Fue entonces cuando la hechicería que se practicaba en las aldeas, y sobre todo la brujería de las mujeres, adquirió la mala reputación de la que no ha podido desprenderse desde entonces. Las brujas pagaban gustosamente para practicar las artes que pensaban eran las suyas propias. El cuidado de las bestias y de las mujeres embarazadas, los nacimientos, la enseñanza de gestas y ritos, la fertilidad y el orden de los campos y de los jardines, la construcción y el cuidado de la casa y de sus muebles, la extracción de minerales y metales, estas grandes cosas siempre habían estado a cargo de las mujeres. Una rica tradición popular de hechizos y encantos era compartida por las brujas para asegurar el buen resultado de tales tareas. Pero cuando las cosas salían mal en un nacimiento, o en el campo, sólo era culpa de las brujas. Y las cosas salían con frecuencia más mal que bien, con los magos luchando unos contra otros, utilizando venenos y maldiciones despiadadamente para ganar una ventaja inmediata sin pensar en lo que vendría después. Trajeron sequías y tormentas, plagas, incendios y enfermedades a lo largo y ancho de las tierras, y la bruja de la aldea era castigada por ellos. No sabía por qué sus ensalmos de curación provocaban que la herida se convirtiera en gangrena, por qué el niño que había traído al mundo era imbécil, por qué sus bendiciones parecían quemar la semilla en los surcos y pudrir la manzana en el árbol. Pero alguien tenía que ser culpado por estas desgracias: y la bruja o el hechicero estaban allí, allí mismo, en la aldea o en el pueblo, no en el castillo o en la fortaleza del señor de la guerra, protegidos por hombres armados y conjuros de defensa. Los hechiceros y las brujas eran ahogados en los pozos envenenados, quemados en los campos secos, enterrados vivos para hacer que la tierra muerta fuera fértil otra vez.
Así que la práctica de su tradición popular y su enseñanza se habían convertido en algo peligroso. Quienes emprendían tales tareas eran generalmente los que ya eran unos marginados, lisiados, trastornados, aquellos que no tenían familia o eran viejos, mujeres y hombres que tenían poco que perder. Los hombres sabios y las mujeres sabias, en quienes se depositaba la confianza y a quienes se veneraba, cedieron el paso al linaje de los embusteros e impotentes hechiceros de aldea con sus engaños y a las brujas arpías con sus pociones utilizadas en beneficio de la lujuria, de los celos y de la malicia. Y el don de un niño para la magia se convirtió en algo a lo que temer y esconder.
Este es un cuento de aquella época. Parte de él está sacada de El libro de la oscuridad, y parte viene de Havnor, de las granjas de las Tierras Altas de Onn y de los bosques de Faliern. Una historia puede componerse de tales trozos y fragmentos, y a pesar de que será un amplio edredón, hecho mitad de habladurías y mitad de conjeturas, aun así puede ser lo suficientemente verdadera. Es un cuento que habla de la Fundación de Roke, y si los Maestros de Roke dicen que no sucedió así, dejemos que sean ellos quienes nos cuenten entonces cómo ocurrió. Porque hay una nube suspendida sobre la época en que Roke se convirtió primero en la Isla de los Sabios, y puede ser que los hombres sabios la hayan puesto allí.
II. Nutria
Nutria era el hijo de un constructor de barcos que trabajaba en los astilleros del Gran Puerto de Havnor. Su madre le había puesto ese nombre campestre; era una granjera de la aldea de Endlane, al noroeste del Monte Onn. Había ido a la ciudad en busca de trabajo, como muchos otros. Un hombre decente con un oficio decente en épocas turbulentas, el constructor de barcos y su familia no querían darse cuenta temiendo que eso les trajera algún dolor. Así pues, cuando quedó bien claro que el niño tenía un don especial para la magia, su padre intentó quitárselo a fuerza de golpes.
—También podrías golpear una nube para que lloviera —le decía la madre de Nutria.
