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Diamante permanecía sentado, muy erguido y quieto. Últimamente había comenzado a heredar algo de la altura y la complexión robusta de su padre, y ya parecía un hombre, aunque uno muy joven.

—¿A qué os referíais, Maestro Cicuta, cuando habéis dicho que me habíais protegido aquí?

—Simplemente como me protejo a mí mismo —le contestó el mago; y después de un momento, malhumoradamente—: El pacto, muchacho. El poder que damos por nuestro poder. El estado menor del ser al que renunciamos. Seguramente sabes que todo verdadero hombre de poder es célibe.

Se hizo un silencio, y Diamante finalmente dijo: —Así vos decís… que yo…

—Por supuesto. Era mi responsabilidad como tu maestro.

Diamante asintió con la cabeza. Y dijo: —Gracias. —Después de unos instantes se puso de pie:— Disculpadme, Maestro —dijo—. Tengo que pensar.

—¿Adonde vas?

—Voy a bajar al muelle.

—Mejor quédate aquí.

—Aquí no puedo pensar.

Cicuta podría haberse dado cuenta entonces de con qué estaba enfrentándose; pero puesto que le había dicho al muchacho que ya no sería su maestro, no podía dominarlo conscientemente.

—Tienes un don verdadero, Essiri —le dijo, utilizando el nombre que le había dado al muchacho en los manantiales del Amia, una palabra que en el Habla Antigua significa sauce—. No acabo de entenderlo. Y creo que tú no lo entiendes en absoluto. ¡Cuídate! Utilizar indebidamente un don, o rechazarlo, puede provocar grandes pérdidas, puede hacer mucho daño.

Diamante asintió con la cabeza, sufriendo, contrito, sumiso, inconmovible.

—Adelante —le dijo el mago, y Diamante se fue.

Más tarde, Cicuta supo que nunca debería haber permitido que el muchacho abandonara la casa. Había subestimado la fuerza de voluntad de Diamante, o la fuerza del hechizo que la muchacha había obrado sobre él. Su conversación había tenido lugar durante la mañana; Cicuta regresó a la antigua lista que estaba confeccionando; no fue sino hasta la hora de la cena cuando se acordó de su alumno, y no hasta que hubo comido la cena solo cuando admitió que Diamante se había escapado.

Cicuta era reacio a practicar cualquiera de las artes menores de la magia. No urdió un sortilegio para encontrarlo, como cualquier hechicero hubiera hecho. Ni tampoco llamó a Diamante de ninguna manera. Estaba enfadado; tal vez herido. Tenía una buena opinión del muchacho, y se había ofrecido a escribirle al Invocador acerca de él, y luego ante la primera prueba de carácter, Diamante se había quebrado. «Cristal», masculló el mago. Al menos esta debilidad probaba que no era peligroso. Algunos talentos era mejor no dejarlos completamente libres, pero este muchacho no representaba ningún peligro, no tenía malicia. Ni ambición. «No tiene temple», le dijo Cicuta al silencio de la casa. «Dejemos que regrese gateando a casa con su mamá.»

Sin embargo, le dolía que Diamante lo hubiera defraudado rotundamente, sin siquiera una palabra de agradecimiento o de disculpa. Se acabaron los buenos modales, pensó.

Mientras soplaba el farol y se metía en la cama, la hija de la bruja escuchó la llamada de un búho, el breve y líquido hu-hu-hu-hu que hacía que la gente los llamara búhos risueños. Lo escuchó con el corazón afligido. Ésa había sido su señal, en las noches de verano, cuando salían a escondidas de sus casas para encontrarse en la arboleda de sauces allí abajo en la ribera del Amia, cuando todos los demás estaban durmiendo. Ella no pensaría en él durante la noche. Durante el invierno se había enviado a él noche tras noche. Había aprendido el hechizo de envío de su madre, y sabía que era un hechizo verdadero. Le había enviado su tacto, su voz diciendo su nombre, una y otra vez. Se había encontrado con un muro de aire y silencio. No tocaba nada. Él se había rodeado de muros para mantenerla alejada. No podía escucharla.

