—Oh, hermoso hombre —dijo una de las mujeres con una sonrisa—, ni siquiera nos enseñes lo que tenéis allí, en vuestro saco, porque no tengo ni un centavo de cobre ni de marfil, y hace un mes que no veo ninguno.
—Sin embargo, tal vez tenga un poco de lino, ¿verdad, señora? ¿Tejido o hilado? El lino de Pody es el mejor, eso es lo que he oído en un sitio tan lejano como Havnor. Y yo puedo determinar la calidad de lo que estáis hilando. Es una hebra preciosa, por cierto. —Cuervo observaba a su compañero con regocijo y algo de desdén; él mismo podía negociar por un libro muy astutamente, pero charlar con mujeres comunes acerca de botones y de hebras era indigno de él.— Simplemente dejadme enseñaros esto —iba diciendo Golondrina mientras extendía el contenido de su paquete sobre los adoquines, y las mujeres y los sucios y tímidos niños se acercaban para ver las maravillas que les enseñaba—. Telas tejidas es lo que estamos buscando, y hebras imperecederas, y otras cosas también, nos faltan botones. ¿Tal vez tuvierais algunos de cuerno o de hueso? Yo os daría una de estas pequeñas gorras de terciopelo de aquí por tres o cuatro botones. O uno de estos rollos de cinta; mirad el color que tienen. ¡Quedaría hermoso con vuestro cabello, señora! O papel, o libros. Nuestros señores en Orrimy están buscando este tipo de cosas, si tenéis algunas guardadas, tal vez.
—Oh, sois un hermoso hombre —dijo la mujer que había hablado primero, riendo, mientras él sostenía la cinta roja sobre su trenza negra—. ¡Y me gustaría tener algo para vos!
—No me atreveré a pedir un beso —dijo Medra—, pero ¿una mano abierta, tal vez?
Hizo el gesto; ella lo miró durante un segundo. Eso es fácil —dijo suavemente, y le devolvió el gesto—, pero no siempre seguro entre extraños.
Siguió mostrándoles sus mercancías y bromeando con las mujeres y con los niños. Nadie compró nada. Miraban fijamente las baratijas como si fueran tesoros. Les dejó que miraran y tocaran todo lo que quisieran; de hecho permitió que uno de los niños birlara un pequeño espejo de latón pulido, viendo cómo desaparecía por debajo de la harapienta camisa sin decir nada. Finalmente dijo que debía seguir adelante, y los niños se dispersaron mientras él plegaba su paquete.
—Tengo una vecina —dijo la mujer de la trenza negra— que quizá tendría algo de papel, si es que es eso lo que buscas.
—¿Escrito? —preguntó Cuervo, quien había permanecido sentado sobre el brocal del pozo, aburrido—. ¿Tiene marcas?
Ella lo miró de arriba abajo. —Tiene marcas, señor —le contestó. Y luego, dirigiéndose a Golondrina, y con un tono diferente—: Si quisierais venir conmigo, ella vive por aquí. Y a pesar de que es tan sólo una niña, y pobre, os diré, vendedor ambulante, que tiene una mano abierta. Aunque tal vez no todos nosotros la tengamos.
—Tres de tres —dijo Cuervo, esbozando el gesto—, así que ahórrate tu vinagre, mujer.
—Oh, sois vos el que lo está desperdiciando, señor. Nosotros aquí somos gente pobre. E ignorante —le contestó ella. Lo miró durante un segundo y siguió adelante.
Los llevó hasta una casa que estaba al final de una callejuela. Alguna vez habría sido un hermoso lugar, dos plantas construidas con piedras, pero ahora estaba medio vacía, pintarrajeada, las piedras de la fachada y los marcos de las ventanas habían sido arrancados. Atravesaron un patio que tenía un pozo. Ella golpeó la puerta lateral, y una niña la abrió.
—Ah, es la guarida de una bruja —exclamó Cuervo ante el olorcillo de hierbas y humo aromático, y se echó hacia atrás.
—Curanderas —dijo su guía—. ¿Está enferma otra vez, Dory?
