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—Su majestad enviará sus flotas —le dijo Primitivo al anciano que lo miraba fijamente sentado en el sillón del palacio de los reyes—. Un gran enemigo se ha unido contra vos, al sur del Mar Interior, y nosotros vamos a destruirlo. Cien barcos navegarán desde el Gran Puerto, desde Omer y desde el Puerto Sur y vuestro feudo en Hosk, ¡la armada más grande que el mundo haya visto jamás! Yo los guiaré. Y la gloria será vuestra —dijo riéndose abiertamente, lo que hizo que Losen lo mirase con fijeza, invadido por una especie de horror, al fin comenzando a entender quién era el señor y quién el esclavo.

Tan bien controlados tenía Primitivo a los hombres de Losen, que en dos días la gran flota partió desde Havnor, reuniendo refuerzos por el camino.

Ochenta barcos pasaron navegando por Ark y por Ilien con un verdadero y constante viento de magia que los llevaba directo a Roke. A veces, Primitivo, con su túnica de seda blanca, sosteniendo un alto bastón de mando también blanco, el cuerno de una bestia del mar proveniente de lo más lejano del norte, se ponía de pie en la proa de la cubierta de la galera que iba en cabeza, cuyos cien remos brillaban batiéndose como las alas de una gaviota. A veces él mismo era la gaviota, o un águila, o un dragón, que volaba por encima y por delante de la flota, y cuando los hombres lo veían volando gritaban: —¡El gran dragón!, ¡el gran dragón!

Desembarcaron en Ilien para buscar agua y comida. Poner en marcha a una multitud de varios cientos de hombres con tanta rapidez, había dejado poco tiempo para aprovisionar los barcos. Arrasaron los pueblos a lo largo de la costa oeste de Ilien, cogiendo lo que querían, e hicieron lo mismo en Vissti y en Kamery, saqueando lo que podían y quemando lo que dejaban atrás. Luego, la gran flota se dirigió hacia el oeste, camino del único puerto de la Isla de Roke, la Bahía de Zuil. Primitivo sabía de la existencia del puerto por los mapas que había en Havnor, y sabía que había una alta colina sobre él. A medida que se iban acercando, adoptó la forma de un dragón y remontó el vuelo muy por encima de los barcos, guiándolos, mirando fijamente hacia el oeste en busca de la imagen de aquella colina.

Cuando la vio, imprecisa y verde sobre el brumoso mar, lanzó un grito, los hombres en los barcos oyeron gritar al dragón, y siguió volando a más velocidad, dejándolos que lo siguieran hacia la conquista.

Todos los rumores sobre Roke decían que estaba defendida por hechizos y ocultada por encantamientos, invisible para los ojos comunes. Si había algunos sortilegios tejidos alrededor de aquella colina o de la bahía, ahora veía cómo se abrían ante él; para él eran hilos de telaraña, transparentes. Nada empañaba sus ojos o desafiaba su voluntad mientras volaba sobre la bahía, sobre el pequeño pueblo y un edificio a medio terminar sobre la cuesta que se elevaba sobre él, en la cima de la alta colina verde. Allí, agitando sus garras de dragón y batiendo sus alas rojo óxido, se posó sobre la tierra.

Se puso de pie en su propia forma. El cambio no lo había hecho él mismo. Permaneció alerta, inseguro.

El viento soplaba, agitando las largas hierbas. El verano ya se estaba terminando y la hierba estaba ahora seca, amarillenta, no había flores, a no ser las muy pequeñas cabecillas blancas de la espuma de encaje. Una mujer iba subiendo la colina a pie y se dirigía hacia él atravesando las altas hierbas. No seguía ningún camino, y caminaba sin dificultad, sin prisa.

Creyó haber levantado la mano en un hechizo para detenerla, pero no lo había hecho, y ella seguía avanzando. Se detuvo sólo cuando estuvo a una distancia de dos brazos de él, y todavía un poco por debajo de él.

—Dime tu nombre —dijo ella, y él le contestó: —Teriel.

—¿Por qué has venido hasta aquí, Teriel?

—Para destruirte.

La miraba fijamente, y veía a una mujer de la cara redonda, de mediana edad, baja y fuerte, con mechones grises en los cabellos y ojos oscuros debajo de un par de cejas negras, ojos que atrapaban los suyos, lo atrapaban a él, le sacaban la verdad de la boca.

