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A Diamante le habían dado su verdadero nombre en los manantiales del Amia, en las colinas que se elevaban sobre el Claro. El hechicero Cicuta, quien había conocido a su tío abuelo el mago, vino desde el Puerto Sur a darle su nombre. Y Cicuta fue invitado el día de su Fiesta del Nombre, el año siguiente, una gran celebración, cerveza y comida para todos, y ropas nuevas, una camisa o una falda, o algunas monedas para cada niño, lo cual era una vieja tradición en el oeste de Havnor; eso y bailar en los jardines de la aldea en una cálida noche de otoño. Diamante tenía muchos amigos, todos los muchachos del pueblo de su misma edad y todas las muchachas también. La gente joven bailaba, y algunos de ellos habían bebido demasiada cerveza, pero nadie se comportó demasiado mal, y fue una noche feliz y memorable. A la mañana siguiente, Áureo le dijo a su hijo otra vez que debía pensar en ser un hombre.

—He pensado algo sobre eso —dijo el muchacho, con su voz ronca.

—¿Y bien?

—Bueno, yo… —dijo Diamante, y se detuvo.

—Siempre he contado contigo para que lleves los negocios de la familia —le dijo Áureo. Su tono de voz era inexpresivo, y Diamante siguió callado—. ¿Has pensado alguna vez en lo que quieres hacer?

—Á veces.

—¿Has hablado con el Maestro Cicuta?

Diamante dudó un segundo y luego le contestó: —No.

—Yo hablé con él anoche —prosiguió Áureo—. Me dijo que hay ciertos dones naturales que no sólo son difíciles, sino que de hecho está mal y es dañino reprimirlos. —La luz volvió a los ojos oscuros de Diamante.— El maestro dijo que tales capacidades o dones, cuando no son entrenados, no sólo son desperdiciados, sino que pueden ser peligrosos. El arte debe aprenderse y practicarse, dijo. —El rostro de Diamante brillaba.— Pero también dijo que debe ser aprendido y practicado para su propio bien.

Diamante asintió con la cabeza, entusiasmado. Su padre prosiguió:

—Si es un verdadero don, una capacidad poco común, eso debe tomarse aun más seriamente. Una bruja con sus pociones de amor no puede hacer mucho daño, pero incluso un hechicero de aldea, dijo, debe tener cuidado, ya que si el arte se utiliza con fines viles, se convierte en débil y nocivo… Por supuesto, hasta un hechicero recibe su merecido. Y los magos, como tú bien sabes, viven con los señores, y tienen todo lo que desean. —Diamante escuchaba atentamente, frunciendo un poco el ceño.

—Así que, bueno, para ser claros, si tienes este don, Diamante, no nos sirve de nada en nuestro negocio. Tiene que ser cultivado en sus propios términos, y deber ser controlado, aprendido y dominado. Sólo entonces, dijo, pueden tus maestros comenzar a decirte qué hacer con él, qué bien puede traerte. A ti o a otros —agregó a conciencia.

Hubo una larga pausa.

—Yo le he dicho —continuó Áureo— que te he visto, con un simple movimiento de tu mano y una única palabra, convertir la talla de madera de un pájaro en un pájaro que voló y cantó. Te he visto hacer brillar una luz en el aire. Tú no sabías que yo te estaba viendo. He observado y no he dicho nada durante mucho tiempo. No quería hacer demasiado alboroto por simples juegos infantiles. Pero creo que tienes un don, tal vez un gran don. Cuando le dije al Maestro Cicuta lo que vi que puedes hacer, él estuvo de acuerdo conmigo. Dijo que puedes ir a estudiar con él al Puerto Sur durante un año, o tal vez más.

—¿A estudiar con el Maestro Cicuta? —preguntó Diamante, su voz casi media octava más arriba.

—Si quieres.

—Yo, yo, yo nunca he pensado en ello. ¿Puedo pensarlo? ¿Durante un rato, un día?

—Por supuesto —dijo Áureo, encantado con la cautela de su hijo. Había pensado que Diamante no dejaría escapar la oferta, lo cual habría sido natural, tal vez, pero doloroso para el padre, el búho que había, tal vez, empollado un águila.

