Tuly la compartió con él durante mucho tiempo, puesto que podía ver a su hijo únicamente mintiéndole a su esposo, lo cual le resultaba muy duro. Lloraba al imaginarse a Diamante pasando hambre, durmiendo mal. Las noches frías de otoño eran un martirio para ella. Pero a medida que fue pasando el tiempo y oía que se hablaba de él como de Diamante, el dulce cantor del oeste de Havnor, Diamante, que había tocado el arpa y cantado para los grandes señores en la Torre de la Espada, su corazón se fue tranquilizando. Y una vez, cuando Áureo estaba en el Puerto Sur, ella y Maraña cogieron una carreta tirada por un burro y condujeron hasta la Colina del Este, donde escucharon a Diamante cantar La Trova de la Reina perdida, con Rosa sentada a su lado, y la pequeña Tuly sobre las rodillas de Tuly. Y aunque no fuera un final feliz, aquello fue un verdadero placer y, después de todo, mucho más no se puede pedir.
* Hacia donde va mi amor. / Hacia donde va mi amor, hacia allí iré yo. Hacia donde navega su barco, hacia allí navegaré yo. / Nos reiremos juntos, juntos lloraremos. Si vive yo también viviré, si muere, moriré con él.
Los huesos de la Tierra
Estaba lloviendo otra vez, y el mago de Re Albi tenía una poderosa tentación: obrar un sortilegio sobre el clima, apenas un breve, pequeño sortilegio, para enviar a la lluvia detrás de la montaña. Le dolían los huesos. Le dolían por la ausencia del sol. Un sortilegio para que el sol saliera y brillara a través de su carne y los secara. Por supuesto que podría urdir un hechizo de dolor, pero todo lo que haría sería esconder el dolor durante un rato. No había cura para lo que lo atormentaba. Los huesos más viejos necesitan del sol. El mago se quedó inmóvil en la puerta de su casa, entre la habitación oscura y el aire azotado por la lluvia, controlándose a sí mismo para no pronunciar un conjuro, y enfadado consigo mismo por estarse controlando y por tener que controlarse.
Nunca maldecía —los hombres de poder no maldicen: no es seguro—, pero se aclaraba la garganta con un gruñido de tos, como un oso. Un segundo después un trueno retumbó en las ocultas altas laderas de la Montaña Gontesca, resonando de norte a sur, desvaneciéndose en los bosques invadidos por las nubes.
«Una buena señal, truenos», pensó Dulse. Pronto dejaría de llover. Se levantó la capucha y salió bajo la lluvia para alimentar a las gallinas.
Le echó un vistazo al gallinero y encontró tres huevos. Bucea Roja estaba poniendo. Los cascarones de sus huevos estaban a punto de romperse. Los ácaros la molestaban, y parecía abandonada y agotada. Pronunció unas cuantas palabras contra los ácaros, se dijo a sí mismo que debía acordarse de limpiar la caja del nido en cuanto los polluelos rompieran el cascarón, y se dirigió al corral de las aves, donde Bucea Marrón y Gris y Leggins y Candor y el Rey se acurrucaban bajo el alero haciendo comentarios suaves pero enfadados sobre la lluvia.
—A mediodía ya no lloverá —les dijo el mago a las gallinas. Les dio de comer y cruzó el barro chapoteando hasta llegar a la casa con tres cálidos huevos. Cuando era pequeño le gustaba caminar sobre el barro. Recordaba cómo disfrutaba del frío que subía por entre sus dedos. Todavía le gustaba ir descalzo, pero ya no disfrutaba del barro; era pegajoso, y no le gustaba nada tener que agacharse en el umbral de su casa para limpiarse los pies antes de entrar. Cuando tenía el suelo de tierra no importaba, pero ahora tenía un suelo de madera, como un señor o un comerciante o un Archimago. Para mantener el frío y la humedad lejos de sus huesos. No había sido su decisión. Silencio había venido desde el Puerto Gontesco, la primavera pasada, para colocar un suelo en la casa vieja. Habían tenido una de sus discusiones por aquello. Debería haber sido más listo, después de tanto tiempo, y no haber discutido otra vez con Silencio.
