No había magos trabajando para Losen ahora, excepto Primitivo y un par de humildes hechiceros. Con el permiso de Losen, Primitivo había desterrado o matado a sus rivales uno detrás de otro; desde hacía años disfrutaba de su exclusivo gobierno sobre todo Havnor.
Cuando era el aprendiz y el asistente de Gelluk, había animado a su maestro para que emprendiera los estudios del saber popular de Way, encontrando- se así libre mientras Gelluk estaba ausente, regocijándose con su mercurio. Pero el abrupto final de Gelluk lo había conmocionado. Había algo misterioso en ello, faltaba algún elemento o alguna persona. Invocando al eficaz Sabueso para que lo ayudara, Primitivo había realizado una investigación exhaustiva acerca de lo que había acontecido. Dónde estaba Gelluk, por supuesto, no era ningún misterio. Sabueso lo había rastreado hasta encontrarlo directamente en la cicatriz de una ladera, y dijo que estaba enterrado allí muy profundamente. Primitivo no tenía intención alguna de exhumarlo. Pero al muchacho que había estado con él, Sabueso no había podido rastrearlo: no pudo decir si estaba debajo de aquella colina con Gelluk, o si se había escapado. No había dejado rastros de hechizos como lo había hecho el mago, decía Sabueso, y había llovido mucho durante toda la noche siguiente. Cuando Sabueso pensó que había encontrado las huellas del muchacho, eran de una mujer, y estaba muerta.
Primitivo no castigó a Sabueso por su fallo, pero lo recordaba. No estaba acostumbrado a los errores y no le gustaban. No le gustó lo que Sabueso le dijo acerca de aquel muchacho, Nutria, y lo recordaba.
El ansia de poder se alimenta a sí misma, creciendo mientras devora. Primitivo sufría de hambre. Se moría de hambre. Gobernar Havnor le traía pocas satisfacciones, una tierra de mendigos y granjeros pobres. ¿De qué servía poseer el Trono de Maharion si nadie se sentaba en él excepto un lisiado borracho? ¿Qué gloria había en los palacios de la ciudad cuando los únicos que vivían en ellos eran esclavos rastreros? Podía tener a cualquier mujer que quisiese, pero las mujeres le agotarían su poder, le quitarían toda su fuerza. No quería a ninguna mujer cerca de él. Ansiaba un enemigo: un oponente al que valiera la pena destruir.
Sus espías habían estado acudiendo a él durante un año o más murmurando acerca de una insurrección secreta a lo largo y a lo ancho de su reino, grupos rebeldes de hechiceros que se hacían llamar la Mano. Ansioso por encontrar a su enemigo, hizo que investigaran a uno de tales grupos. Resultaron ser un montón de mujeres ancianas, comadres, carpinteros, un cavador de fosos, un aprendiz de hojalatero, un par de niños pequeños. Humillado y enfurecido, Primitivo ordenó que los mataran junto con el hombre que los había delatado. Fue una ejecución pública, en nombre de Losen, por el crimen de conspiración contra el Rey. Tal vez últimamente no había habido ese tipo de intimidación. Pero iba contra sus principios. No le gustaba hacer un espectáculo público a costa de algunos tontos que lo habían engañado para que los temiera. Prefería lidiar con ellos a su manera, y cuando él lo dispusiese. Para que sea nutritivo, el miedo tiene que ser directo; necesitaba ver que la gente le tenía miedo, escuchar su terror, olerlo, saborearlo. Pero como gobernaba en nombre de Losen, era Losen quien debía ser temido por los ejércitos y los pueblos, y él mismo debía mantenerse en segundo plano, apañándose con eslavos y aprendices.
Hacía no mucho tiempo, había enviado a Sabueso a que lidiara con ciertos negocios, y cuando acabó su trabajo, el anciano le preguntó a Primitivo: —¿Has oído alguna vez hablar de la Isla de Roke?
—Al sur y al oeste de Kamery. Ha sido propiedad del Señor de Wathort durante cuarenta o cincuenta años.
