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Diamante pensaba que su padre se refería al negocio, los leñadores, los aserradores, el aserradero, los bosques de robles, los recolectores, los carreteros, las carretas, todo aquel trabajo, y las conversaciones y los planes, aquellos complicados asuntos de adultos. Nunca sintió que todo aquello tuviera mucho que ver con él, entonces ¿cómo llegaría a hacerse cargo de todo ello como su padre esperaba? Tal vez lo averiguaría cuando creciera.

Pero de hecho el negocio no era lo único que Áureo tenía en mente. Había observado algo en su hijo que lo hacía no precisamente posar sus ojos más allá del negocio, sino echar un vistazo allí arriba de vez en cuando, y luego cerrar los ojos.

Al principio pensaba que Diamante tenía un don, al igual que muchos niños lo tenían y después lo perdían, una chispa aislada de magia. Cuando era un niño pequeño, el propio Áureo había sido capaz de hacer que su propia sombra brillara y centelleara. Su familia lo elogiaba por el truco y hacía que se lo mostrase a los invitados; y luego, cuando tenía siete u ocho años, perdió el don y nunca más pudo hacerlo de nuevo.

Cuando vio a Diamante bajar las escaleras sin tocarlas, pensó que sus ojos lo habían engañado; pero unos días más tarde, vio cómo el niño subía las escaleras flotando, sólo un dedo deslizándose por la barandilla de roble. —¿Puedes hacer eso también para bajar las escaleras? —le preguntó Áureo, y Diamante le respondió—: Oh, sí, así. —Y se deslizó nuevamente hacia abajo, suave como una nube en el viento del sur.

—¿Cómo aprendiste a hacerlo?

—Simplemente lo descubrí —dijo el niño, aunque no parecía muy seguro de si su padre lo aprobaría o no.

Áureo no elogió al niño puesto que no quería que éste se cohibiera o sintiera vanidad por lo que podría ser un don pasajero e infantil, como su dulce voz. Ya había demasiado alboroto por eso.

Pero aproximadamente un año más tarde vio a Diamante fuera, en el jardín de atrás con su compañera de juegos, Rosa. Los niños se habían puesto en cuclillas, las cabezas juntas, riendo. Algo intenso o extraño alrededor de ellos hizo que se detuviera frente a la ventana del rellano de la escalera y los observara. Había algo entre ellos que saltaba de arriba abajo, ¿una rana?, ¿un sapo?, ¿un grillo grande? Salió al jardín y se acercó, moviéndose tan sigilosamente, a pesar de que era un hombre grande, que ellos, absortos, no lo oyeron. Lo que daba saltitos de arriba abajo sobre la hierba entre los dedos de sus pies desnudos era una roca. Cuando Diamante levantaba la mano, la roca saltaba y se elevaba en el aire, cuando sacudía un poco la mano, la roca se sostenía en el aire, y cuando giraba los dedos hacia abajo, ésta caía de nuevo al suelo.

—Ahora tú —le dijo Diamante a Rosa, y ella empezó a hacer lo que él había hecho, pero la roca sólo se movió un poquito.

—Oh —exclamó ella—, ahí está tu papá.

—Eso es muy ingenioso —dijo Áureo.

—Se lo inventó Di —dijo Rosa.

A Áureo no le gustaba aquella niña. Era tan abierta y franca como recelosa, tan osada como tímida. Era un año más pequeña que Diamante, y era hija de una bruja. Hubiera deseado que su hijo jugase con niños de su misma edad, de su misma clase, con niños de las respetables familias del Claro. Tuly insistía en llamar a la bruja «la mujer sabia», pero una bruja era una bruja y su hija no era una buena compañía para Diamante. Sin embargo, le divertía un poco ver a su hijo enseñándole trucos a la niña de una bruja.

—¿Qué más puedes hacer, Diamante? —le preguntó.

—Tocar la flauta —contestó Diamante rápidamente, y sacó de su bolsillo el pequeño pífano que su madre le había regalado para su duodécimo cumpleaños. Lo acercó a sus labios, sus dedos danzaban, y tocó una dulce y conocida melodía de la costa occidentaclass="underline" «Hacia donde va mi amor».

—Muy bonito —dijo el padre—, pero cualquiera puede tocar el pífano, ¿sabes?

Diamante miró a Rosa de reojo. La niña movió la cabeza, mirando hacia abajo.

—Lo aprendí bastante rápido —dijo Diamante.

Áureo gruñó, poco impresionado.