—He caminado sobre la tierra durante setenta y cinco años —le había dicho Dulse—. ¡Unos pocos más no me matarán!
A lo que por supuesto Silencio no respondió, dejando que escuchara lo que había dicho y sintiera a fondo la necedad de sus palabras.
—La tierra es más fácil de mantener limpia —dijo, sabiendo que la pelea ya estaba perdida. Era verdad que todo lo que había que hacer con un buen suelo de arcilla compacto era barrerlo y de vez en cuando rociarlo para mantener la tierra apisonada. Pero igualmente sonaba un poco estúpido.
—¿Quién se supone que va a colocar ese suelo? —preguntó, ahora apenas quejumbroso.
Silencio asintió con la cabeza, queriendo decir que él mismo lo haría.
El muchacho era de hecho un trabajador de primera clase, carpintero, ebanista, colocador de piedras, techador; lo había demostrado cuando vivía allí arriba, como alumno de Dulse, y su vida con los hombres ricos del Puerto Gontesco no le había ablandado las manos. Trajo los tablones del aserradero de Sexto en Re Albi, conduciendo el equipo de bueyes de Gammer; colocó el suelo y lo pulió al día siguiente, mientras el viejo mago estaba en el Lago Cenagal. Cuando Dulse regresó a casa allí estaba, brillante como el lago oscuro. —Tendré que lavarme los pies cada vez que entre —refunfuñó. Entró con mucho tiento. La madera era tan tersa que la sentía suave debajo de las plantas desnudas de los pies.— Satén —dijo—. No me digas que has hecho todo esto en un día sin urdir un par de hechizos. Una choza de aldea con suelo de palacio. ¡Bueno, será una buena vista, cuando llegue el invierno, ver brillar el fuego en eso! ¿O es que ahora tengo que conseguirme una alfombra? ¿Un vellocino, una urdimbre de oro?
Silencio sonrió. Estaba satisfecho consigo mismo.
Había aparecido en la puerta de Dulse hacía unos pocos años. Bueno, no, debía de hacer ya veinte años, o veinticinco. Hacía ya bastante tiempo. En aquel entonces era realmente un niño, de piernas largas, cabellos enmarañados y rostro suave. La sonrisa forzada, los ojos claros. —¿Qué quieres? —le había preguntado el mago, sabiendo ya lo que quería, lo que todos querían, y alejando sus ojos de aquellos ojos claros. Era un buen maestro, el mejor de Gont, y lo sabía. Pero estaba cansado de enseñar, no quería otro aprendiz a su cargo. Y percibía peligro.
—Aprender —susurró el muchacho.
—Ve a Roke —le contestó el mago. El niño llevaba zapatos y un buen chaleco de cuero. Podía costearse un pasaje en barco para ir a la escuela.
—Ya he estado allí.
Al oír esto Dulse volvió a mirarlo. No tenía capa, ni vara.
—¿Has fallado? ¿Te han echado? ¿Has escapado?
El niño sacudió la cabeza después de cada pregunta. Cerró los ojos; su boca ya estaba cerrada. Estaba allí de pie, tremendamente concentrado, sufriendo; tomó aire, miró al mago directamente a los ojos.
—Mi maestro está aquí, en Gont —dijo, todavía hablando con dificultad apenas en un susurro—. Mi maestro es Heleth.
Ante eso, el mago cuyo nombre verdadero era Heleth, se quedó tan inmóvil como el muchacho, devolviéndole la mirada, hasta que los ojos del niño se apartaron.
En silencio, Dulse buscó el nombre del niño, y vio dos cosas: la pina de un abeto, y la runa de la Boca Cerrada. Luego, buscando un poco más, escuchó en su mente un nombre; pero no lo dijo.
—Estoy cansado de enseñar y de hablar —le dijo—. Necesito silencio. ¿Te basta con eso?
El niño asintió una vez con la cabeza.
—Entonces para mí eres Silencio —dijo el mago—. Puedes dormir en el rincón que está debajo de la ventana que da al oeste. Hay un viejo jergón en la leñera. Ventílalo. No traigas ratones aquí con él.