—¿Para qué?
Aparentemente, Silencio no se había dado cuenta de lo que significaba aquella pausa o la exagerada dulzura en la voz de Dulse.
—Leche, queso, cabritos asados, compañía —le contestó.
—¿Alguna vez has tenido cabras? —le preguntó Dulse, con la misma voz dulce y amable.
Silencio sacudió la cabeza.
En realidad era un muchacho de ciudad, nacido en el Puerto de Gont. No había dicho nada sobre sí mismo, pero Dulse había estado por allí haciendo algunas preguntas. El padre, un estibador, había muerto en el gran terremoto, cuando Silencio tendría siete u ocho años; la madre era cocinera en una fonda del muelle. Cuando tenía doce años, el muchacho se había metido en alguna clase de problema, probablemente fastidiando a alguien con magia, y su madre se las había arreglado para que fuera aprendiz de Elassen, un respetado hechicero en Valmouth. Allí el muchacho había obtenido su verdadero nombre, y algunas nociones de carpintería y agricultura, y poco más; y Elassen había tenido la generosidad, después de tres años, de pagarle el pasaje a Roke. Eso era todo lo que Dulse sabía de él.
—No me gusta el queso de cabra —dijo Dulse.
Silencio asintió con la cabeza, aceptando, como siempre.
De vez en cuando, en los años posteriores, Dulse recordaba cómo no había perdido la paciencia cuando Silencio le preguntara si podían tener cabras; y cada vez que lo recordaba la memoria le devolvía una tranquila satisfacción, como la de terminar el último bocado de una pera en su punto.
Después de pasar los días siguientes tratando de recuperar la palabra perdida, había puesto a Silencio a estudiar los Hechizos de Acastan. Finalmente lo resolvieron juntos, un largo y arduo trabajo. —Como arar con un buey ciego —dijo Dulse.
No mucho después de aquello le dio a Silencio la vara de roble gontesco que había hecho para él.
Y cuando el Señor del Puerto de Gont había tratado una vez más de que Dulse bajara para hacer lo que necesitaba hacerse en el Puerto de Gont, Dulse había enviado a Silencio en su lugar, y allí se había quedado.
Ahora Dulse estaba de pie en su puerta, tres huevos en la mano y la lluvia cayéndole fría por la espalda.
¿Cuánto hacía que estaba allí de pie? ¿Por qué estaba allí de pie? Había estado pensando en el barro, en el suelo, en Silencio. ¿Acaso había estado fuera, caminando por el sendero sobre el Vertedero? No, eso había sido hacía ya muchos años, muchos años, bajo la luz del sol. Estaba lloviendo. Le había dado de comer a las gallinas, y había regresado a la casa con tres huevos, todavía estaban tibios en su mano, huevos de un marrón sedoso, y el sonido del trueno aún retumbaba en su mente, la vibración del trueno estaba en sus huesos, en sus pies. ¿Trueno?
No. Había habido una especie de estallido, hacía un rato. Aquello no eran truenos. Había tenido antes esa extraña sensación y no la había reconocido, antes, ¿cuándo?, hacía mucho, antes de todos los días y todos los años en los que había estado pensando. ¿Cuándo, cuándo había sido? Antes del terremoto. Justo antes del terremoto. Justo antes de que media milla de la costa de Essary se hundiera en el mar, y de que la gente muriera aplastada en las ruinas de sus aldeas, y de que una inmensa ola inundara el muelle del Puerto de Gont.
Bajó el peldaño que separaba el suelo de madera de su casa de la tierra y posó los pies sobre ésta para poder sentir el suelo con los nervios de las plantas de los pies, pero el barro babeaba y ensuciaba cualquier mensaje que la tierra pudiera tener para él. Dejó los huevos junto a la puerta, se sentó a su lado, se limpió los pies con el agua de lluvia recogida en el bote que estaba junto al peldaño, se los secó con el trapo que colgaba del asa del bote, enjuagó y escurrió el trapo y lo colgó en el asa del bote, cogió los huevos, se puso de pie lentamente y entró en su casa.
