—Cuando consiga una muchacha —decía Áureo, en respuesta a lo que fuera que ella le estuviera diciendo—, se tranquilizará. El hecho de vivir con los magos, ya sabes, cómo son y todo eso, lo ha hecho retroceder un poco. No te preocupes por Diamante. ¡Sabrá lo que quiera cuando lo vea!
—Eso espero —dijo Tuly.
—Al menos no está viendo a la hija de la bruja —dijo Áureo—. Eso se acabó. —Más tarde se le ocurrió que tampoco su esposa estaba viendo ya a la bruja. Durante años habían sido uña y carne, contra todas sus advertencias, y ahora Maraña ya no se acercaba a la casa. Las amistades de las mujeres nunca duraban. Él le tomaba el pelo acerca de eso. Al encontrar sus hierbas desparramadas por las pecheras y en los armarios para combatir una plaga de polillas, le dijo: —Parece que tendrás que traer a tu amiga la mujer sabia para que las ahuyente con un maleficio. ¿O es que ya no sois amigas?
—No —le contestó su esposa con su suave y monótona voz—, ya no lo somos.
—¡Otra buena noticia! —exclamó Áureo rotundamente—. ¿Y qué ha sido de su hija? Se ha ido con un malabarista, según he oído, ¿verdad?
—Un músico —le contestó Tuly—. El verano pasado.
—Una Fiesta de Nombre —dijo Áureo—. Tiempo para algunos juegos, un poco de música y bailes, muchacho. Diecinueve años. ¡Celébralo!
—Pensaba a ir a la Colina del Este con las mulas de Sul.
—No, no, no. Sul puede arreglárselas solo. Quédate en casa y ten tu fiesta. Has estado trabajando mucho. Contrataremos una orquesta. ¿Cuál es la mejor del país? ¿Tarry y su pandilla?
—Padre, no quiero una fiesta —dijo Diamante y se puso de pie, sacudiendo los músculos como un caballo. Ahora era más grande que Áureo, y cuando se movía abruptamente era asombroso—. Iré a la Colina del Este —dijo, y salió de la habitación.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Áureo a su esposa, una pregunta retórica. Ella lo miró pero no le dijo nada, la suya no fue una respuesta retórica.
Después de que Áureo saliera de casa, Tuly encontró a su hijo en el escritorio revisando algunos libros mayores. Observó las páginas. Largas, largas listas de nombres y números, deudas y créditos, ganancias y pérdidas.
—Di —le dijo, y él levantó la vista. Su rostro aún era redondo y del color de un melocotón, aunque los huesos eran ahora más pesados y sus ojos melancolía.
—No he querido herir los sentimientos de mi padre —dijo él.
—Si quiere una fiesta, la tendrá —dijo ella. Sus voces eran parecidas, las dos se encontraban en el registro más alto pero tenían una tonalidad oscura, y se aferraban a un silencio llano, contenido, controlado. Se sentó en un taburete que estaba junto al alto escritorio.
—No puedo —dijo él, y se detuvo, luego prosiguió—: Realmente no quiero ningún baile.
—Está tratando de conseguirte pareja —le dijo Tuly, escueta, afectuosa.
—Eso no me interesa.
—Ya sé que no.
—El problema es…
—El problema es la música —dijo su madre finalmente. El asintió con la cabeza—. Hijo mío, no hay razón alguna —continuó ella, de repente apasionada—. ¡No hay razón alguna por la cual debas renunciar a lo que quieres!
Él le tomó la mano y se la besó. Estaban sentados juntos.
—Las cosas no se mezclan —dijo él—. Deberían, pero no lo hacen. Ya me he dado cuenta de eso. Cuando abandoné al mago. Creía que podía hacerlo todo. Ya sabes, magia, tocar música, ser el hijo de mi padre, amar a Rosa… Pero las cosas no funcionan así. Las cosas no se mezclan.
—Sí se mezclan, claro que sí —le dijo Tuly—. ¡Todo está vinculado, entrelazado!
—Tal vez lo está, para las mujeres. Pero yo… no puedo duplicar mi corazón.
—¿Duplicar tu corazón? ¿Tú? Renunciaste a la magia porque sabías que si no lo hacías, la traicionarías.
