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Medra había estado pensando una vez más, y una vez más inútilmente, cómo podía abandonar Havnor de inmediato y pasando desapercibido, cuando el mago llegó.

Ahora, como nutria, estaba pensando que le gustaría seguir siendo nutria, en las dulces y marrones aguas, el río vivo, para siempre. No hay muerte para una nutria, sólo vida hasta el final. Pero en la suave y brillante criatura estaba la mente mortal; y por donde pasa el arroyo en la colina que está al oeste de Samory, la nutria subió a la fangosa ribera, y entonces el hombre se agazapó allí, temblando.

¿Y ahora hacia dónde? ¿Por qué había ido hasta allí?

No tenía pensamiento alguno. Había adoptado la primera forma que había venido a él, corrió hasta el río como lo hubiera hecho una nutria, nadó como hubiera nadado la nutria. Pero únicamente en su propia forma podía pensar como un hombre, esconderse, decidir, actuar como un hombre, o como un mago contra el mago que lo perseguía.

Sabía que no podía competir con Primitivo. Para detener aquel primer hechizo paralizador había utilizado toda la fuerza de resistencia que tenía. La ilusión y el cambio de forma eran todos los trucos que tenía para poner en juego. Si se enfrentaba otra vez al mago, sería destruido. Y Roke con él. Roke y sus niños, y Elehal, su amor, y Velo, Cuervo, Dory, todos ellos, la fuente del patio blanco. Lo único que quedaría sería el Bosquecillo. Únicamente la verde colina, silenciosa, inamovible. Oyó que Elehal le decía: Havnor está entre nosotros. La oyó decir: Todos los poderes verdaderos, todos los poderes antiguos, son uno en la raíz.

Miró hacia arriba. La ladera que se elevaba sobre el arroyo era la misma colina a la que había llegado aquel día con Tinaral, la presencia de Anieb en él. La cicatriz estaba a tan sólo unos pasos por detrás de la colina, la costura, todavía lo suficientemente clara bajo las verdes hierbas del verano.

—Madre —dijo, allí de rodillas—, Madre, ábrete a mí.

Apoyó sus manos sobre la costura de la tierra, pero no había poder alguno en ellas.

—Déjame entrar, Madre —susurró en la lengua que era tan antigua como la colina. El suelo tembló un poco y se abrió.

Oyó el grito de un águila. Se puso de pie. Se zambulló en la oscuridad.

El águila se acercó, trazando círculos y gritando sobre el valle, la ladera, los sauces junto al arroyo. Voló en círculos, buscando y buscando, y se fue volando como había llegado.

Después de un buen rato, a últimas horas de la tarde, el viejo Sabueso llegó hasta el valle caminando con dificultad. De vez en cuando se detenía y olfateaba. Se sentó en la ladera junto a la cicatriz de la tierra, descansando sus fatigadas piernas. Estudió el terreno donde yacían algunos terrones de tierra fresca y la hierba estaba inclinada. Golpeó la hierba inclinada para enderezarla. Por fin consiguió ponerse de pie, fue a tomar un sorbo de las claras aguas marrones bajo los sauces y emprendió el camino por el valle cuesta abajo hacia la mina.

Medra se despertó con mucho dolor, en la oscuridad. Durante mucho tiempo eso fue todo lo que hubo. El dolor venía y se iba, la oscuridad permanecía. Una vez se iluminó un poco, como un crepúsculo, y entonces pudo vislumbrar algo. Vio una cuesta que descendía desde donde él estaba hacia un muro de piedras, al otro lado del cual había oscuridad otra vez. Pero no pudo levantarse para caminar hasta el muro, y en ese momento el dolor regresó muy intenso en su brazo y en sus caderas, y en su cabeza. Luego la oscuridad lo rodeó, y luego nada.

Sed: y con ella dolor. Sed, y el sonido de agua corriendo.

Trató de acordarse de cómo hacer luz. Anieb le dijo lastimeramente: ¿No puedes hacer la luz? —Pero él no pudo. Se arrastró en la oscuridad hasta que el sonido del agua fue más fuerte y las rocas debajo de él estaban mojadas, y buscó a ciegas hasta que su mano encontró el agua. Bebió, y cuando terminó trató de alejarse de las rocas mojadas arrastrándose otra vez, porque tenía mucho frío. Uno de sus brazos le dolía y no tenía nada de fuerzas. La cabeza volvía a dolerle, y gemía y temblaba, tratando de acurrucarse para darse calor. No había nada de calor ni de luz.

