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Era la fiesta más grandiosa que Áureo jamás había dado, con una pista de baile construida sobre los jardines del pueblo, junto al camino de la casa de Áureo, y había una carpa para que los más viejos comieran y bebieran y cotillearan en ella, y ropas nuevas para los niños, y malabaristas y titiriteros, algunos de ellos que habían sido contratados y otros que simplemente se habían acercado para ver qué podían recoger en calderillas y cerveza gratis. Cualquier festividad atraía a artistas ambulantes y músicos; así se ganaban la vida, y a pesar de no haber sido invitados, eran bienvenidos. Un cantor de cuentos con una voz y una gaita bastante monótonas estaba cantando La Gesta del Señor de los Dragones ante un grupo de personas debajo del gran roble que se encuentra en la cima de la colina. Cuando la orquesta de Tarry, compuesta por un arpa, un pífano, una viola y un tambor, hizo una pausa para tomarse un descanso y unos tragos, un nuevo grupo se colocó de inmediato en la pista de baile. —¡Eh, ahí está la orquesta de Labby! —gritó la muchacha que estaba más cerca de Diamante—. ¡Vamos, son los mejores!

Labby, un muchacho de piel clara y de aspecto un tanto ostentoso y vulgar, tocaba una trompa de madera de doble lengüeta. Con él había un muchacho que tocaba la viola, otro que tocaba el tamborín, y Rosa, que tocaba el pífano. Su primera melodía fue un éxito, rápida y brillante, demasiado rápida para algunos de los bailarines. Diamante y su pareja se quedaron en la pista, y la gente los vitoreó y los aplaudió cuando terminaron de bailar, sudando y jadeando. —¡Cerveza! —gritó Diamante, y fue llevado en andas por un remolino de hombres y mujeres, todos riendo y parloteando.

Escuchó detrás de él cómo comenzaba la siguiente melodía, la viola sola, fuerte y triste como la voz de un tenor: «Hacia donde va mi amor».

Bebió una jarra de cerveza de un trago, y las muchachas que estaban con él miraban los músculos de su fuerte garganta mientras tragaba, y se reían y parloteaban, y él se sacudió como un caballo molesto por las moscas. Y entonces dijo: —¡Oh!, ¡no puedo…! —Salió disparado en el crepúsculo hacia los faroles colgados alrededor del puesto de la cervecera. —¿Adonde va? —preguntó una, y otra dijo: —Volverá. —Y se rieron y siguieron parloteando.

La melodía terminó. —Rosaoscura —dijo Diamante, detrás de ella en la oscuridad. Ella volvió la cabeza y lo miró. Sus cabezas estaban a la misma altura, ella estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la plataforma de la pista, él, arrodillado sobre la hierba—. Ven a los sauces —le dijo él.

Ella no dijo nada. Labby, que la miraba de reojo, se puso la trompa de madera sobre los labios. El tambor dio un triple golpe sobre su tamborín, y comenzaron una giga de marineros.

Cuando volvió a mirar a su alrededor, Diamante se había ido.

Tarry regresó con su orquesta después de aproximadamente una hora, de mal humor por la intromisión y mucho peor por la cerveza. Interrumpió la melodía y el baile, diciéndole a gritos a Labby que despejara la pista.

—Ah, ve a rascarte la nariz, rascador de arpas —le contestó Labby, y Tarry se ofendió, y la gente se puso del lado de uno y de otro, y mientras la pelea estaba en su breve pero más álgido punto, Rosa metió el pífano en su bolsillo y se escabulló.

Lejos de los faroles de la fiesta estaba oscuro, pero ella conocía el camino en la oscuridad. Él estaba allí. Los sauces habían crecido en aquellos dos años. Quedaba sólo un pequeño espacio para sentarse, entre los retoños y las largas y colgantes hojas.

La música volvió a comenzar, distante, desdibujada por el viento y el murmullo del agua del río.

—¿Qué querías, Diamante?

—Hablar.

Eran sólo voces y sombras el uno para el otro.

—¿Y bien? —dijo ella.

—Fui a pedirte que te vinieras conmigo —dijo él.

—¿Cuándo?

—Entonces. Cuando discutimos. Lo dije todo mal. Pensé que… —Se detuvo unos momentos.— Pensé que podía seguir huyendo. Contigo. Y tocar música. Ganarnos la vida. Juntos. Eso era lo que quería decirte.

