—Yo puedo encontrarlo —le contestó Nutria.
IV. Medra
Sabueso se quedó en Endlane. Allí podía ganarse la vida como descubridor, y le gustaba la taberna, y la hospitalidad de la madre de Nutria.
Al comienzo del otoño, Losen estaba colgando de una ventana del Nuevo Palacio, atado con una cuerda por los pies, pudriéndose, mientras seis señores de la guerra se disputaban el reino, y los barcos de la gran escuadra se perseguían y peleaban unos contra otros a lo largo y a lo ancho de los estrechos y de la mar turbulenta por los hechizos de los magos.
Pero el Esperanza, pilotado y conducido por dos jóvenes hechiceros de la Mano de Havnor, llevaron a Medra a salvo por el Mar Interior hasta Roke.
Ascua estaba en el muelle para recibirlo. Cojo y muy delgado, se acercó a ella y la cogió de las manos, pero no podía levantar el rostro para mirarla. Le dijo: —Tengo demasiadas muertes en mi corazón, Elehal.
—Ven conmigo al Bosquecillo —le dijo ella.
Fueron juntos hasta allí y se quedaron hasta que llegó el invierno. Al año siguiente, construyeron una pequeña casa cerca de la orilla del arroyo de Zuil en el sitio donde éste sale del Bosquecillo, y vivieron allí durante los veranos.
Trabajaban y enseñaban en la Casa Grande. La vieron crecer piedra a piedra, cada una de ellas envuelta en hechizos de protección, resistencia y paz. Vieron cómo se establecía la Norma de Roke, aunque nunca tan firmemente como hubieran deseado, y siempre con resistencia; porque llegaban magos de otras islas y surgían entre los alumnos de la escuela mujeres y hombres de poder, con conocimiento y orgullo, que habían jurado trabajar juntos y para el bien de todos, pero cada uno pensando en una forma diferente de hacerlo.
Al envejecer, Elehal se cansó de las pasiones y de las cuestiones de la escuela, y se sentía cada vez más atraída por los árboles, entre los que se iba sola, tan lejos como llegara su mente. Medra también caminaba por allí, pero no tan lejos como ella, porque estaba cojo.
Después de que ella muriera, vivió solo durante un tiempo en la pequeña casa junto al Bosquecillo.
Un día de otoño regresó a la escuela. Entró por la puerta del jardín, que da al sendero que atraviesa los campos que conducen al Collado de Roke. Hay algo curioso en la Casa Grande de Roke, pues no tiene ningún pórtico ni camino de entrada. Se puede entrar por lo que llaman la puerta trasera, que, a pesar de estar hecha de cuerno y enmarcada con dientes de dragón, y tener tallado sobre ella al Árbol de las mil hojas, no parece existir desde fuera, cuando uno se llega a ella desde el lúgubre callejón; o también se puede entrar por la puerta del jardín, de suave roble, con un cerrojo de hierro. Pero no hay una puerta principal.
Atravesó las salas y los corredores de piedra hasta llegar al lugar más profundo, el jardín pavimentado de mármol de la fuente, donde el árbol que Elehal había plantado era ahora muy alto, sus bayas tiñéndose de rojo.
Al saber que estaba allí, acudieron a verlo los maestros de Roke, las mujeres y los hombres que eran maestros de sus artes. Medra había sido el Maestro Descubridor, hasta que se fuera a vivir al Bosquecillo. Ahora una mujer joven enseñaba ese arte, tal como él se lo había enseñado a ella.
—He estado pensando —dijo—. Vosotros sois ocho. El nueve es mejor número. Consideradme un maestro otra vez, si queréis.
—¿Qué harás, Maestro Golondrina? —le preguntó el Invocador, un mago de cabellos grises de Ilien.
—Vigilaré la puerta —dijo Medra—. Puesto que estoy cojo, no iré muy lejos. Puesto que soy viejo, sabré qué decirles a aquellos que vengan. Puesto que soy un descubridor, descubriré si pertenecen a este lugar.
—Eso nos ahorraría muchos problemas y algunos peligros —dijo la joven descubridora.
—¿Cómo lo harás? —preguntó el Invocador.
—Les preguntaré su nombre —le contestó Medra. Luego sonrió—. Si me lo dicen, podrán entrar. Y cuando crean que lo han aprendido todo, podrán salir otra vez. Si pueden decirme mi nombre.
Y así fue. Durante el resto de su vida, Medra vigiló las puertas de la Casa Grande de Roke. La puerta del jardín que se abría ante el Collado se llamó durante mucho tiempo la Puerta de Medra, incluso después de que muchas cosas cambiaran en aquella casa a medida que los siglos iban pasando por ella. Y todavía ahora, el noveno Maestro de Roke es el Portero.
En Endlane y en las aldeas que están alrededor del pie del Monte Onn en Havnor, las mujeres, mientras hilan y tejen, cantan una gesta adivinanza cuya última línea tiene que ver, tal vez, con el hombre que era Medra, y Nutria, y Golondrina.
Rosaoscura y Diamante
Una canción marinera del oeste de Havnor
Al oeste de Havnor, entre colinas cubiertas de robles y castaños, se encuentra la ciudad del Claro. Hace algún tiempo, el hombre rico de aquella ciudad era un comerciante llamado Áureo. Áureo era el dueño y señor de la fábrica que cortaba las tablas de roble para los barcos que se construían en el Puerto Sur de Havnor y en el Gran Puerto de Havnor; era dueño de los más grandes bosques de castaños; era dueño también de las carretas, y contrataba a los carreteros que llevaban la madera y las castañas por las colinas para venderlas. Vivía muy bien de los árboles, y cuando nació su hijo, la madre dijo: —¿Podríamos llamarlo Castaño, o Roble, tal vez? —Pero el padre le contestó—: Diamante. —Ya que para él los diamantes eran lo único más precioso que el oro.
Y así fue como el pequeño Diamante creció en la mejor casa del Claro, un bebé robusto y de ojos claros, un niño coloradote y alegre. Tenía una dulce voz cantarina, un oído privilegiado, y tal amor por la música que su madre, Tuly, lo llamaba Gorrión Cantarín y Alondra Celestial, entre otros nombres cariñosos, puesto que en realidad nunca le había gustado Diamante. Trinaba y canturreaba por toda la casa; aprendía cualquier melodía apenas la escuchaba, e inventaba melodías cuando no escuchaba ninguna. Su madre consiguió que la mujer sabia, Maraña, le enseñara La Creación de Éa y La Gesta del joven Rey, y en la fiesta del Retorno del Sol, cuando tenía once años, cantó el Villancico del Invierno para el Señor de la Tierra Occidental, quien estaba de visita en sus dominios de las colinas que se elevan sobre el Claro. El Señor y su Dama alabaron el cantar del niño y le dieron una pequeña caja de oro con un diamante incrustado en la tapa, lo cual les pareció a Diamante y a su madre un gentil y hermoso regalo. Pero Áureo era un poco impaciente con las canciones y las baratijas. —Hay cosas más importantes que puedes hacer, hijo —le decía—. Y cosas mucho más valiosas que puedes ganar.