—Ten cuidado de no metérle a golpes la maldad en el cuerpo —le decía su tía.
—¡Ten cuidado de que no haga un hechizo y te golpee él a ti con el cinturón! —le decía su tío.
Pero el niño no utilizaba trucos contra su padre. Recibía las palizas en silencio y aprendía a ocultar su don.
No le parecía que fuera para tanto. Era tan fácil para él hacer que una luz plateada brillara en una habitación oscura, o encontrar un alfiler perdido sólo con pensar en él, o enderezar una juntura combada pasando sus manos sobre la madera y hablándole, que no entendía por qué hacían tanto alboroto por esas cosas. Su padre se enfurecía con él por sus «atajos», incluso lo golpeó una vez en la boca cuando Nutria le estaba hablando a su tarea, e insistió en que hiciera su trabajo de carpintería con herramientas, y en silencio.
Su madre trataba de explicarle: —Es como si hubieses encontrado una gran joya —le decía—, ¿y qué podría hacer uno de nosotros con un diamante más que ocultarlo? Cualquiera que sea más rico que nosotros para comprarlo es lo suficientemente fuerte como para matarte con el fin de conseguirlo. Mantenlo oculto. ¡Y mantente alejado de la gente poderosa y de sus hombres astutos!
«Hombres astutos» era como llamaban a los magos en aquella época.
Uno de los dones del poder consiste en reconocer el poder. Un mago reconoce a otro mago, a menos que la ocultación sea muy hábil. Y el niño no tenía ninguna habilidad, excepto en el campo de la construcción de barcos, del cual era un alumno prometedor cuando tenía doce años. Aproximadamente para esa época, la comadre que había ayudado a su madre en su nacimiento visitó a sus padres y les dijo:
—Dejad que Nutria venga a verme por las noches después del trabajo. Debería aprender los cantares y estar preparado para el día de su nombramiento.
No vieron ningún problema en eso, ya que había hecho lo mismo por la hermana mayor de Nutria, así que sus padres lo enviaban con ella todas las noches. Pero ella le enseñó a Nutria más que la canción de la Creación. Ella sabía de su don. Ella y algunos hombres y mujeres como ella, gente que no era para nada conocida y algunos de reputaciones dudosas, tenían todos en alguna medida ese mismo don; y compartían, en secreto, el saber y las habilidades que poseían.
—Un don sin enseñanza es como un barco sin timón —le dijeron a Nutria, y le enseñaron todo lo que sabían. No era mucho, pero había algunos de los cimientos de las altas artes entre sus conocimientos; y a pesar de que se sentía intranquilo por estar engañando a sus padres, no podía resistirse a aquel conocimiento, ni a la amabilidad y a los elogios de sus pobres maestros—. No te hará daño alguno si nunca lo utilizas para hacer daño —le dijeron, y a él no le costó nada prometerles esto.
En el arroyo Serrenen, cuando sus aguas pasaban junto al muro del norte de la ciudad, la comadre le dio a Nutria su verdadero nombre, con el cual es recordado en islas lejanas de Havnor.
Entre esta gente había un anciano a quien llamaban, entre ellos, el Cambiador. Le enseñó a Nutria unos cuantos sortilegios; y cuando el niño tenía aproximadamente quince años, el anciano lo sacó de la ciudad y lo adentró en los campos que estaban junto al Serrenen para enseñarle el único hechizo de verdadera transformación que él conocía. —Primero quiero ver cómo conviertes aparentemente ese arbusto en un árbol —le dijo, e inmediatamente Nutria lo hizo. La ilusión se le daba tan bien al niño que el anciano comenzó a alarmarse. Nutria tuvo que rogarle y camelarlo para que siguiera enseñándole; finalmente tuvo que prometerle, jurando por su propio nombre verdadero y secreto, que si aprendía el hechizo más importante del Cambiador, nunca lo utilizaría a menos que fuera para salvar una vida, la suya o la de otro.