Estaba sentado a una corta distancia de donde estaba tirado, mirándose a sí mismo, aunque todavía estaba completamente oscuro. Yacía muy acurrucado, cerca de donde el pequeño arroyo se filtraba a gotas por el saliente de mica. No muy lejos, yacía otra pila acurrucada, seda roja podrida, cabellos largos, huesos. Detrás de ella, se extendía la caverna. Podía ver que sus habitaciones y sus corredores iban mucho más allá de lo que se hubiera imaginado. La veía con el mismo insensible interés con el que veía el cuerpo de Tinaral y su propio cuerpo. Sintió un leve arrepentimiento. Simplemente, era justo que él muriera allí con el hombre al cual había matado. Estaba bien. Nada estaba mal. Pero algo en él le dolía, no el intenso dolor corporal, un dolor duradero, de toda la vida.

—Anieb —dijo.

Entonces volvió en sí, con el feroz dolor en el brazo, en las caderas y en la cabeza, sintiéndose mal y mareado en la ciega oscuridad. Cuando se movió, gimió; pero se incorporó. «Tengo que vivir», pensó. «Tengo que recordar cómo vivir. Cómo hacer luz. Tengo que recordar. Tengo que recordar las sombras de las hojas».

«¿Hasta dónde llega el bosque?»

«Hasta donde llegue tu mente.»

Levantó la vista en la oscuridad. Después de un rato movió un poco su mano sana, y la tenue esfera de luz emanó de ella.

El techo de la caverna estaba bastante alto sobre él. El hilo de agua que goteaba del saliente de mica brillaba en pequeñas gotas a la luz que él irradiaba.

Ya no podía ver las cámaras y los corredores de la cueva como los había visto con aquella mirada insensible e incorpórea. Podía ver solamente lo que el parpadeo de su luz reflejaba alrededor y delante de él. Como cuando había atravesado la noche con Anieb hasta su muerte, paso tras paso en la oscuridad.

Se puso de rodillas, y pensó, para luego susurrar: —Gracias, Madre. —Se puso de pie, y se cayó, porque en su cadera izquierda comenzó a sentir un dolor que lo hizo gritar muy fuerte. Después de un rato lo volvió a intentar, y consiguió ponerse de pie. Luego, se quedó con la mirada fija hacia adelante.

Le llevó un largo rato atravesar la caverna. Puso el brazo dolorido dentro de la camisa y mantuvo la mano sana presionada contra la articulación de la cadera, lo cual le facilitaba un poco el andar. Las paredes se estrechaban gradualmente hasta convertirse en un pasillo. Allí el techo era mucho más bajo, justo sobre su cabeza. Filtraba agua de la pared que formaba pequeños charcos entre las rocas. No era el maravilloso palacio rojo de la visión de Tinaral, místicas runas plateadas en altas columnas de ramas. Era simplemente la tierra, solamente polvo, roca, agua. El aire era fresco y apacible. A medida que se iba alejando del hilo de agua goteante, todo iba quedando en silencio. Fuera del resplandor de luz que él producía, todo estaba a oscuras.

Medra inclinó la cabeza y allí, de pie, dijo: —Anieb, ¿puedes regresar hasta aquí, tan lejos? No conozco el camino. —Esperó un poco. Veía oscuridad, escuchaba silencio. Lentamente y con paso vacilante, entró en el pasillo.

Cómo se le había escapado el hombre, Primitivo no lo sabía, pero dos cosas eran seguras: que él era un mago mucho más poderoso que cualquiera de los que Primitivo había conocido, y que regresaría a Roke tan rápido como pudiera, porque ésa era la fuente y el centro de su poder. No tenía sentido intentar llegar allí antes que él; él llevaba la delantera. Pero Primitivo podía seguirlo, y si sus propios poderes no fueran suficientes, tendría con él una fuerza que ningún mago podría soportar. ¿Acaso no había sido incluso Morred casi derrotado? No con brujerías, sino simplemente con la fuerza de los ejércitos que el Enemigo había puesto en su contra.