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—¿Puros?

—No son mis palabras, son las de Waris. Pero ellos se han negado. Quieren que la Norma de Roke separe a los hombres de las mujeres, y quieren que sean los hombres quienes tomen todas las decisiones. Y así ¿qué compromisos podemos tomar con ellos? ¿Por qué vinieron hasta aquí, si no quieren trabajar con nosotras?

—Deberíamos echar a los hombres que se niegan a hacerlo.

—¿Echarlos? ¿A la fuerza? ¿Para que les digan a los señores de Wathort o de Havnor que unas brujas en Roke están tramando algo?

—Me olvido, siempre me olvido —dijo él, alicaído otra vez—. Olvido las paredes de la prisión. No soy tan tonto cuando estoy fuera de ellas… Cuando estoy aquí no puedo creer que sea una prisión. Pero fuera, sin ti, recuerdo… No quiero irme, pero tengo que irme. No quiero admitir que cualquier cosa aquí puede estar mal o salir mal, pero tengo que hacerlo… Esta vez me iré, e iré hacia el norte, Elehal. Pero cuando regrese me quedaré aquí. Lo que necesite descubrir lo descubriré aquí. ¿Acaso no lo he descubierto ya?

—No —le contestó ella—, sólo a mí… Pero hay mucho que buscar y que descubrir en el Bosquecillo. Suficiente como para impedir que incluso tú te sientas inquieto. ¿Por qué hacia el norte?

—Para extender la Mano en Enlad y en Éa. Nunca he ido allí. No sabemos nada de sus hechicerías. Enlad de los Reyes y la resplandeciente Éa, ¡la más antigua de las islas! Seguramente encontraremos aliados allí.

—Pero Havnor está entre nosotros —dijo ella.

—No navegaré por Havnor, querido amor. Planeo rodearla. Por agua. —Siempre conseguía hacerla reír; él era el único que podía. Cuando él no estaba, ella hablaba muy poco y era bastante ecuánime, habiendo aprendido la inutilidad de la impaciencia frente al trabajo que debe realizarse. A veces fruncía el ceño, a veces sonreía, pero no se reía. Cuando podía, iba al Bosquecillo sola, como lo había hecho siempre. Pero en aquellos años de la construcción de la Casa y la fundación de la escuela, raramente podía ir hasta allí, e incluso entonces solía llevar a un par de estudiantes para que aprendieran con ella los caminos a través del bosque y las formas de las hojas; porque ella era la Hacedora de Formas.

Golondrina se fue de viaje bastante tarde aquel año. Llevaba con él a un niño de quince años, Mote, un prometedor hechicero de vientos y nubes que necesitaba entrenamiento en el mar, y a Sava, una mujer de sesenta años que había llegado a Roke con él, siete u ocho años antes. Sava había sido una de las mujeres de la Mano en la Isla de Ark. A pesar de que no tenía ningún tipo de don para la hechicería, sabía tan bien cómo hacer que un grupo de personas confiaran unos en otros y trabajaran juntos, que era venerada como una mujer sabia en Ark, y ahora en Roke. Le había pedido a Golondrina que la llevara a ver a su familia, a su madre, a su hermana y a sus dos hijos; él dejaría a Mote con ella y los traería de regreso a Roke cuando volviera. Así que partieron hacia el nordeste atravesando el Mar Interior con el clima estival, y Golondrina le pidió a Mote que pusiera un poco de viento de magia en su vela, para asegurarse de llegar a Ark antes de la Larga Danza.

Mientras costeaban aquella isla, él mismo puso una ilusión alrededor del Esperanza, de modo que no pareciera un barco sino un tronco a la deriva; porque había muchos piratas y mercaderes de esclavos de Losen en aquellas aguas.

Desde Sesesry, en la costa este de Ark, donde dejó a sus pasajeros después de haber bailado allí la Larga Danza, navegó por los Estrechos de Ebavnor, con la intención de dirigirse hacia el oeste siguiendo las costas australes de Omer. Mantuvo el hechizo de la ilusión alrededor de su barco. En la brillante claridad del pleno verano, con un viento del norte soplando, vio, a lo alto y a lo lejos, sobre el azul del estrecho y el más impreciso azul y marrón de la tierra, las largas crestas y la ingrávida cúpula del Monte Onn.

«Mira, Medra. ¡Mira!»