Estas palabras le causaron una evidente impresión, pero no lo negó.
—Pero ¿por qué —le preguntó ella—, por qué renunciaste a la música?
—Tengo que tener un solo corazón. No puedo tocar el arpa mientras estoy negociando con un criador de mulas. ¡No puedo hacer baladas mientras estoy dilucidando cuánto tenemos que pagarles a los recolectores para impedir que los contrate Bajarrama! —En ese momento su voz tembló un poco, un vibrato, y sus ojos ya no estaban tristes, sino furiosos.
—Así que has obrado un hechizo sobre ti mismo —le dijo ella—, al igual que aquel mago obró uno sobre ti. Un hechizo para mantenerte a salvo. Para mantenerte cerca de los criadores de mulas, y de los recolectores de nueces, y de todos ésos. —Golpeó el libro mayor lleno de listas de nombres y números, un leve golpe seco y despreciativo.— Un hechizo de silencio —le dijo.
Después de una larga pausa, el muchacho le preguntó: —¿Qué otra cosa puedo hacer?
—No lo sé, cariño mío. Claro que quiero que estés a salvo. Claro que quiero ver a tu padre feliz y orgulloso de ti. Pero no puedo soportar verte infeliz a ti, ¡sin orgullo! No lo sé. Tal vez tengas razón. Tal vez para un hombre haya una sola cosa en la vida. Pero echo de menos oírte cantar.
Dijo aquello último con lágrimas en los ojos. Se abrazaron, y ella acarició sus espesos y brillantes cabellos y se disculpó por haber sido cruel. Él volvió a abrazarla diciéndole que era la madre más buena del mundo, y luego ella se fue. Pero cuando se estaba retirando del salón se dio la vuelta un momento y le dijo: —Deja que tenga su fiesta, Di. Déjate a ti mismo tenerla.
—Lo haré —le contestó él, para consolarla.
Áureo consiguió la cerveza y la comida, y hasta fuegos artificiales, pero Diamante se ocupó de contratar a los músicos.
—Por supuesto que traeré a mi orquesta —le dijo Tarry—, ¡no me lo perdería por nada del mundo! Tendrás a todos los músicos del oeste del mundo aquí para una de las fiestas de tu padre.
—Puedes decirles que la tuya es la orquesta a la que van a pagarle.
—Oh, vendrán por la gloria —dijo el arpista, un tipo de cuarenta años, delgado, de cara alargada y ojos incoloros—. Entonces ¿tal vez toques algo con nosotros? A ti se te daba muy bien, antes de que te dedicaras a hacer dinero. Y tu voz tampoco estaba nada mal, si hubieses trabajado con ella.
—Lo dudo —le contestó Diamante.
—Aquella muchacha que te gustaba, la hija de la bruja, Rosa, he oído que está por ahí con Labby. Estoy seguro de que vendrán.
—Hasta el día de la fiesta —dijo Diamante, corpulento, apuesto e indiferente, y se fue.
—Demasiado importante y poderoso estos días como para detenerse a conversar —dijo Tarry—, aunque fui yo quien le enseñó todo lo que sabe hacer con el arpa. Pero ¿qué significa eso para un hombre rico?
La malicia de Tarry había dejado los nervios de Diamante a flor de piel, y la idea de la fiesta le pesaba tanto que perdió el apetito. Pensó esperanzado durante un tiempo que estaba enfermo y que podría entonces perderse la fiesta. Pero llegó el día, y él estaba allí. No tan manifiesto, tan eminente, tan deslumbrante como su padre, sino presente, sonriendo, bailando. Todos los amigos de su infancia estaban allí también, la mitad de ellos ya casados con la otra mitad, según parecía, pero todavía había mucho flirteo por aquí y por allá, y varias muchachas hermosas estaban siempre revoloteando cerca de él. Bebió una buena cantidad de la excelente cerveza de la Cervecera Gadge, y descubrió que podía soportar la música si bailaba siguiendo el compás y hablaba y se reía mientras bailaba. Y así fue como bailó con todas las muchachas hermosas, una tras otra, y luego otra vez con cualquiera que volviera a aparecer, lo cual todas hicieron.