—No lo dijiste.

—Lo sé. Lo dije todo mal. Lo hice todo mal. Traicioné todo. A la magia. Y a la música. Y a ti.

—Yo estoy bien —dijo ella.

—¿Lo estás?

—En realidad no soy muy buena con el pífano, pero sí lo suficiente. Lo que tú no me enseñaste puedo llenarlo con un hechizo, si es que tengo que hacerlo. Y la orquesta, está bien. Labby no es tan malo como parece. Nadie juega conmigo. Nos ganamos la vida bastante bien. Durante el invierno, me quedo en casa de mi madre y la ayudo. Así que estoy bien. ¿Qué hay de ti, Di?

—Todo mal.

Ella fue a decirle algo, pero no lo dijo.

—Supongo que éramos apenas unos niños —dijo él—. Ahora…

—¿Qué es lo que ha cambiado?

—Tomé la decisión equivocada.

—¿Una vez? —le preguntó ella—. ¿O dos veces?

—Dos veces.

—La tercera es la vencida.

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Ella apenas podía reconocer su contorno bajo las sombras de las hojas.

—Estás más alto —le dijo—. ¿Todavía puedes hacer una luz, Di? Quiero verte.

Él sacudió la cabeza.

—Ésa era la única cosa que tú podías hacer y yo no. Y nunca pudiste enseñarme cómo hacerlo.

—No sabía cómo lo estaba haciendo —le contestó él—. A veces funcionaba y a veces no.

—¿Y el mago del Puerto Sur no te enseñó cómo hacer que funcionara?

—Solamente me enseñó nombres.

—¿Y por qué no puedes hacerlo ahora?

—Renuncié a todo aquello, Rosaoscura. Tenía que hacer eso y nada más, o bien no hacerlo. Uno tiene que tener un único corazón.

—No veo por qué —le contestó ella—. Mi madre puede curar una fiebre y ayudar a un niño a nacer y encontrar un anillo perdido, tal vez eso no sea nada comparado con lo que pueden hacer los magos y los señores de dragones, pero no es que no sea nada, de todas formas. Y no renunció a nada por ello. El hecho de tenerme a mí no la detuvo. ¡Ella me tuvo para aprender a hacerlo! Al igual que yo aprendí a tocar música gracias a ti. ¿Acaso tuve que renunciar a urdir hechizos? Ahora yo también puedo bajar una fiebre. ¿Por qué debes dejar de hacer una cosa para poder hacer otra?

—Mi padre… —dijo, y se detuvo, casi riéndose—. No van juntos. El dinero y la música.

—El padre y la hija de la bruja —dijo Rosaoscura.

Otra vez hubo silencio entre ellos. Las hojas de los sauces se agitaban.

—¿Volverías conmigo? —le preguntó él—. ¿Te irías conmigo, vivirías conmigo, te casarías conmigo, Rosaoscura?

—No en la casa de tu padre, Di.

—En cualquier sitio. Escapémonos.

—Pero no puedes tenerme sin la música.

—Ni a la música sin ti.

—Lo haría —dijo ella.

—¿No quiere Labby un arpa en su orquesta?

Ella pensó unos instantes; luego se rió. —Sí quiere un pífano —dijo.

—No he vuelto a practicar desde que me fui, Rosaoscura —le contestó él—. Pero la música siempre estuvo en mi cabeza, y tú… —Ella estiró las manos para alcanzarlo. Se arrodillaron uno frente al otro, las hojas de los sauces se agitaban entre sus cabellos. Se besaron, tímidamente al principio.

Durante los años que siguieron a la marcha de Diamante, Áureo hizo más dinero que nunca. Todos sus negocios eran provechosos. Era como si la buena fortuna se hubiera pegado a él y no pudiera sacársela de encima. Se hizo inmensamente rico.

No perdonó a su hijo. Hubiera sido un final feliz, pero él no lo quiso así. Irse de aquella manera, sin una palabra, la noche de la Fiesta de su Nombre, irse con la muchacha bruja, dejando todo el trabajo honesto sin hacer, para convertirse en un músico errante, en un arpa vibrando y cantando y sonriendo por unas monedas. Para Áureo no había en eso nada más que vergüenza y dolor y furia. Y ésa fue su tragedia.