—¿Cómo puedes ayudar a niños a nacer bien si no has tenido uno? —le contestó su madre.
—Así que fui sólo práctica —gruñó Rosa.
—Todo es práctica —dijo Maraña. Nunca era maliciosa. Pocas veces pensaba en hacer algo más por su hija, pero nunca la lastimaba, nunca la regañaba, y le daba todo lo que ella le pedía, la comida, un sapo propio, el collar de amatistas, lecciones de brujería. Le habría dado ropas nuevas si Rosa se las hubiera pedido, pero nunca lo hizo. Rosa había cuidado de sí misma desde que era muy pequeña; y ésta era una de las razones por las que Diamante la quería. Con ella, sabía lo que era la libertad. Sin ella, podía alcanzarla sólo cuando estaba escuchando y cantando y tocando música.
—Sí que tengo un don —dijo por fin, frotándose las sienes y tirando de sus cabellos.
—Deja de destrozarte la cabeza —le dijo Rosa.
—Sé que Tarry piensa que lo tengo.
—¡Por supuesto que lo tienes! ¿Qué importa lo que crea Tarry? Ya tocas el arpa como nueve veces mejor de lo que él nunca lo hizo.
Esta era otra razón por la que Diamante la quería.
—¿Hay algún mago músico? —preguntó él, mirando hacia arriba.
Ella lo pensó. —No lo sé.
—Yo tampoco. Morred y Elfarran se cantaban el uno al otro, y él era un mago. Y creo que hay un Maestro Cantor en Roke, que enseña las trovas y las historias. Pero nunca oí de un mago que fuera músico.
—No veo por qué un mago no podría ser músico. —Nunca entendía por qué algo no podía ser. Otra razón por la que él la quería.
—Siempre me han parecido cosas similares —dijo él—. La magia y la música. Los hechizos y las melodías. Al menos, ambas cosas tienen que salir perfectas.
—Práctica —dijo Rosa, algo amargamente—. Yo lo sé —le lanzó un guijarro a Diamante. Se convirtió en mariposa en el aire. Él hizo lo mismo, y las dos revolotearon y aletearon unos segundos antes de caer de nuevo al suelo como guijarros. Diamante y Rosa habían inventado algunas variaciones como aquella del viejo truco de las piedras saltarinas.
—Tienes que ir, Di —le dijo ella—. Aunque sólo sea para descubrirlo.
—Lo sé.
—¡Mira que si llegas a ser mago! ¡Oh! ¡Piensa en todo lo que podrías enseñarme! Cambios de forma… Podríamos ser cualquier cosa. ¡Caballos! ¡Osos!
—Topos —dijo Diamante—. Sinceramente, tengo ganas de esconderme bajo tierra. Siempre pensé que mi padre intentaría hacerme aprender sus negocios, después de que me dieran mi nombre. Pero durante todo el año ha estado como manteniéndose alejado. Supongo que tendría ya esto en mente durante todo este tiempo. Pero ¿qué pasará si voy allí y resulta que sirvo tan poco para ser mago como para la contabilidad?
Cuando ella reía, su delgado rostro se aclaraba, su fina boca se agrandaba, y sus ojos desaparecían.
—Oh, Rosaoscura —dijo Diamante—, te quiero.
—Claro que me quieres. Más te vale. Te embrujaré si no lo haces.
Se acercaron arrodillados, cara a cara, los brazos colgando y las manos juntas. Se besaron el uno al otro toda la cara. Para los labios de Rosa, el rostro de Diamante era terso y sabroso como una ciruela, con tan sólo un toque de escozor sobre el labio y la mandíbula, donde había comenzado a afeitarse recientemente. Para los labios de Diamante, el rostro de Rosa era suave como la seda, con tan sólo un toque arenoso en una mejilla, la que se había frotado con una mano sucia. Se acercaron un poco más de manera que sus pechos y sus vientres se tocaron, pero sus manos permanecían a los lados. Siguieron besándose.