Era Havnor, su tierra, donde estaba su gente, ya fuera viva o muerta, no lo sabía; donde Anieb yacía en su tumba, allí arriba en la montaña. Nunca había regresado, nunca se había acercado tanto. ¿Hacía ya cuánto tiempo? Dieciséis años, diecisiete años. Nadie lo reconocería, nadie recordaría al niño Nutria, excepto la madre, el padre y la hermana de Nutria, si es que aún estaban vivos. Y seguramente habría gente de la Mano en el Gran Puerto. A pesar de que no los había conocido cuando era un niño, los conocería ahora.

Navegó por los amplios pasos hasta que el Monte Onn se escondió detrás de los promontorios en la desembocadura de la Bahía de Havnor. No volvería a verlo a menos que pasara a través de aquel estrecho pasaje. Entonces vería la montaña, toda su extensión y su cresta, sobre las tranquilas aguas donde solía intentar hacer soplar un viento de magia cuando tenía doce años; y si seguía navegando vería elevarse las torres desde el agua, borrosas al principio, meros puntos y líneas, y luego alzando sus brillantes banderas, la ciudad blanca en el centro del mundo.

Era simplemente cobardía lo que lo alejaba de Havnor, ahora temía por su pellejo, tenía miedo de descubrir que su gente había muerto, miedo de recordar a Anieb demasiado vividamente.

Porque había habido ocasiones en las que había sentido que, al igual que él la había invocado en vida, en la muerte podía invocarlo ella a él. El lazo que había entre ellos, el que los había unido y había permitido que ella lo salvara, no estaba roto. Muchas veces ella había acudido a sus sueños, de pie y en silencio, como lo estaba cuando él la vio por primera vez en la torre de Samory. Y él la había visto a ella, hacía muchos años, en la visión de la curandera moribunda de Telio, en el crepúsculo, junto al muro de piedras.

Ahora sabía, por Elehal y otros en Roke, lo que era aquella pared. Se levantaba entre los vivos y los muertos. Y en aquella visión, Anieb había caminado de este lado de la pared, no del lado que se hundía en la oscuridad.

¿Acaso le temía a ella, a quien lo había liberado?

Viró atravesando el fuerte viento, rodeó el Punto Sur y navegó hasta adentrarse en la Gran Bahía de Havnor.

Las banderas todavía ondeaban en las torres de la Ciudad de Havnor, y un rey todavía gobernaba allí; las banderas eran las de los pueblos y las islas capturadas, y el rey era el señor de la guerra Losen. Losen nunca abandonaba el palacio de mármol en el cual permanecía sentado todo el día, servido por esclavos, viendo la sombra de la espada de Erreth-Akbe deslizarse como la sombra de un gran reloj de sol por encima de los tejados allí abajo. Daba órdenes, y los esclavos decían: «Ya está hecho, su majestad». Celebraba audiencias, y los ancianos iban y decían:

«Obedecemos, su majestad». Invocaba a sus magos, y el mago Primitivo acudía, haciendo una reverencia muy profunda.

—¡Hazme caminar! —le gritaba Losen, golpeando las paralizadas piernas con sus débiles manos.

Y el mago le decía: —Su majestad, como vos sabéis, mi indigente arte no ha servido de nada, pero he enviado a buscar al mejor curandero de toda Terramar, que vive en la lejana Narveduen, y cuando él venga, su alteza seguramente volverá a caminar, sí, y bailará la Larga Danza.

Entonces Losen maldecía y gritaba, y sus esclavos le traían vino, y el mago se retiraba, haciendo una reverencia, y asegurándose mientras se iba de que el hechizo de parálisis permanecía intacto.

Era mucho más conveniente para él que Losen fuera el rey, a que él mismo tuviera que gobernar Havnor abiertamente. Los hombres de armas no confiaban en los hombres de astucia y no les gustaba servirles. No importaba cuáles fueran los poderes de un mago, a menos que fuera tan poderoso como el Enemigo de Morred, no podía unir armas y flotas si los soldados y los marinos decidían no obedecer. La gente estaba acostumbrada a temer y a obedecer a Losen, una vieja costumbre ahora y bien aprendida. Le atribuían los poderes que había tenido de temeraria estrategia, firme liderazgo y completa crueldad; y le atribuían también poderes que nunca había tenido, como por ejemplo el dominio de los magos que trabajaban para él.