—¿Destruirnos? ¿Destruir esta colina? ¿Aquellos árboles? —Bajó la vista para posarla en un bosquecillo que no estaba muy lejos de la colina.— Tal vez Segoy, que la hizo, pueda deshacerla. Tal vez la tierra se autodestruirá. Tal vez se autodestruya a través de nuestras manos, al final. Pero no a través de las tuyas. Falso rey, dragón falso, hombre falso, no vengas al Collado de Roke hasta que conozcas el suelo sobre el que estás. —Hizo un gesto con la mano, apuntando hacia abajo, hacia la tierra. Luego se dio la vuelta y comenzó a bajar la colina atravesando las altas hierbas, por donde había venido.

Había otra gente en la colina, ahora podía verlos, muchos otros, hombres y mujeres, niños, vivos y espíritus de los muertos; muchos, muchos de ellos. Les tenía pánico, y estaba acobardado, tratando de realizar un hechizo que lo escondiera de todos ellos.

Pero no realizó ningún hechizo. Ya no tenía magia en él. Había desaparecido, se le había acabado en aquella terrible colina, se había ido a la terrible tierra que yacía bajo sus pies, desaparecido. No era un mago, simplemente un hombre como los otros, sin poder.

Lo sabía, lo sabía con seguridad, aunque todavía intentaba pronunciar algún conjuro, y levantar los brazos en ensalmo, y golpear el aire con rabia. Luego miró hacia el este, entrecerrando los ojos para protegerse del reflejo de los remos de las galeras, buscando las velas de sus barcos acercándose para castigar a aquella gente y salvarlo a él.

Todo lo que podía ver era una bruma sobre el agua, a lo largo y a lo ancho del mar, más allá de la punta de la bahía. Mientras miraba, la bruma se iba espesando y oscureciendo, deslizándose sobre las tranquilas olas.

El girar de la tierra con respecto al sol crea los días y las noches, pero dentro de ella no hay días. Medra caminaba atravesando la noche. Estaba bastante débil, y no siempre podía irradiar su luz. Cuando le fallaba, tenía que parar, sentarse y dormir. El sueño nunca era la muerte, a pesar de lo que él pensaba. Se despertaba, siempre con frío, siempre con dolores, siempre sediento, y cuando podía irradiar un hilo de luz, se ponía de pie y seguía avanzando. Nunca veía a Anieb pero sabía que estaba allí. La seguía. A veces había grandes habitaciones. A veces había charcos de agua estancada. Era difícil romper la quietud de sus superficies, pero bebía de ellos. Pensaba que había estado descendiendo durante mucho tiempo, cada vez más y más profundo, hasta que llegó al más largo de aquellos charcos, y después de eso el camino subía otra vez. A veces Anieb lo seguía. Podía pronunciar su nombre, aunque ella no le contestaba. No podía decir el otro nombre, pero podía pensar en los árboles, en las raíces de los árboles. ¿Hasta dónde llega el bosque? Hasta donde llegan los bosques. Tan lejos como las vidas, tan profundo como las raíces de los árboles. Tan lejos como las hojas formen sombras. No había sombras allí, sólo la oscuridad, pero él siguió adelante, y siguió adelante, hasta que vio a Anieb delante de él. Vio el destello de sus ojos, la nube de sus cabellos rizados. Ella le devolvió la mirada durante un segundo y luego dio media vuelta y corrió suavemente bajando una larga y empinada cuesta hasta perderse en la oscuridad.

Donde él estaba la oscuridad no era total. El aire le daba en el rostro. Hacia adelante y a lo lejos, tenue, pequeña, había una luz que no era la de él. Siguió avanzando. Ya hacía mucho que se iba arrastrando, tirando de su pierna derecha, que no podía soportar su peso. Siguió avanzando. Pudo oler el viento de la noche y ver el cielo nocturno a través de las ramas y de las hojas de los árboles. Una raíz de roble arqueada formaba la boca de la cueva, no más grande que el espacio que un hombre o un tejón necesitan para pasar agachados a través de ella, así lo hizo, y se acostó allí, bajo la raíz del árbol, viendo cómo la luz se desvanecía y una o dos estrellas aparecían entre las hojas.