Entonces el anciano se lo enseñó. Pero no servía de mucho, pensó Nutria, ya que tenía que ocultarlo.
Lo que aprendía trabajando con su padre y con su tío en el astillero al menos podía utilizarlo; y se estaba convirtiendo en un buen artesano, incluso su padre lo admitía.
Losen, un pirata que se llamaba a sí mismo el Rey del Mar Interior, era en aquel entonces el señor de la guerra más poderoso de la ciudad y de todo el este y el sur de Havnor. Exigía tributo de aquel rico dominio y lo gastaba en aumentar su soldadesca y las flotas que enviaba para tomar esclavos y botines de otras tierras. Como decía el tío de Nutria, mantenía a los constructores de barcos ocupados. Éstos estaban agradecidos de tener trabajo en una época en la cual los hombres que buscaban trabajo únicamente encontraban miseria, y las ratas corrían de aquí para allá en las cortes de Maharion. Realizaban un trabajo honesto, decía el padre de Nutria; para qué se utilizaba ese trabajo no era asunto de ellos.
Pero las otras cosas que aprendía estaban convirtiendo a Nutria en alguien muy susceptible en estos asuntos, delicado de conciencia. La gran galera que estaban construyendo ahora sería llevada a remo a la guerra por los esclavos de Losen y regresaría con más esclavos como cargamento. Le indignaba pensar en el buen barco realizando una tarea tan despiadada.
—¿Por qué no podemos construir botes de pesca, como lo hacíamos antes? —preguntaba.
Y su padre le decía:
—Porque los pescadores no pueden pagarnos.
—No pueden pagarnos tanto como Losen. Pero podríamos vivir —argumentó Nutria.
—¿Crees que puedo desobedecer la orden del Rey? ¿Quieres ver cómo me envían a remar con los esclavos de la galera que estamos construyendo? ¡Usa tu cabeza, niño!
Así que Nutria siguió trabajando con ellos con la mente despejada y el corazón enfadado. Estaban atrapados. ¿De qué sirve el poder, pensaba, si no es para salir de una trampa?
Su conciencia de artesano no le permitía dañar la carpintería del barco de ninguna manera; pero su conciencia de mago le decía que podía poner un maleficio, una maldición justo dentro de sus vigas y de su casco. ¿Seguro que eso era utilizar el arte secreto para una buena causa? Para hacer daño, sí, pero sólo para hacerle daño a los dañinos. No le habló a sus maestros acerca de todo eso. Si estaba haciendo algo malo, no era culpa de ninguno de ellos y ninguno sabría nada acerca de eso. Pensó en todo aquello durante mucho tiempo, planeando cómo hacerlo, elaborando el hechizo con mucho cuidado. Era el reverso del conjuro que se realiza para encontrar algo, un encantamiento para perder algo, se decía a sí mismo. El barco flotaría, funcionaría sin ningún problema, y podría timonearse bien, pero su rumbo nunca sería el deseado.
Era lo mejor que podía hacer como protesta contra el uso indebido del buen trabajo y de un buen barco. Estaba contento consigo mismo. Cuando el barco fue botado (y todo parecía andar bien, ya que su falla no se haría evidente hasta que estuviera bien adentrado en el mar) no pudo evitar contarle a sus maestros lo que había hecho, el pequeño círculo de ancianos y comadres, el joven encorvado que podía hablar con los muertos, la muchacha ciega que sabía los nombres de las cosas. Les contó el truco que había hecho, y la muchacha ciega se rió, pero los ancianos le dijeron:
—Ten cuidado. Mantente oculto.