Algunas veces, de repente, durante el día, había habido un instante en el cual había sabido que él estaba cerca mentalmente, y había podido tocarlo si estiraba la mano. Pero durante la noche sólo conocía su vacía ausencia, su rechazo. Había dejado de tratar de alcanzarlo hacía ya meses, pero su corazón todavía estaba muy dolorido.

—Hu-hu-hu —repitió el búho, bajo el sauce, y luego dijo—: ¡Rosaoscura! —Ésta, asustada, saltó de la cama y abrió los postigos.

—Sal —susurró Diamante, una sombra bajo la luz de las estrellas.

—Mi madre no está en casa. ¡Entra! —Fue a recibirlo a la puerta.

Se abrazaron muy fuerte, sin soltarse, en silencio durante un buen rato. Para Diamante era como si tuviera allí su futuro, toda su vida, entre sus brazos.

Finalmente ella se movió, besó su mejilla y susurró:

—Te he echado de menos, te he echado de menos, te he echado de menos. ¿Cuánto tiempo puedes quedarte?

—Todo el tiempo que quiera.

Ella cogió su mano y lo condujo hacia el interior de la casa. Él siempre estaba poco dispuesto a entrar en la casa de la bruja, un sitio desordenado con un olor penetrante, lleno de los misterios de las mujeres y la brujería, muy distinta de su pulcro y confortable hogar, incluso más distinta de la fría austeridad de la casa del mago. Se estremeció como un caballo cuando estuvo allí de pie, demasiado alto para aquel techo engalanado con hierbas. Estaba muy nervioso, y agotado, puesto que había caminado cuarenta millas en dieciséis horas y sin comida.

—¿Dónde está tu madre? —le preguntó en un susurro.

—Acompañando a la vieja Ferny. Murió esta tarde, mi madre estará allí toda la noche. Pero ¿cómo has llegado hasta aquí?

—Caminando.

—¿El mago te dejó que visitaras tu casa?

—Me he escapado.

—¡Te has escapado! ¿Por qué?

—Para poder seguir estando contigo.

La miró, aquel vivido, feroz y oscuro rostro en medio de la áspera maraña de cabellos. Llevaba únicamente su camisa, y pudo ver la infinitamente delicada y tierna curva de sus pechos. La atrajo hacia él una vez más, pero a pesar de que ella lo abrazó volvió a alejarse, frunciendo el ceño.

—¿Para seguir estando conmigo? —repitió ella—. No pareciste preocuparte demasiado por no haberme visto durante todo el invierno. ¿Qué te ha hecho volver ahora?

—Quería que fuera a Roke.

—¿A Roke? —lo miró fijamente—. ¿A Roke, Di? Entonces es cierto que tienes el don. ¿Podrías ser un hechicero?

Encontrarla del bando de Cicuta fue un duro golpe.

—Para él los hechiceros no valen nada. Piensa que puedo ser un mago. Hacer magia. No sólo brujerías.

—Oh, ya veo —dijo Rosa después de unos instantes—. Pero no entiendo por qué te has escapado.

Se habían soltado las manos.

—¿Es que no lo entiendes? —le preguntó él, exasperado con ella por su falta de comprensión, porque él no la había entendido—. Un mago no puede tener nada que ver con las mujeres. Con las brujas. Con todo eso.

—Oh, lo sé. Es indigno de ellos.

—No solamente es indigno de ellos…

—Oh, pero lo es. Apuesto a que has tenido que olvidarte de todos los hechizos que te he enseñado, ¿no es así?

—No son el mismo tipo de cosas.

—No. No son las Altas Artes. No es la Lengua Verdadera. Un mago no debe ensuciar sus labios con palabras comunes. «Débil como magia de mujer, maligno como magia de mujer», ¿crees que no sé lo que dicen? Así que, ¿por qué has vuelto?