—Puedo hacer que se toque solo —dijo Diamante, y alejó el pífano de sus labios. Sus dedos danzaban sobre las llaves, y el pífano tocó una breve giga. Sonaron algunas notas falsas y un chirrido en la última nota alta—. Todavía no la he sacado toda —dijo Diamante, molesto y avergonzado.

—Bastante bien, bastante bien —dijo su padre—. Sigue practicando. —Y siguió adelante. No estaba seguro de lo que debería haber dicho. No quería alentar al niño para que le dedicara aun más tiempo a la música, o a aquella niña; ya les había dedicado demasiado, y ninguna de las dos cosas le ayudaría a llegar a ningún lado en la vida. Pero ese don, ese innegable don, la roca que saltaba, el pífano que sonaba sin ser tocado… Sería un error hacer demasiado alboroto por ello, pero probablemente tampoco debería desanimarlo.

Según las creencias de Áureo, el dinero era poder, pero no el único poder. Había otros dos, uno igual, uno más grande. Estaba el nacimiento. Cuando el Señor de las Tierras Occidentales llegó a sus dominios cerca del Claro, Áureo se dio el gusto de demostrar su lealtad. El Señor nació para gobernar y para mantener la paz, así como Áureo nació para tratar con el comercio y la riqueza, cada uno en su lugar; y cada uno, noble u hombre común, si servía correcta y honestamente, merecía honor y respeto. Pero también había señores menores a quienes Áureo podía comprar y vender, prestarles dinero o permitir que mendigaran, hombres nacidos nobles que no merecían ni lealtad ni honor. El poder del nacimiento y el poder del dinero eran contingentes, y debían ser ganados para no ser perdidos.

Pero más allá de los ricos y los señores estaban aquellos llamados hombres de poder: los magos. Su poder, aunque poco ejercitado, era absoluto. En sus manos yacía el destino del ya antiguo reino sin rey del Archipiélago.

Si Diamante había nacido con esa clase de poder, si ése era su don, entonces todos los sueños y los planes de Áureo de introducirlo en el negocio, y de hacer que lo ayudara a ampliar la ruta de las carretas hacia un comercio regular con el Puerto Sur, y a comprar los bosques de castaños sobre Reche, todos aquellos planes quedaban reducidos a migajas. ¿Podría Diamante ir (como había hecho el tío de su madre) a la Escuela de Magos en la Isla de Roke? ¿Podría (como había hecho aquel tío) ganarse la gloria para su familia y sus dominios sobre el señor y el hombre común, convirtiéndose así en un mago en la Corte de los Señores del Regente en el Gran Puerto de Havnor? El propio Áureo casi subía las escaleras flotando al albergar semejantes visiones.

Pero no le dijo nada al niño ni a la madre del niño. Era un hombre conscientemente discreto, desconfiado de las visiones hasta que pudieran ser convertidas en actos; y ella, sin embargo una esposa obediente y cariñosa, y madre y ama de casa, ya hacía demasiado alboroto por los talentos y los dotes de Diamante. Y también, como todas las mujeres, tenía tendencia a hablar y a cotillear, y era indiscriminada en sus amistades. La niña Rosa se juntaba con Diamante porque Tuly animaba a la madre de Rosa, la bruja Maraña, a que fuera a visitarlos, consultándola cada vez que Diamante tenía una pequeña molestia, y contándole más de lo que ella o cualquiera debería saber acerca del hogar de Áureo. Sus negocios no eran en absoluto cosa de la bruja. Por otro lado, Maraña podría ser capaz de decirle si su hijo realmente prometía algo, si tenía un talento para la magia… pero apartaba de su mente la idea de preguntarle a ella, de pedirle a una bruja su opinión acerca de lo que fuera, y menos aun un juicio sobre su hijo.

Decidió esperar y observar. Puesto que era un hombre paciente, con una gran fuerza de voluntad, lo hizo durante cuatro años, hasta que Diamante cumpliera los dieciséis. Joven fornido y maduro, a quien se le daban bien los juegos y las lecciones, todavía tenía el rostro colorado y los ojos claros, y era alegre. El cambio de su voz no había sido algo fácil, el dulce tiple se había convertido en un sonido desafinado y áspero. Áureo había esperado que aquel sonido fuera el final de sus canciones, pero el muchacho siguió cantándolas, juntándose con músicos itinerantes, cantantes de baladas y otros, aprendiendo toda su basura. Aquélla no era vida para el hijo de un comerciante que iba a heredar y administrar las propiedades y los aserraderos y los negocios, y Áureo se lo dijo. —Hijo, se acabó lo de cantar. Debes pensar en ser un hombre.