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Y salió con paso airado hacia el Vertedero, enfadado con el niño por haber ido y con él mismo por haber aceptado; pero no era el enojo lo que hacía palpitar su corazón. Andando a zancadas de aquí para allá —en aquel entonces podía hacerlo— con el viento marino golpeando sin parar su flanco izquierdo, y los primeros rayos de sol sobre la mar más allá de las sombras de la montaña, pensó en los Magos de Roke, los maestros del arte de la magia, los profesores del misterio y del poder. «Era demasiado para ellos, ¿verdad? Y será demasiado para mí», pensó, y sonrió. Era un hombre tranquilo, pero no le importaba correr un poco de peligro.

En ese momento se agachó y sintió la tierra bajo sus pies. Estaba descalzo, como siempre. Cuando era un alumno en Roke, usaba zapatos. Pero había regresado a casa, a Gont, a Re Albi, con su vara de mago, y se había quitado los zapatos. Se quedó quieto y sintió la tierra y las rocas del sendero de la cima del acantilado bajo los pies, y los acantilados debajo de ellos, y las raíces de la isla en la oscuridad que yacían por debajo de todo aquello. En la oscuridad bajo las aguas todas las islas se tocaban y eran una. Eso es lo que le había dicho su maestro Ard, y lo que le habían dicho sus maestros en Roke. Pero ésta era su isla, su roca, su tierra. Su magia había crecido entre ellas. «Mi maestro está aquí», había dicho el niño, pero había algo más que la magia. Eso, tal vez, era algo que Dulse podría enseñarle: lo que estaba más allá de la magia. Lo que él había aprendido allí, en Gont, antes de ir a Roke.

Y el niño tiene que tener un báculo. ¿Por qué permitió Nemmerle que abandonara Roke sin un báculo, con las manos vacías como un aprendiz o como una bruja? Un poder así no debería ir deambulando por ahí sin canalizar y sin símbolo alguno.

«Mi maestro no tenía vara», pensó Dulse, y al mismo tiempo pensó: «El muchacho quiere que yo le dé su báculo. Roble gontesco, de las manos de un mago gontesco. Pues bien, si se lo gana le haré uno. Si puede mantener la boca cerrada. Y le dejaré mis libros del saber. Si puede limpiar un gallinero, y entender las Glosas de Danemer, y mantener la boca cerrada».

El nuevo alumno limpió el gallinero y aró la parcela de judías, aprendió el significado de las Glosas de Danemer y la Arcana de las Enlades, y mantuvo la boca cerrada. Escuchaba. Escuchaba lo que Dulse le decía; a veces escuchaba lo que Dulse pensaba. Hacía lo que Dulse quería y lo que Dulse no sabía que quería. Su don superaba ampliamente las enseñanzas de Dulse, sin embargo había hecho lo correcto al ir a Re Albi, y los dos lo sabían.

Durante aquellos años, Dulse pensaba a menudo en padres e hijos. Él se había peleado con su padre, un hechicero prospector, por haber elegido a Ard como su maestro. Su padre le había dicho a gritos que un alumno de Ara no era hijo suyo, había amamantado su propia ira, había muerto implacable.

Dulse había visto a hombres jóvenes llorar de alegría por el nacimiento de un primer hijo. Había visto a hombres pobres pagar a las brujas las ganancias de todo un año para que le prometieran que el niño tendría siempre buena salud, y a un hombre rico tocar el rostro de su bebé acicalado con oro y susurrar, lleno de adoración: «Mi inmortalidad». Había visto a hombres golpear a sus hijos, abusar de ellos y humillarlos, molestarlos y frustrarlos, odiar la muerte que veían en ellos. Había visto el odio en respuesta en los ojos de los hijos, el desprecio cruel. Y al verlo, Dulse sabía por qué nunca había buscado reconciliarse con su padre.

Había visto a un padre y a un hijo trabajar juntos del amanecer al atardecer, el viejo guiando a un buey ciego, el hombre de edad mediana conduciendo el arado de hoja de acero, ni una palabra entre ellos. Cuando llegaban a la casa el viejo posaba un momento su mano sobre el hombro del hijo.

Siempre se había acordado de eso. Lo recordaba ahora, mientras miraba a través del hogar, en las noches de invierno, la cara oscura inclinada sobre un libro del saber o sobre una camisa que necesitaba un remiendo. Los ojos mirando hacia abajo, la boca cerrada, el espíritu escuchando.