Al servicio de Losen había un hombre que se hacía llamar Sabueso, porque, como él decía, tenía olfato para detectar la brujería. Su trabajo consistía en olfatear la comida y la bebida de Losen, sus prendas de vestir y sus mujeres, cualquier cosa que pudiera ser utilizada en su contra por magos enemigos, y también inspeccionar sus buques de guerra. Un barco es algo frágil en un elemento peligroso, vulnerable a hechizos y a maleficios. Tan pronto como Sabueso estuvo a bordo de la nueva galera, olió algo. —Bueno, bueno —dijo—, ¿de quién es esto? —Caminó hasta el timón y posó una mano sobre él.— Esto sí que es ingenioso —dijo—. Pero ¿quién es? Un recién llegado, supongo. —Olfateó atentamente.— Muy ingenioso —repitió.
Llegaron a la casa del constructor de barcos después del anochecer. Patearon la puerta hasta derribarla y entraron, y Sabueso, de pie entre los hombres armados y con armaduras, dijo: —Él. Dejad a los otros. —Y, con una voz suave y amigable, le dijo a Nutria:— No te muevas. —Podía percibir el gran poder que poseía el joven, lo suficiente como para tenerle un poco de miedo. Pero la angustia de Nutria era demasiado profunda y su entrenamiento demasiado primitivo como para permitirle pensar en utilizar la magia para liberarse o detener la brutalidad de los hombres. Se abalanzó sobre ellos y los atacó, y se defendió como un animal hasta que lo golpearon en la cabeza. Al padre de Nutria le rompieron la mandíbula y golpearon a su tía y a su madre hasta dejarlas inconscientes para enseñarles a no criar hombres astutos. Luego se llevaron a Nutria.
Ni una sola puerta se abrió en la estrecha calle. Nadie miró hacia fuera para ver qué eran aquellos ruidos. No hasta bastante después de haberse ido los hombres. Entonces, algunos vecinos salieron con sigilo de sus casas para consolar como pudieron a la gente de Nutria. —¡Oh, esta hechicería es una maldición, una maldición! —decían.
Sabueso le dijo a su señor que tenían al hechicero en un lugar seguro, y Losen preguntó: —¿Para quién estaba trabajando?
—Trabajaba en su astillero, su alteza. —A Losen le gustaba que se dirigieran a él con títulos nobiliarios.
—¿Quién lo contrató para que le hiciera un maleficio al barco, estúpido?
—Parece que fue idea suya, su majestad.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que iba a conseguir con ello?
Sabueso se encogió de hombros. Prefirió no decirle a Losen que la gente lo odiaba desinteresadamente.
—Dices que es astuto. ¿Puedes utilizarlo?
—Puedo intentarlo, su alteza.
—Domínalo o entiérralo —dijo Losen, y pasó a ocuparse de asuntos más importantes.
Los humildes maestros de Nutria le habían enseñado el valor del orgullo. Habían inculcado en su interior un profundo desdén para con los magos que trabajaban para hombres como Losen, permitiendo que el miedo o la ambición pusieran la magia al servicio de objetivos perversos. Nada, en su mente, podía ser más despreciable que una traición semejante a su arte. Así que le molestaba no poder despreciar a Sabueso.
Había sido encerrado en el almacén de uno de los antiguos palacios de los que Losen se había apropiado. No tenía ventanas, la puerta estaba atrancada con troncos de roble y barras de metal, y se habían lanzado conjuros sobre aquella puerta que hubieran mantenido cautivo a un mago mucho más experimentado que él. Había hombres con grandes poderes y habilidades al servicio de Losen.
Sabueso no se consideraba uno de ellos. —Todo lo que tengo es olfato —decía. Visitaba a Nutría diariamente para ver cómo se recuperaba de su conmoción cerebral y de su hombro dislocado, y también para hablar con él. Por lo que Nutria podía intuir, tenía buenas intenciones y era honesto—. Si no quieres trabajar para nosotros, te matarán —le dijo—. Losen no puede tener a tipos como tú sueltos. Será mejor que accedas a trabajar para él mientras te acepte.
—No puedo.
Nutria dijo esto como si fuera un hecho desafortunado, no como una afirmación moral. Sabueso lo miró con aprecio. En tanto vivía con el rey de los piratas, estaba cansado de las fanfarronadas y de las amenazas, de los fanfarrones y de los amenazadores.