—Rosaoscura —susurró él en su oído, el nombre secreto que él le había puesto.
Ella no dijo nada, sólo respiró cálidamente en su oreja, y él gimió. Sus manos apretaron las de ella. Él se alejó un poco. Ella también.
Volvieron a sentarse sobre sus tobillos.
—Oh, Di —dijo ella—, será horrible cuando te vayas.
—No me iré —dijo él—. A ninguna parte. Nunca.
Pero por supuesto se fue al Puerto Sur de Havnor, en una de las carretas de su padre, conducida por uno de los carreteros, junto con el Maestro Cicuta. Como regla general, la gente hace lo que los magos le aconsejan que hagan. Y no es poco honor ser invitado por un mago a ser su alumno o su aprendiz. Cicuta, quien había obtenido su vara en Roke, estaba acostumbrado a que los muchachos se acercaran a él suplicándole que los examinara y, si tenían el don para ello, que les enseñara. Sentía un poco de curiosidad por este muchacho cuyos alegres buenos modales escondían algo de desgana e inseguridad. Que tenía un don era idea del padre, no del muchacho. Eso era algo inusual, aunque tal vez no tan inusual entre los ricos como entre los plebeyos. De cualquier forma, el padre había ofrecido una muy buena paga de antemano en oro y marfil. Si tenía talento para ser mago, Cicuta lo prepararía, y si tenía, como Cicuta sospechaba, un mero don infantil, entonces sería enviado de regreso a casa con lo que quedara de su paga. Cicuta era un mago honesto, honrado, erudito, y sin sentido del humor, con poco interés por los sentimientos y las ideas. Su don era el de los nombres. «El arte comienza y termina con los nombres», decía, lo cual ciertamente es verdad, aunque puede haber un buen trecho entre el comienzo y el fin.
Así fue como Diamante, en vez de aprender hechizos e ilusiones y transformaciones y todos aquellos trucos vulgares, como los llamaba Cicuta, se sentaba en una estrecha habitación en el fondo de la estrecha casa del mago, que se encontraba en una estrecha callejuela de la vieja ciudad, memorizando largas, largas listas de palabras, palabras de poder en la Lengua de la Creación. Plantas y partes de plantas, y animales y partes de animales, e islas y partes de islas, partes de barcos, partes del cuerpo humano. Las palabras nunca tenían sentido, nunca formaban oraciones, sólo listas. Largas, largas listas.
La mente se le iba a otras cosas. En el Habla Verdadera «pestaña» es siasa, leyó, y sintió pestañas acariciando sus mejillas como el beso de una mariposa, pestañas oscuras. Levantó la vista asustado sin saber qué lo había tocado. Más tarde, cuando intentó repetir la palabra, se quedó mudo.
—Memoria, memoria —le decía Cicuta—. ¡El talento no sirve sin memoria! —No era severo, pero era inflexible. Diamante no tenía ni idea de qué opinión tenía Cicuta sobre él, y le parecía que era bastante mala. A veces el mago lo llevaba con él cuando realizaba algún trabajo, generalmente consistía en pronunciar sortilegios de seguridad en barcos y casas, purificar pozos, y participar en las juntas de la ciudad, raras veces hablando, más bien siempre escuchando. Otro mago, que no se había preparado en Roke pero que poseía el don de la curación, cuidaba a los enfermos y a los moribundos del Puerto Sur. Cicuta se alegraba de dejarlo hacer aquello. Su único placer residía en el estudio y, hasta donde Diamante podía ver, en no obrar ningún tipo de magia.
—Mantén el equilibrio, todo depende de ello —le decía Cicuta, y—: Conocimiento, orden y control. —Pronunciaba tan a menudo aquellas palabras que se hicieron melodía en la cabeza de Diamante y se cantaban a sí mismas una y otra vez: conocimiento, orden y controoooooool…