—¿Entrar? —había susurrado el niño Dulse.
—¿Qué podrías hacer desde fuera?
Dulse permaneció en silencio durante un largo rato, y luego preguntó: —¿Cómo?
—Así. —Y los largos brazos de Ard se extendieron hacia arriba pronunciando lo que Dulse sabría más adelante era un gran sortilegio de Transformación. Ard pronunció mal las palabras del sortilegio, como deben hacerlo los maestros de magia para que los sortilegios funcionen. Dulse conocía el truco que le permitía escucharlos bien y recordarlos. Cuando Ard terminó, Dulse había repetido las palabras en su mente en silencio, medio esbozando los extraños y complicados gestos que formaban parte de ellas. De repente su mano se detuvo.
—¡Pero no puedes deshacer esto! —dijo en voz alta.
Ard asintió con la cabeza. —Es irrevocable.
Dulse no conocía ninguna transformación que fuera irrevocable, ningún sortilegio que no pudiera ser deshecho, excepto la Palabra de Desatar, que se dice sólo una vez.
—Pero ¿por qué… ?
—Por necesidad —le contestó Ard.
Dulse sabía que era mejor no pedir explicaciones. La necesidad de pronunciar semejante sortilegio no podía ser algo de todos los días; la oportunidad que tenía de usarlo alguna vez era muy remota. Dejó que el terrible hechizo se hundiera en su mente, y que se escondiera y se cubriera con miles de útiles o hermosos o instructivos hechizos y encantamientos, con todo el saber y las reglas de Roke, con toda la sabiduría de los libros que Ard le había legado. Tosco, monstruoso, inútil, había permanecido en la oscuridad de su mente durante sesenta años, como la piedra angular de una casa antigua y olvidada en el sótano de una mansión llena de luces y tesoros y niños.
La lluvia había cesado, aunque la neblina todavía escondía el techo y los jirones de nubes que se amontonaban atravesando los altos bosques. A pesar de no ser un andarín incansable como Silencio, quien habría pasado su vida merodeando por los bosques de la Montaña de Gont si hubiera podido, Dulse había nacido en Re Albi y conocía los caminos y los senderos que la rodeaban como si formaran parte de él. Tomó el atajo en el pozo de Rissi y apareció antes del mediodía en los altos pastos de Semere, un peldaño llano en la ladera de la montaña. Una milla más abajo, ahora bañadas completamente por los rayos del sol, las construcciones de las granjas yacían al abrigo de una colina a través de la cual un rebaño de ovejas se movía como la sombra de una nube. El Puerto de Gont y su bahía estaban ocultos bajo las empinadas y anudadas colinas que se erguían tierra adentro sobre la ciudad.
Dulse se paseó un poco por allí antes de encontrar lo que pensó era el Lagunajo Oscuro. Era pequeño, mitad barro y cañaveral, con un vago y cenagoso sendero hacia el agua, y ninguna huella en él a no ser las de las pezuñas de las cabras. El agua era oscura, aunque se encontraba bajo el claro cielo y bastante por encima de la tierra turbia. Dulse siguió las huellas de las cabras, gruñendo cada vez que sus pies resbalaban en el barro y se torcía el tobillo para evitar caerse. Se quedó inmóvil al llegar al agua, en la orilla. Se agachó para frotarse el tobillo. Escuchó.
Todo estaba sumergido en un silencio absoluto.
No soplaba el viento. Los pájaros no cantaban. No se oía el susurro ni el balido ni el sonido de una voz. Como si toda la isla se hubiera quedado petrificada. No zumbaba ni una mosca.
Miró el agua oscura. No reflejaba nada.
Reacio, dio un paso hacia adelante, descalzo y con las piernas desnudas; había enrollado la capa y la había metido dentro de su bolsa hacía una hora, cuando salió el sol. Los juncos le rozaban las piernas. El barro era blando y absorbente bajo sus pies, lleno de raíces de junco enmarañadas. No hacía ningún ruido mientras se movía lentamente por el estanque, y los círculos que se formaban en el agua al ir atravesándola eran ligeros y pequeños. Durante un buen trecho era poco profundo. Luego sus prudentes pies ya no sintieron el fondo, y se detuvo.