Le echó una mirada penetrante al báculo que estaba apoyado en la esquina, detrás de la puerta. Puso los huevos en la despensa, se comió una manzana rápidamente porque tenía hambre, y cogió su vara. Era de tejo, con la punta recubierta de cobre, la empuñadura suave como el satén por el uso. Se la había dado Nemmerle.
—¡De pie! —le dijo en su lengua, y la soltó. Se sostuvo como si la hubiera metido dentro de una fosa.
—¡A la raíz! —dijo impacientemente, en la Lengua de la Creación—. ¡A la raíz!
Observó la vara que estaba de pie sobre el suelo brillante. Después de unos escasos segundos la vio temblar muy ligeramente, un escalofrío, un estremecimiento.
—Ah, ah, ah —dijo el viejo mago—. ¿Qué debo hacer? —dijo en voz alta al cabo de un rato.
La vara se balanceó, se quedó quieta, volvió a temblar.
—Basta con eso, querida —le dijo Dulse, posando su mano sobre ella—. Vamos. No me extraña que estuviera pensando, y pensando en Silencio. Debería enviar a alguien… enviarle a él… No. ¿Qué dijo Ard? Encuentra el centro, encuentra el centro. Eso es lo que hay que preguntar. Eso es lo que hay que hacer… —Mientras se murmuraba a sí mismo, echando hacia atrás su pesada capa, poniendo agua a hervir sobre el pequeño fuego que había encendido antes, se preguntaba si siempre se había hablado a sí mismo, si había hablado todo el tiempo cuando Silencio vivía con él. No. Se había convertido en un hábito después de que Silencio se fuera, pensó, aunque un trocito de su mente seguía pensando los pensamientos normales y corrientes de la vida, mientras que el resto se preparaba para el terror y la destrucción.
Hirvió los tres nuevos huevos y uno que ya estaba en la despensa hasta que estuvieron duros, y los puso dentro de una pequeña bolsa junto con cuatro manzanas y una vejiga de vino resinado, para el caso de que tuviera que quedarse fuera toda la noche. Se encogió artríticamente en su pesada capa, cogió su báculo, le dijo al fuego que se apagara y se fue.
Ya no tenía vaca. Se detuvo unos instantes a mirar el corral de las aves, pensando. El zorro había estado visitando el huerto últimamente. Pero las gallinas tendrían que buscar algo si él no aparecía. Tendrían que arriesgarse, como todos los demás. Abrió un poco la verja del gallinero. Aunque la lluvia no era entonces ya más que una llovizna neblinosa, se quedaron acurrucadas bajo el alero del gallinero, desconsoladas. El Rey no había cantado ni una vez aquella mañana.
—¿Tenéis algo que decirme? —les preguntó Dulse.
Bucea Marrón, su favorita, se sacudió y dijo su nombre unas cuantas veces. Las otras no dijeron nada.
—Bueno, cuidaos. He visto al zorro en la noche de luna llena —dijo Dulse, y siguió su camino.
Mientras caminaba pensaba, pensaba mucho, recordaba. Recordaba todo lo que podía sobre asuntos de los que su maestro gontesco le había hablado sólo una vez y hacía mucho tiempo. Asuntos extraños, tan extraños que nunca había sabido si eran verdadera magia o mera brujería, como decían en Roke. Asuntos sobre los que desde luego nunca había oído hablar en Roke, y tampoco había hablado de ellos allí, tal vez por temor a que los Maestros lo despreciaran por tomarse en serio semejantes cosas, tal vez sabiendo que ellos no los entenderían, porque eran temas gontescos, verdades de Gont. No estaban escritos ni siquiera en los libros del saber de Ard, que provenían del Gran Mago Ennas de Perregal. Eran todos asuntos que pasaban de boca en boca, asuntos de palabra. Eran verdades de casa.
—Si necesitas leer la montaña —le había dicho su maestro—, ve al Lagunajo Oscuro en los pastos de ganado más altos de Semere. Desde allí puedes ver los caminos. Necesitas encontrar el centro. Ver por dónde entrar.