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—Para verte a ti.

—¿Para qué?

—¿Tú qué crees?

—Nunca te has enviado a mí, nunca me has permitido enviarme a ti, durante todo el tiempo que no has estado aquí. Simplemente se suponía que tenía que esperar hasta que tú te cansaras de jugar al mago. Pues, me he cansado de esperar, —Su voz era casi inaudible, un áspero susurro.

—Alguien ha estado viniendo por aquí —dijo él, incrédulo de que ella pudiera rechazarlo— ¿Quién ha estado persiguiéndote?

—¡No es asunto tuyo si es que hay alguien! Tú te marchas, me das la espalda. Los magos no pueden tener nada que ver con lo que yo hago, con lo que hace mi madre. Pues bien, yo no quiero tener nada que ver con lo que tú haces, tampoco, nunca. ¡Así que vete!

Famélico, frustrado, incomprendido, Diamante estiró los brazos para abrazarla una vez más, para hacer que el cuerpo de ella comprendiera al suyo, repitiendo aquel primer, profundo abrazo que había abarcado todos los años de sus vidas. Se encontró de pie a más de medio metro de distancia, las manos le escocían, los oídos le zumbaban y tenía los ojos deslumbrados. El relámpago estaba en los ojos de Rosa, y sus manos centellaban mientras las apretaba. —Nunca más hagas eso —le susurró.

—Nunca tengas miedo —le contestó Diamante, que se dio la vuelta y salió de la casa. Una hebra de salvia se enganchó en su cabeza y salió con él.

Pasó la noche en su antiguo lugar entre los sauces. Tal vez esperaba que ella apareciera, pero no lo hizo, y en seguida se quedó dormido presa de un profundo cansancio. Despertó con la primera luz fría de la mañana. Se incorporó y pensó. Observó la vida bajo aquella luz fría. Era algo diferente a lo que él se había imaginado. Bajó al riachuelo en el cual había recibido su nombre. Bebió de sus aguas, se lavó las manos y el rostro, se arregló lo mejor que pudo, subió al pueblo y lo atravesó hasta llegar a la magnífica casa que estaba en lo más alto, la casa de su padre.

Después de las primeras exclamaciones y abrazos, los sirvientes y su madre lo sentaron inmediatamente a desayunar. Así que fue con comida caliente en la barriga y cierto coraje frío en el corazón como se enfrentó a su padre, quien había estado afuera antes del desayuno despachando una serie de carretas de madera para el Gran Puerto.

—¡Bueno, hijo! —se rozaron las mejillas—, ¿así que el Maestro Cicuta te ha dado unas vacaciones?

—No, señor. Me he ido.

Áureo lo miró fijamente, luego llenó su plato y se sentó. —Te has ido —dijo.

—Sí, señor. He decidido que no quiero ser un mago.

—Hmm —dijo Áureo, masticando—. ¿Te fuiste por decisión propia? ¿Completamente? ¿Con el permiso del Maestro?

—Completamente por decisión propia, sin su permiso.

Áureo masticaba muy lentamente, sus ojos fijos sobre la mesa. Diamante había visto a su padre así cuando uno de sus guardabosques lo informaba de que había una plaga en el bosque de castaños, y cuando descubrió que un vendedor de mulas lo había engañado.

—Quería que fuera a la Escuela de Roke para estudiar con el Maestro Invocador. Iba a mandarme allí. Y he decidido que no quiero ir.

Después de un rato Áureo le preguntó, todavía con la mirada fija en la mesa: —¿Por qué?

—No es la vida que yo quiero.

Otra pausa. Áureo levantó la vista para mirar a su esposa, quien estaba de pie junto a la ventana, escuchando en silencio. Luego miró a su hijo. Lentamente, la mezcla de enfado, desilusión, confusión y respeto en su rostro dejó paso a algo más simple, una mirada de complicidad, casi pareció que le guiñaba el ojo. —Ya veo —dijo—. ¿Y has decidido qué quieres?

Tras una pausa Diamante le contestó. —Esto. —Su voz era clara. No miraba ni a su padre ni a su madre.

—¡Ja! —exclamó Áureo—. ¡Bien! Te diré que me alegro de ello, hijo. —Se comió una pequeña empanada de cerdo de un bocado.— Ser un mago, ir a Roke, todo eso nunca me pareció algo real, no exactamente. Y contigo allí lejos, no sabía para qué sería todo lo de aquí, para serte sincero. Todos mis negocios. Si estás aquí, todo tiene sentido, ¿sabes? Todo tiene sentido. ¡Bien! Pero escúchame bien, ¿simplemente te escapaste del mago? ¿Él sabía que te marcharías?