La niña asintió con la cabeza, mirando a Golondrina, y luego a Cuervo. Tenía trece o catorce años, corpulenta aunque delgada, con una mirada hosca y firme.
—Son hombres de la Mano, Dory, uno bajo y hermoso y el otro alto y orgulloso, y dicen que están buscando papeles. Sé que tú solías tener algunos, aunque puede que ahora no tengas nada. No tienen nada que necesites, pero podría ser que pagaran un poco de marfil por lo que ellos quieren, ¿no es así?
—Posó sus brillantes ojos en Golondrina, y él asintió con la cabeza.
—Está muy enferma, Rush —dijo la niña. Miró nuevamente a Golondrina—. ¿No sois vos un curandero? —Era una acusación.
—No.
—Ella lo es —dijo Rush—. Como su madre, y la madre de su madre. Déjanos entrar, Dory, o al menos a mí, para hablar con ella. —La niña entró un momento, y Rush le dijo a Medra:— Su madre se está muriendo de tisis. Ningún curandero ha podido curarla. Pero ella podía curar la escrófula, y aliviar el dolor con sólo tocar. Una maravilla es lo que era, y Dory promete seguir sus pasos.
La niña se asomó y les hizo un gesto para que entraran. Cuervo prefirió esperar fuera. La habitación era alta y larga, con rastros de una antigua elegancia, pero muy vieja y muy pobre. La parafernalia y las hierbas secas de los curanderos estaban por todas partes, aunque alineadas en cierto orden. Cerca de la magnífica chimenea de piedra, donde estaban quemando una pequeñísima brizna de hierbas dulces, había un canasto. La mujer que yacía en él estaba tan demacrada que bajo la luz tenue no parecía nada más que huesos y sombras. A medida que Golondrina se iba acercando, ella trataba de sentarse y de hablar. Su hija le levantó la cabeza sobre la almohada, y cuando Golondrina estuvo bien cerca pudo oírla: —Mago —dijo ella—. No ha sido casualidad.
Siendo una mujer de poder, sabía lo que era él. ¿Acaso ella lo había llamado para que acudiera?
—Soy un descubridor —dijo él—. Y un buscador.
—¿Puedes enseñar a mi hija?
—Puedo llevarla con aquellos que pueden hacerlo.
—Hazlo.
—Lo haré.
Volvió a apoyar su cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
Conmocionado por la intensidad de aquel deseo, Golondrina se enderezó y tomó aire profundamente. Miró a su alrededor hasta ver a la niña, Dory. Ella no le devolvió la mirada, miraba a su madre con un dolor impasible y hosco. Sólo después de que la mujer se hundiera en el sueño, Dory se movió, iba a ayudar a Rush, quien, como amiga y vecina, se había convertido en alguien muy valioso, y estaba recogiendo unos trapos empapados de sangre que estaban desperdigados junto a la cama.
—Ha sangrado otra vez hace un momento, y no pude detenerlo —dijo Dory. Las lágrimas le brotaban de los ojos y le bajaban por las mejillas. Su rostro apenas cambió.
—Oh niña, oh corderito —dijo Rush, tomándola entre sus brazos; pero a pesar de que a su vez abrazaba a Rush, Dory no se quebró.
—Está yendo allí, al muro, y yo no puedo ir con ella —dijo—. Está yendo sola y yo no puedo ir con ella. ¿No puedes tú ir hasta allí? —De repente se alejó de Rush, mirando nuevamente a Golondrina.— ¡Tú sí puedes ir!
—No —dijo él—. No conozco el camino.
Sin embargo, mientras Dory hablaba, él vio lo que ella veía: una extensa colina que se hundía en la oscuridad, y al otro lado de ella, en el borde del crepúsculo, un bajo muro de piedras. Y mientras miraba pensaba que veía a una mujer caminando junto al muro, muy delgada, inmaterial, huesos, sombras. Pero no era la mujer moribunda que estaba en la cama. Era Anieb.
Luego aquello desapareció y él se descubrió de pie frente a la niña bruja. Su mirada de acusación fue cambiando lentamente. Se cubrió el rostro con las manos.
—Tenemos que dejar que se marchen —dijo él.
Y ella contestó: —Lo sé.