, dices. Pero deberías saber que abandonar Roke puede ser incluso más difícil que llegar a ella. Una prisión dentro de otra prisión, y parte de ella la hemos construido nosotros mismos. —Miró a los otros.— ¿Qué decís? —les preguntó.

Dijeron poco, aparentemente consultándose y asintiendo entre ellos casi en silencio. Por fin la mujer de más baja estatura miró a Medra con sus ojos feroces. —Quédate si quieres —le dijo.

—Lo haré.

—¿Cómo quieres que te llamemos?

—Golondrina —respondió; y así lo llamaron.

Lo que encontró en Roke fue menos y más que la esperanza y el rumor que había perseguido durante tanto tiempo. La Isla de Roke era, según ellos decían, el corazón de Terramar. La primera tierra Segoy que surgió de las aguas en el comienzo de los tiempos fue la resplandeciente Éa del Mar del Norte, y la segunda fue Roke. Aquella colina verde, el Collado de Roke, fue asentada más profundamente que todas las demás islas. Los árboles que él había visto, que a veces parecían estar en un lugar de la isla y a veces en otro, eran los árboles más viejos del mundo, y eran el origen y el centro de la magia.