—No. Le escribiré. —contestó Diamante, con su nueva voz.

—¿No estará enfadado? Dicen que los magos tienen genio. Son muy orgullosos.

—Está enfadado —dijo Diamante—, pero no hará nada.

Y así fue. De hecho, sorprendentemente para Áureo, el Maestro Cicuta envió escrupulosamente la parte sobrante de la paga del aprendizaje. Con el paquete que fue entregado por uno de los carreteros de Áureo que había llevado un cargamento de varas al Puerto Sur, había una nota para Diamante. Decía: «El verdadero arte requiere un solo corazón». La dirección en el exterior del sobre era la runa Hárdica para Sauce. La nota estaba firmada con la runa de Cicuta, que tenía dos significados: el árbol de cicuta y el sufrimiento.

Diamante se sentó en su soleada habitación en el piso superior de la casa, sobre su confortable cama, escuchando a su madre cantar mientras se paseaba por la casa de aquí para allá. Cogió la carta del mago y releyó el mensaje y las dos runas muchas veces. La fría y aturdida mente que había nacido en él aquella mañana allá en los sauces aceptaba la lección. Nada de magia. Nunca más. Nunca le había entregado su corazón. Para él había sido un juego, un juego que jugar junto con Rosaoscura. Incluso los nombres de la Lengua Verdadera que había aprendido en la casa del mago, a pesar de reconocer la belleza y el poder que yacía en ellos, podría dejarlos ir, dejar que se esfumaran, olvidarlos. Ésa no era su lengua.

Podía hablar su lengua únicamente con Rosaoscura. Y la había perdido, la había dejado ir. El corazón doble no tiene una lengua verdadera. De ahora en adelante podría hablar solamente la lengua del deber: obtener y gastar, inversiones e ingresos, las ganancias y las pérdidas.

Y más allá de todo eso, nada. Había habido ilusiones, pequeños hechizos, guijarros que se convertían en mariposas, pájaros de madera que volaban con alas vivas durante uno o dos minutos. Nunca había habido una elección, en realidad. Sólo había un camino que seguir.

Áureo se sentía inmensamente feliz y era bastante consciente de ello. «El viejo ha recuperado su joya», le decía el carretero al guardabosques. «Está dulce como la mermelada.» Áureo, inconsciente de ser dulce, pensaba únicamente en cuan dulce era la vida. Había comprado el bosque Reche a un precio muy elevado, pero por lo menos el viejo Bajarrama de la Colina del Este no se lo había quedado, y ahora él y Diamante podrían explotarlo corno debía ser explotado. Entre los castaños había muchos pinos, los cuales podrían ser talados y vendidos para mástiles y vergas y pequeños troncos, y luego replantar allí semillas de castaños. Con el tiempo se convertiría en una plantación pura, como la Gran Arboleda, el corazón del reino de sus castaños. Con el tiempo, por supuesto. Los robles y los castaños no crecen de la noche a la mañana como los alisos y los sauces. Pero había tiempo. Ahora había tiempo. El muchacho apenas tenía diecisiete años, y él mismo tan sólo cuarenta y cinco. Estaba en la flor de su vida. Había estado sintiéndose viejo, pero eso eran tonterías. Estaba en la flor de su vida. Los árboles más viejos, después de florecer, deberían talarse junto con los pinos. Podía sacarse de ellos algo de madera buena para muebles.

—Bueno, bueno, bueno —le decía a su esposa, frecuentemente—, todo parece ir bien otra vez, ¿eh? Tienes a la luz de tus ojos otra vez en casa, ¿eh? No más lloriqueos, ¿eh?

Y Tuly sonreía y le acariciaba la mano.

Una vez, en lugar de sonreír y mostrarse de acuerdo con él, le dijo:—Es hermoso tenerlo aquí otra vez, pero… —y Áureo dejó de escuchar. Las madres nacieron para preocuparse por sus hijos, y las mujeres nacieron para no estar nunca contentas. No había razón alguna por la que debiera escuchar la letanía de ansiedades con la que Tuly se arrastraba por la vida. Por supuesto, ella pensaba que la vida de un comerciante no era lo suficientemente buena para el muchacho. Ella pensaba que ser rey en Havnor no sería lo suficientemente bueno para él.