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Cuando Diamante ponía las listas de nombres en melodías que se había inventado, las aprendía mucho más rápidamente; pero entonces la melodía salía como parte del nombre, y él la cantaba tan claramente, puesto que su voz se había transformado en la de un fuerte y oscuro tenor, que Cicuta se estremecía al escucharla. La de Cicuta era una casa muy silenciosa.

Generalmente, se suponía que el alumno debía estar con el maestro, o estudiando las listas de nombres en la habitación en la que se encontraban los libros del saber y los libros de palabras, o durmiendo. Cicuta era un maniático a la hora de levantarse y ponerse en marcha para comenzar el día. Pero de vez en cuando Diamante tenía una o dos horas libres. Siempre bajaba al muelle y se sentaba en el paseo marítimo, sobre un peldaño junto al agua y pensaba en Rosaoscura. Tan pronto como salía de la casa y se alejaba del Maestro Cicuta, comenzaba a pensar en Rosaoscura, y seguía pensando en ella y en muy poco más. Le sorprendía un poco. Pensaba que tendría que extrañar su casa, pensar en su madre. De hecho pensaba en ella bastante a menudo, y bastante a menudo extrañaba su casa, acostado sobre el catre en su desnuda, estrecha y pequeña habitación después de una cena insuficiente que consistía en una papilla fría de guisantes —puesto que este mago al menos, no vivía con los lujos que Áureo había imaginado que vivían los magos. Diamante nunca pensaba en Rosaoscura durante las noches. Pensaba en su madre, o en habitaciones en las que entraba el sol y en comidas calientes, o en una melodía que acudía a su cabeza y él la practicaba mentalmente en el arpa, y entonces se quedaba dormido. Rosaoscura aparecería en su mente únicamente cuando estaba en el muelle, mirando fijamente el agua del puerto, el paseo marítimo, los barcos de pesca, únicamente cuando estaba al aire libre y lejos de Cicuta y de su casa.

Así que apreciaba sus horas libres como si fueran realmente encuentros con ella. Siempre la había querido, pero no había entendido que la quería más que a nada ni a nadie. Cuando estaba con ella, incluso cuando estaba abajo en el muelle pensando en ella, estaba vivo. Nunca se sentía enteramente vivo en la casa del Maestro Cicuta y en su presencia. Se sentía un poco muerto. No totalmente muerto, sino un poco muerto.

Algunas veces, sentado sobre un peldaño, el agua sucia del puerto chapoteando en el peldaño siguiente, los chillidos de las gaviotas y las voces de los trabajadores del muelle coronando el aire con torpes y desgarbadas melodías, cerraba los ojos y veía a su amor tan claramente, tan cerca, que estiraba la mano para tocarla. Si estiraba la mano sólo en su mente, como cuando tocaba el arpa mental, entonces realmente la tocaba. Sentía su mano en la de él, y su mejilla, cálida y fría, sedosa y arenosa, rozando su boca. En su mente le hablaba, y en su mente ella le respondía, su voz, su voz ronca diciendo su nombre: «Diamante…».

Pero en cuanto emprendía el regreso, calle arriba desde el Puerto Sur, la perdía. Juraba mantenerla con él, pensar en ella, pensar en ella aquella misma noche, pero ella se desvanecía. Cuando abría la puerta de la casa del Maestro Cicuta ya estaba recitando listas de nombres, o pensando qué le esperaría para la cena, ya que tenía hambre casi todo el tiempo. Hasta que no podía tomarse una hora y correr nuevamente hacia el muelle, no podía pensar en ella.

Así que comenzó a sentir que aquellas horas eran verdaderos encuentros con ella, y vivía para ellos, sin saber que estaba vivo hasta que sus pies se posaban sobre los adoquines, y sus ojos sobre el puerto y la distante línea del mar. Entonces recordaba lo que valía la pena recordar.

Pasó el invierno, y el frío comienzo de la primavera, y con el cálido final de ésta llegó una carta de su madre, traída por un carretero. Diamante la leyó y se la llevó al Maestro Cicuta, diciendo: —Mi madre pregunta si puedo pasar un mes en casa este verano.

—Probablemente no —dijo el mago, y luego, pareciendo notar la decepción de Diamante, bajó su pluma y añadió—: Jovencito, debo preguntarte si deseas seguir estudiando conmigo.

Diamante no sabía qué decir. La idea de que eso dependiera de él no se le había ocurrido nunca. —¿Creéis que debería? —preguntó por fin.