—Una vez en su vida, si es que tiene suerte, un mago encuentra a alguien con quien hablar. —Nemmerle le había dicho eso a Dulse una o dos noches antes de que Dulse abandonara Roke, uno o dos años antes de que Nemmerle fuera elegido Archimago. Había sido el Maestro de Formas y el más bondadoso de todos los maestros de Dulse en la escuela.— Creo que si te quedaras, Heleth, podríamos hablar.

Dulse había sido incapaz de responder absolutamente nada durante un rato. Luego, tartamudeando, sintiéndose culpable por su ingratitud e incrédulo ante su terquedad, dijo: —Maestro, me quedaría, pero mi trabajo está en Gont. Desearía que estuviera aquí, con vos…

—Es un don bastante extraño, saber dónde necesitas estar, antes de haber estado en todos los lugares en los que no necesitas estar. Bueno, pues envíame un alumno de vez en cuando. Roke necesita de la magia gontesca. Creo que estamos ignorando algunas cosas, aquí, cosas que vale la pena saber…

Dulse había enviado alumnos a la escuela, cuatro o cinco, agradables muchachos con un don para esto o para aquello; pero el que Nemmerle esperaba había llegado y se había ido por voluntad propia, y lo que habían pensado de él en Roke, Dulse no lo sabía. Y Silencio, por supuesto, no lo decía. Era evidente que había aprendido allí en dos o tres años lo que algunos niños aprenden en seis o siete, y muchos no aprendían nunca. Para él había sido simplemente trabajo preliminar.

—¿Por qué no acudiste a mí desde un principio? —le había preguntado Dulse—. Y luego hubieses ido a Roke, para perfeccionar el trabajo.

—No quería haceros perder el tiempo.

—¿Sabía Nemmerle que vendrías a trabajar conmigo?

Silencio sacudió la cabeza.

—Si te hubieras dignado decirle cuáles eran tus intenciones, él me habría enviado un mensaje.

Silencio pareció sorprenderse. —¿Era vuestro amigo?

Dulse calló un momento. —Era mi maestro. Habría sido mi amigo, tal vez, si me hubiera quedado en Roke. ¿Acaso los magos tienen amigos? Solamente esposas, o hijos, supongo… Una vez me dijo que en nuestro oficio, el que encuentra alguien con quien hablar es un hombre de suerte… Acuérdate de eso. Si tienes suerte, un día tendrás que abrir la boca.

Silencio inclinó su enmarañada y pensativa cabeza.

—Si es que no se ha oxidado de estar cerrada —agregó Dulse.

—Si me lo pidierais, hablaría —le contestó el muchacho, tan sincero, tan deseoso de negar su naturaleza ante la petición de Dulse, que el mago tuvo que reírse.

—Te he pedido que no hables —le dijo—. Y no es una necesidad mía. Yo hablo suficiente para los dos. No importa. Sabrás qué decir cuando llegue el momento. Así es el arte, ¿no? Qué decir, y cuándo decirlo. Y el resto es silencio.

El muchacho durmió durante tres años sobre un jergón debajo de la pequeña ventana de la casa de Dulse que daba al oeste. Aprendió magia, alimentó a las gallinas, ordeñó la vaca. Una vez le sugirió a Dulse que tuviera cabras. No había dicho nada durante una semana aproximadamente, una fría y húmeda semana de otoño. Un día dijo:

—Podríais tener algunas cabras.

Dulse tenía el gran libro del saber abierto sobre la mesa. Había estado intentando retejer uno de los Hechizos de Acastan, bastante roto y ya sin poder a causa de las Emanaciones de Fundaur varios siglos atrás. Acababa de comenzar a captar algo de la palabra que le faltaba, la que podría llenar uno de los espacios en blanco, casi la tenía y Silencio dijo:

—Podríais tener algunas cabras.

Dulse se consideraba a sí mismo un hombre verboso e impaciente, con bastante genio. La voluntad de no maldecir había sido una carga para él en su juventud, y durante cuarenta años la imbecilidad de los aprendices, la de los clientes, la de las vacas y la de las gallinas lo habían puesto a prueba incansablemente. Los aprendices y los clientes temían su lengua, en cambio las vacas y las gallinas no prestaban ninguna atención a sus explosiones. Nunca antes se había enfadado con Silencio. Hubo una pausa muy larga.