Puesto que Áureo observaba el arte de la magia con verdadera humildad, como a algo bastante más allá de él. No como un mero pasatiempo, como la música o los cuentos, sino como un asunto práctico de inmenso potencial que sus negocios nunca podrían llegar a igualar. Y aparte, aunque él no lo diría nunca de esa forma, le tenía miedo a los magos. Menospreciaba un poco a los hechiceros, con sus escamoteos y sus ilusiones y sus palabrerías, pero a los magos les temía.

—¿Madre lo sabe? —preguntó Diamante.

—Lo sabrá cuando llegue el momento. Ella no juega ningún papel en tu decisión, Diamante. Las mujeres no saben nada de estos asuntos y no tienen nada que ver con ellos. Debes tomar la decisión tú solo, como un hombre. ¿Lo entiendes? —Áureo estaba siendo franco, veía llegado el momento de destetar al muchacho de su madre. Ella, como mujer, se aferraría a él, pero él, como hombre, debía aprender a desprenderse de las cosas. Y Diamante asintió con la cabeza bastante enérgicamente como para satisfacer a su padre, aunque tenía una mirada pensativa.

—¿El Maestro Cicuta dijo que yo, dijo que pensaba que yo tenía, podría tener un, un don, un talento para…?

Áureo le confirmó que el mago verdaderamente había dicho eso, aunque por supuesto todavía había que ver qué tipo de don. La modestia del muchacho fue un gran alivio para él. Había temido medio inconscientemente que Diamante triunfara sobre él, imponiendo de inmediato su poder. Aquel misterioso, peligroso, incalculable poder contra el cual la riqueza y el dominio y la dignidad de Áureo serían impotentes.

—Gracias, Padre —le dijo el muchacho. Áureo lo abrazó y se fue, satisfecho consigo mismo.

Su lugar de encuentro era en los sauces cabrunos, los matorrales de sauces río abajo junto al Amia justo cuando pasaba bajo la herrería. Tan pronto como Rosa llegó, Diamante le dijo: —¡Quiere que vaya a estudiar con el Maestro Cicuta! ¿Qué voy a hacer?

—¿A estudiar con el mago?

—Cree que tengo un gran talento. Para la magia.

—¿Quién?

—Mi padre. Vio algunas de las cosas que estuvimos practicando. Dice que Cicuta cree que debería ir a estudiar con él porque podría ser peligroso no hacerlo. Oh. —Y Diamante se golpeó la cabeza con las manos.

—Pero es cierto que tienes un talento.

Se quejó y se frotó el cuero cabelludo con los nudillos. Estaba sentado en el suelo, en su viejo lugar de juegos, una especie de cenador entre los sauces, desde donde podían oír el arroyo fluyendo sobre las piedras cercanas y el clang-clang de la herrería un poco más allá. La muchacha se sentó frente a él.

—Mira todo lo que puedes hacer —le dijo—. No podrías hacer nada de todo eso si no tuvieras un don.

—Un pequeño don —dijo Diamante quitándole importancia—. Apenas para hacer algunos trucos.

—¿Cómo lo sabes?

Rosa tenía la piel muy oscura, una mata de cabellos enmarañados, una boca fina y un rostro atento, serio. Sus pies, sus piernas y sus manos estaban desnudos y sucios, su falda y su chaqueta eran vergonzosas. Los dedos de sus pies, aunque sucios, eran delicados y elegantes, y un collar de amatistas brillaba bajo la rasgada chaqueta sin botones. Su madre, Maraña, se ganaba bien la vida curando y sanando, uniendo huesos y ayudando en los partos, y vendiendo hechizos de encuentro, pociones de amor y para dormir. Podía darse el lujo de vestirse ella y vestir a su hija con ropas nuevas, comprar zapatos y mantenerse limpia, pero no se le ocurría hacerlo. Ni tampoco eran los cuidados del hogar algo que le interesara demasiado. Ella y Rosa comían principalmente pollo hervido y huevos fritos, ya que solían pagarle con aves de corral. El patio de su casa de dos habitaciones era una jungla de gatos y gallinas. Le gustaban los gatos, los sapos y las joyas. El collar de amatistas había sido el pago por el feliz nacimiento del hijo del jefe de los guardabosques de Áureo. La propia Maraña llevaba los brazos cubiertos de brazaletes y de pulseras que destellaban y sonaban cuando agitaba impacientemente las manos para realizar un hechizo. A veces llevaba un gatito pequeño sobre el hombro. No era una madre muy atenta. Rosa le había preguntado, cuando tenía siete años: —¿Por qué me tuviste si no me querías?