—Probablemente no —le contestó el mago.

Diamante esperaba sentirse aliviado, liberado, pero se dio cuenta de que se sentía rechazado, avergonzado.

—Lo siento —dijo, con tanta dignidad que Cicuta levantó la vista otra vez.

—Podrías ir a Roke —dijo el mago.

—¿A Roke?

La mirada boquiabierta del muchacho irritó a Cicuta, a pesar de que sabía que no debería. Los magos están acostumbrados a una seguridad desmesurada en los jóvenes de su clase. Esperan que la modestia llegue más tarde, si es que llega.

—He dicho Roke, sí. —El tono de voz de Cicuta revelaba que no estaba acostumbrado a tener que repetir lo que decía. Y entonces, puesto que este muchacho, este muchacho tonto, mimado, distraído, se había hecho querer por Cicuta por su resignada paciencia, se compadeció de él y le dijo—: Deberías ir a Roke y encontrar un mago que te enseñe lo que necesitas aprender. Por supuesto que necesitas lo que yo puedo enseñarte. Necesitas los nombres. El arte comienza y termina con los nombres. Pero ése no es tu don. No tienes muy buena memoria para las palabras. Debes entrenarla diligentemente. Sin embargo, está claro que tienes capacidades, y que necesitan cultivarse y hacerlo con disciplina, cosas que otro hombre puede darte mejor que yo. —Así es como la modestia alimenta a la modestia, a veces, incluso en lugares inverosímiles.— Si llegas a ir a Roke, te daré una carta para que te dirijas particularmente al Maestro Invocador.

—Ah —dijo Diamante, desconcertado. El arte de la invocación es tal vez la más misteriosa y peligrosa de todas las artes de magia.

—Tal vez esté equivocado —dijo Cicuta con su seca y monótona voz—. Tu don puede ser para las Formas. O tal vez es un don común y corriente para dar forma y transformar. No estoy seguro.

—Pero vos estáis… yo, en realidad…

—Oh, sí. Eres inusualmente lento, jovencito, para reconocer tus propias capacidades —lo dijo severamente, y Diamante se puso un poco a la defensiva.

—Yo creía que mi don era para la música —dijo.

Cicuta desechó aquello con un gesto de la mano. —Estoy hablando del Arte Verdadero —le dijo—. Ahora seré honesto contigo. Te aconsejo que le escribas a tus padres, yo también lo haré, informándoles de tu decisión de ir a la escuela de Roke, si eso es lo que decides; o al Gran Puerto, si el Mago Inquieto te acepta, lo cual creo que hará, con mis recomendaciones. Pero no te recomiendo que visites tu hogar. El lío emocional de la familia, los amigos, etcétera, etcétera, es precisamente de lo que necesitas liberarte. Ahora, y de aquí en adelante.

—¿Acaso los magos no tienen familia?

A Cicuta le alegraba ver un poco de fuego en el muchacho.

—Son familia unos de otros —le contestó.

—¿Y no tienen amigos?

—Ellos pueden ser amigos. ¿Te he dicho acaso alguna vez que era una vida fácil? —Cicuta calló un instante y miró directamente a Diamante—. Hay una muchacha —le dijo.

Diamante lo miró un instante, luego bajó la vista, y no dijo nada.

—Tu padre me lo dijo. La hija de una bruja, una compañera de juegos de la infancia. El creía que tú le habías enseñado algunos hechizos.

—Ella me enseñó a mí.

Cicuta asintió con la cabeza. —Eso es bastante comprensible, entre niños. Y ahora bastante imposible, ¿lo entiendes?

—No —dijo Diamante.

—Siéntate —le dijo Cicuta. Después de unos segundos, Diamante cogió la rígida silla de respaldo alto que estaba frente a él.

—Aquí puedo protegerte, y así lo he hecho. En Roke, por supuesto, estarás completamente seguro. Las propias paredes, allí… Pero si vas a casa, debes estar dispuesto a protegerte a ti mismo. Es algo difícil para un muchacho joven, muy difícil, la prueba de fuego para una voluntad que aún no se ha armado de valor, para una mente que aún no ha divisado su verdadero objetivo. Te recomiendo muy encarecidamente que no corras ese riesgo. Escríbele a tus padres, y ve al Gran Puerto, o a Roke. La paga de la mitad de este año, la cual te devolveré, cubrirá tus primeros gastos.