Salieron nuevamente a las tierras de labrantío y los pastos en la cálida noche. Cuando regresaban caminando a su lugar de acampada, él vio como las cuatro estrellas de la Fragua salían por detrás de las colinas del oeste.
Ascua se alejó de él con tan sólo un «Buenas noches».
Al día siguiente le dijo:
—Voy a sentarme bajo los árboles.
Al no estar seguro de lo que ella esperaba que hiciera, la siguió a cierta distancia hasta que llegaron a la parte más profunda del Bosquecillo, donde todos los árboles eran de la misma clase, desconocidos, pero sin embargo cada uno con su propio nombre. Cuando ella se sentó sobre el suave mantillo que había entre las raíces de un árbol grande y viejo, él encontró un lugar no demasiado lejos de allí para sentarse a su vez; y mientras ella observaba y escuchaba y se quedaba inmóvil, él observó y escuchó y se quedó inmóvil. Hicieron eso durante varios días. Hasta una mañana en que, con un humor rebelde, él se quedó junto al arroyo mientras Ascua se adentraba en el Bosquecillo. Ella no miró hacia atrás.
Velo fue desde Zuil aquella mañana, trayéndoles una cesta con pan, queso, cuajadas de leche y frutas de verano. —¿Qué has aprendido? —le preguntó a Medra fría pero gentilmente, como solía hacerlo, y él le contestó: —Que soy un tonto.
—¿Por qué dices eso, Golondrina?
—Un tonto podría sentarse debajo de los árboles para siempre y no aprender nada.
La mujer alta sonrió un poco. —Mi hermana nunca antes le ha enseñado a un hombre —le dijo. Le lanzó una mirada, y luego retiró la vista, miraba ahora los campos veraniegos—Nunca antes había mirado a un hombre.
Medra se quedó en silencio. Sentía su rostro caliente. Miró hacia abajo. —Yo pensaba… —dijo, y se detuvo.
En las palabras de Velo vio, de repente, el otro lado de la impaciencia de Ascua, su ferocidad, sus silencios.
Había intentado mirar a Ascua como a alguien intocable, mientras que lo que ansiaba era tocar su suave piel morena, sus brillantes cabellos negros. Cuando ella lo miraba fijamente, como desafiándolo repentina e incomprensiblemente, él pensaba que estaba enfadada con él. Temía insultarla, ofenderla. ¿A qué le temía ella? ¿Al deseo de él? ¿Al de ella? Y sin embargo no era una muchacha sin experiencia, era una mujer sabia, una maga, ¡ella, que caminaba por el Bosquecillo Inmanente y entendía las formas de las sombras!
Mientras permanecía de pie en el borde del bosque con Velo, todo esto pasó como una ráfaga por su mente, como una inundación que se abre paso a través de una represa. —Yo creía que los magos se mantenían apartados de los demás —dijo finalmente—. Grandragón me dijo que hacer el amor es deshacer el poder.
—Eso es lo que dicen algunos hombres sabios —dijo Velo suavemente, volvió a sonreír y le dijo adiós.
Medra se pasó toda la tarde confundido, furioso. Cuando Ascua salió del Bosquecillo y se dirigió hacia su frondoso cenador río arriba, él fue hasta allí, llevando la cesta de Velo como excusa.
—¿Puedo hablar contigo? —le preguntó.
Ella asintió brevemente con la cabeza, frunciendo sus cejas negras.
Él no dijo nada. Ella se agachó para ver lo que había en la cesta.
—¡Melocotones! —exclamó, y sonrió.
—Mi maestro Grandragón me dijo que los hechiceros que hacen el amor deshacen su poder —dijo él de repente.
Ella no dijo nada, sacaba lo que había dentro de la cesta, dividiendo todo entre los dos.
—¿Crees que eso es verdad? —le preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
—No —le contestó. Se quedó allí de pie sin poder decir una palabra. Después de un rato ella levantó la vista para mirarlo—. No —repitió con una voz suave y muy baja—, no creo que eso sea verdad. Creo que todos los poderes verdaderos todos los antiguos poderes, en la raíz son uno. —Él todavía seguía allí de pie, y ella dijo:— ¡Mira los melocotones! Están todos maduros. Tendremos que comérnoslos en seguida.