El agua tembló. La sintió primero en los muslos, un lengüetazo, como las cosquillas que produce el pelaje de un animal; luego lo vio, el temblor de la superficie de todo el lagunajo. No los círculos que él formaba, que ya se había desvanecido, sino una agitación, un temblor, una vez y otra.
—¿Dónde? —susurró, y luego pronunció la palabra en voz alta en la lengua que entienden todas las cosas que no tienen otra lengua.
Todo era silencio. Luego un pez saltó desde el agua negra y temblorosa, un pez gris claro del largo de su mano, y mientras saltaba gritó con una voz pequeña y muy clara, en esa misma lengua: —¡Yaved!
El viejo mago permaneció allí de pie. Trató de recordar todo lo que sabía acerca de los nombres de Gont, trajo a todas sus cuestas y a sus acantilados y a sus barrancos hasta su mente, y en un minuto vio dónde estaba Yaved. Era el sitio en el que se separaban las crestas, sólo un poco hacia el interior del Puerto de Gont, en lo profundo del nudo de colinas que se eleva sobre la ciudad. Era el lugar de la falla. Un terremoto centrado allí podría derribar toda la ciudad, podría causar avalanchas y grandes olas unir los acantilados de la bahía como manos atadas. Dulse se estremeció, tembló de arriba abajo como el agua del estanque.
Dio media vuelta y emprendió el camino hacia la costa, apresurado, sin preocuparse de dónde apoyaba los pies y sin importarle romper el silencio chapoteando y respirando agitadamente. Recorrió con dificultad una vez más el camino atravesando los juncos hasta que llegó a pisar tierra seca y ásperas hierbas, y oyó el zumbido de mosquitos y de grillos. Entonces se sentó en el suelo, duro, porque le temblaban las piernas.
—No funcionará —dijo, hablando para sí mismo en hárdico, y luego añadió—: No puedo hacerlo. —Y después:— No puedo hacerlo solo.
Estaba tan perturbado que cuando se decidió a llamar a Silencio no podía acordarse del comienzo del hechizo, el cual había practicado durante sesenta años; luego, cuando creyó que lo tenía, comenzó a decir en cambio uno de Invocación, y el hechizo había comenzado a funcionar antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, entonces se detuvo y tuvo que deshacerlo palabra por palabra.
Arrancó algo de hierba y frotó con ella el barro baboso que tenía en pies y piernas. Todavía no estaba seco, y simplemente se lo extendió aun más por la piel.
—Odio el barro —susurró. Luego abrió de golpe la boca y dejó de intentar limpiarse las piernas—. Tierra, tierra —dijo, acariciando gentilmente el suelo en el que se sentaba. Luego, muy lenta, muy cuidadosamente, comenzó a urdir el hechizo de llamada.
En una ajetreada calle en bajada que iba a dar al atareado muelle del Puerto de Gont, el mago Ogión se paró en seco. El capitán de barco que estaba a su lado dio varios pasos más y se volvió para mirar a Ogión hablando solo.
—¡Pero yo iré, Maestro! —dijo. Y luego, después de una pausa—: ¿ Qué? ¿Tan pronto? —Y después de una pausa más larga, le dijo al aire algo en una lengua que el capitán de barco no comprendía, e hizo un gesto que oscureció el aire a su alrededor por un instante.
—Capitán —le dijo—. Lo siento, debo esperar para hechizar sus velas. Se acerca un terremoto. Debo prevenir a la ciudad. Avisad vos allí abajo, que todos los barcos que puedan navegar salgan a alta mar. ¡Que despejen los Promontorios Fortificados! Buena suerte. —Y dio media vuelta y subió la calle corriendo, un hombre alto y fuerte de ásperos cabellos grises, ahora corriendo como un ciervo.
El Puerto de Gont yace en el límite interior de una extensa pero estrecha bahía entre costas empinadas. Su entrada desde el mar se encuentra entre dos grandes cabos, las Puertas del Puerto, los Promontorios Fortificados, separados por menos de treinta metros. La gente del Puerto de Gont está a salvo de piratas marítimos. Pero su seguridad es también su peligro: la extensa bahía sigue una falla en la tierra, y las mandíbulas que se han abierto podrían volver a cerrarse.