A pesar de que raras veces abandonaba la ciudad, Primitivo se enorgullecía de su conocimiento de todo el Archipiélago, recogido de los informes de sus marinos y de los maravillosos mapas antiguos que se guardaban en el palacio. Los estudiaba durante noches enteras, dándole vueltas y vueltas hacia dónde y cómo podría extender su imperio.
Sabueso asintió con la cabeza, como si su localización fuera todo lo que le interesara de Roke.
—¿Y bien?
—Una de las ancianas que hiciste torturar antes de que los quemaran a todos, ¿sabes? Bueno, el tipo que lo hizo me lo contó. Hablaba de su hijo en Roke. Llamándolo para que viniese, sabes. Pero como si él tuviera el poder para hacerlo.
—¿Y?
—Me pareció extraño. Una anciana de una aldea del interior, que nunca había visto el mar, diciendo el nombre de una isla tan lejana como ésa.
—El hijo era un pescador que le hablaba de sus viajes.
Primitivo agitó sus manos. Sabueso olfateó, asintió con la cabeza y se fue.
Primitivo nunca hacía caso omiso de ninguna trivialidad que Sabueso mencionara, porque tantas de ellas habían demostrado no ser triviales. Le tenía antipatía al anciano por eso, y porque era inquebrantable. Nunca llegaba a elogiar a Sabueso, y lo utilizaba lo menos posible, pero Sabueso era demasiado útil como para no aprovecharlo.
El mago conservó el nombre Roke en su memoria, y cuando volvió a escucharlo, y con la misma conexión, supo que Sabueso había seguido la pista correcta una vez más.
Tres niños, dos de quince o dieciséis años y una niña de doce, fueron atrapados por una de las patrullas de Losen hacia el sur de Omer, navegando en un barco de pesca robado con un viento de magia. La patrulla los abordó únicamente porque tenían su propio maestro de vientos y nubes a bordo, que levantó una ola para hundir el barco robado. De regreso en Omer, uno de los niños se rindió y lloriqueando murmuró algo acerca de unirse a la Mano. Al escuchar aquella palabra, los hombres les dijeron que serían torturados y quemados, a lo cual el niño gritó que si lo perdonaban él les contaría todo acerca de la Mano, y de Roke, y de los grandes magos de Roke.
—Tráelos aquí —le dijo Primitivo al mensajero.
—La niña se fue volando, señor —dijo el hombre.
—¿Se fue volando?
—Se convirtió en pájaro. Un quebrantahuesos, según dicen. No esperaba eso de una niña tan pequeña. Se fue antes de que se dieran cuenta.
—Trae a los niños, entonces —dijo Primitivo con absoluta paciencia.
Le trajeron a un solo niño. El otro había saltado del barco, atravesando la Bahía de Havnor, y había sido alcanzado en una pelea de ballestas. El niño que trajeron tenía tal ataque de pánico que Primitivo hasta sentía asco. ¿Cómo podía asustar a una criatura que ya estaba enceguecida y muerta de miedo? Colocó un hechizo de fuerza sobre el niño que lo mantuvo erguido e inmóvil como una estatua de piedra, y lo dejó así durante una noche y un día. De vez en cuando le hablaba a la estatua, diciéndole que era un muchacho inteligente y que podría ser un buen aprendiz, allí en el palacio. Tal vez podría ir a Roke después de todo, ya que Primitivo estaba pensando en ir a Roke, para reunirse allí con los magos.
Cuando lo liberó del hechizo, el niño intentó simular que todavía era de piedra, y no hablaba. Primitivo tuvo que meterse en su mente, tal como lo había aprendido de Gelluk hacía ya tanto tiempo, cuando Gelluk era un verdadero maestro de su arte. Encontró lo que pudo. Luego el niño ya no le servía para nada y hubo que deshacerse de él. Era humillante, una vez más, que la verdadera estupidez de aquella gente hubiera conseguido burlarse de él; y de todo lo que se había enterado acerca de Roke era de que la Mano estaba allí, y también una escuela en la que enseñaban hechicería. Y se había enterado del nombre de un hombre.