—Si te digo mi nombre —dijo él—, mi verdadero nombre…
—Yo te diría el mío —dijo ella—. Sí, así… sí, así es como debemos comenzar.
Comenzaron, sin embargo, con los melocotones.
Los dos eran tímidos. Cuando Medra cogió la mano de ella, la de él tembló, y Ascua, cuyo nombre era Elehal, se apartó de él con el ceño fruncido. Luego ella tocó su mano muy suavemente. Cuando él acarició su suave y brillante cabellera, ella parecía solamente estar soportando sus caricias, y entonces él se detuvo. Cuando trató de abrazarla, ella estaba rígida, rechazándolo. Luego ella se dio vuelta y, feroz, repentina y torpemente, lo cogió entre sus brazos. No fue la primera noche, ni las primeras noches, que pasaron juntos, las que les dieron a ninguno de ellos demasiado placer o comodidad. Pero aprendieron el uno del otro, y pasaron por la vergüenza y el temor, hasta llegar a la pasión. Fue entonces cuando sus largos días en el silencio del bosque, y sus largas noches iluminadas por las estrellas, fueron una alegría para ellos.
Cuando Velo acudió desde el pueblo para traerles lo que quedaba de los últimos melocotones, ellos se rieron; los melocotones eran el mismísimo emblema de su felicidad. Intentaron hacer que se quedara y cenara con ellos, pero ella no quiso. —Quedaos aquí mientras podáis —les dijo.
El verano terminó demasiado pronto aquel año. Las lluvias llegaron tempranas; la nieve cayó en otoño incluso tan al sur como está Roke. Una tormenta después de la otra, como si los vientos se hubieran sublevado furiosos contra las alteraciones y las intromisiones de los hombres astutos. Las mujeres se reunían se sentaban junto al fuego en las solitarias granjas; la gente se juntaba alrededor de los hogares en el pueblo de Zuil. Escuchaban el soplar del viento y el caer de la lluvia, o el silencio de la nieve. Fuera de la Bahía de Zuil, el mar retumbaba en los arrecifes y en los acantilados, todo alrededor de las costas de la isla, un mar al que ningún barco podía aventurarse a salir.
Lo que tenían lo compartían. En eso era verdaderamente la Isla de Morred. Nadie en Roke pasó hambre o se quedó sin techo, aunque nadie tenía mucho más de lo que necesitaba. Escondidos del resto del mundo, no solamente por el mar y las tormentas sino también por sus defensas que disfrazaban la isla y desviaban a los barcos, trabajaban y hablaban y cantaban los cantares, El Villancico del invierno y La Gesta del Joven Rey. Y tenían libros, las Crónicas de Enlad y la Historia de los héroes sabios. Las mujeres y los hombres más ancianos leían estos preciados libros en voz alta en una habitación junto al embarcadero, donde las pescadoras fabricaban y remendaban sus redes. Allí había un hogar, y ellas encendían el fuego. La gente acudía incluso desde granjas que estaban en la otra punta de la isla para oír las historias leídas, escuchando en silencio, atentamente. —Nuestras almas están hambrientas —decía Ascua.
Vivía con Medra en su pequeña casa, que no estaba muy lejos de la Casa de la Red, aunque pasaba muchos días con su hermana Velo. Ascua y Velo habían pasado su infancia en una granja cerca de Zuil-burgo hasta que los asaltantes llegaron desde Wathort. Su madre las escondió en un sótano de la granja, y luego utilizó sus hechizos para tratar de defender a su esposo y a sus hermanos, quienes no se escondían, sino que peleaban contra los asaltantes. Fueron asesinados junto con su ganado. Las casas y los graneros fueron incendiados. Las niñas se quedaron en el sótano aquella noche y las noches siguientes. Los vecinos que llegaron finalmente para enterrar los cuerpos ya en estado de putrefacción encontraron a las dos niñas, silenciosas, famélicas, armadas con un azadón y una reja de arado rota, listas para defender los montones de piedras y de tierra que habían apilado sobre sus cabezas.